La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE







TALO







No hay mucho que conectar, no existe correspondencia: dale un crucigrama y un lápiz y el artista te retratará el mundo. Las cañas de bambú se erigen como sirenas cachondas y la disco de lo supranatural florece. Hay un jardín que sólo cultivan ciertos artistas, un parterre de color amarillo lleno de víboras sobre el que se sientan señoritas inconscientes jugando a las cartas. Cada uno de esos naipes te mira, te seduce en un lenguaje morse repleto de paréntesis y máscaras escritas en el cielo, llenas de estelas luminosas donde sólo se distingue un mensaje parasismal de poemas; se cuentan cuentos al oído y los ventrílocuos palidecen ante el poder del muñeco. La ida y la venida se trastocan, hierven en el lunar de una diosa dirigida por un poeta musical harto ya del vino del tiempo. Existe una ebriedad al sentarse, una lógica personal en la frase, un abrirse de los laberintos que hace brotar al florero. El arte de zozobrar.  Ella nos mira desde arriba mientras el león ruge y todo se escribe sobre las paredes. El hidalgo mayor resucita para llenar de vaho los sueños y alinear las visiones en una única zambullida. Las velas recorren la copia con su luz, la luz calcula en números su embriaguez; todos los falos son talos de otro imperio no acaecido.  Las vibraciones rodean a los entes lenticulares cantando su alegría desde la tripa, desde el estómago. Los intestinos hacen de galaxia cuando lo femenino se despliega sobre lo masculino; muy lejos de los géneros avanza la bola de cañón como un polígono sin nombre, avanzando hacia un final sin datos, rodeado de agua. A veces todo se derrite como un helado, otras, es un perro que asciende para ser un color o una danza. Tu retrato es una coraza, tu corazón, un rincón donde confluirán dos pinturas que acabarán siendo un murciélago. Vibran los motores cuando el ídolo se repite en emoción y ella se tapa la cara para no responder la llamada impertinente que secuestra al espíritu en su terca telaraña. Hay un artista tras el pájaro, fantasmas sobre la punta del grafito; parece haber una escalera por la que sólo viaja el murciélago, la rata voladora, el monstruo derramado.





















 
 
 
 
DOS VIDEOS CIRCULARES
 (1997 - 2008)
 
 

 
 
 
 
En 1997 Francis Alÿs realizó en Ciudad de México la que tal vez sea su pieza más sorprendente. Siempre ingenioso y agudo, el cine del belga cabalga entre lo prosaico y lo lírico, balancenado a su manera a la bestia de la belleza, distrayéndola entre lo políticamente correcto y lo ilegalmente precioso. Hay una fina línea pintada sobre el suelo de su obra que sostiene un mundo, una visión personal, una grieta a través de la que pasan objetos, duplicidades y rituales que se deshacen en sus manos, entre los dedos del artista, hasta convertirse en momentos privilegiados de existencia. La ironía juega un papel fundamental en su estética; su antiestética juega un papel fundamental en su mundo. Su estudio es la realidad y los elementos con los que construye están vivos, respiran. Como decía, en 1997 consigue registrar una de sus más complejas ideas, Cuentos patrióticos, en la que se propone guíar a un particular rebaño alrededor de una enorme columna obelística. Alÿs es un pastor de almas inocentes, un hipnotizador de seres que adopta el rol del famoso flautista de Hamelín de los Hermanos Grimm para conducirnos hacia el absurdo de la verdad. De nuevo, la literatura actúa como mecha fundacional de una escena contemporánea del Arte que muchos críticos y comentaristas pretenden autónoma e independiente, cuando en realidad, más que nunca en la historia de la creación humana, lo inventado en las páginas toma forma en la existencia de una manera inequívoca y contundente. Sin Literatura no habría Arte. Un mundo iletrado como el actual es la víctima perfecta de la vieja ilusión de la originalidad. Charles Wentinck, en su Historia de la pintura europea, ya avisaba en sus primeras páginas sobre una curiosa enfermedad europea: la novedad como criterio. Quizás la clarividencia del historiador soterre el verdadero sistema de dominó que alimenta al arte: un eterno plagio desde las pinturas de las vasijas orientales al cínico cine digital de Albert Serra. Todo un arco que corresponde a una civilización que ha pretendido, llevada por su instinto, trascender, hecho milagroso que en ocasiones se ha conquistado como en el caso de Cuentos patrióticos, un periplo emocional en forma de círculo donde el pastor acaba siendo la oveja y donde la masa se convierte en individuo por arte de magia: una metáfora existencial del complejo ciclo vital que a todos nos domina y del contradictorio papel del ser imbuido en dicho trasunto, mostrado de la manera más sencilla, graciosa y sagrada que uno pueda imaginarse.
 
Hay otra pieza de video, en este caso realizada en Rotterdam por el artista español Fernando Sánchez Castillo, titulada Pegasus Dance (una coreografía para vehículos con pistolas de agua) que sigue la estela de Alÿs en el sentido de hallar una belleza escondida en algo tan supérfluo como dos camiones antirevueltas dotados de cañones de agua. Si Alÿs jugaba sobre un círculo, una década después, Sánchez Castillo baila sobre dos circunferencias simétricas. Recuperando la pintura de Degás y el mundo del ballet clasico, el madrileño crea una coreografía maquinal que podría llevarnos al imaginario de artistas tan distintos como Duchamp, Viking Eggeling o Jean Tinguely. Jugando con la repetición de la duplicidad, o sea, llevando el arte geométrico a las formas vivas, el español consigue un verso poderoso que se mueve con gracia y asombro, haciendo perder la consciencia natural al espectador, transportándole a una transferencia semántica donde las cosas dejan de ser lo que son para adoptar otros roles, como también lo hace en su caso Alÿs. De una vulgar maniobra de entrenamiento se pasa a una especie de celebración pirotécnica, a una asunción acuática y bautismal que se va convirtiendo en un ritual de apareamiento digno de aves selváticas o dinosaurios extinguidos. Así, la metamorfosis se va haciendo efectiva, coordinándose por la seducción mutua de los camiones, ejecutada a partir del diálogo establecido a través de los chorros en forma de morse líquido, de lluvia difusa, de chorro cruzado. La blancura del agua se hace hermosa, los movimientos se replican y el sol sale para glorificar el momento luminoso que Sánchez Castillo logra haciendo volar a pesadas máquinas de carga, convirtiendo a objetos violentos y represores en seres estéticos que observan desde una playa, cómo otras máquinas, distintas a ellas, también celebran con agua el hecho de existir, el milagro de la realidad.
 
 
 
 
 
 
 
El arte contemporáneo
 
 


Todo arte ha sido contemporáneo alguna vez; el de hoy será bautizado por otros para dejar paso a futuras escenas de creación pero, ¿dónde nació y por qué? En medio de la diatriba moderna, sucede la tragedia europea de la guerra y el exterminio de mitad de siglo XX, el cual rompe de cuajo el pacto humano. Por ello, el arte nuevo nace degenerado ya en los retratos de Wols y Fautrier, ya en los de Jorn, Dubuffet, Appel o Saura. Los colores se mezclan, se violentan; hacen su propia guerra. La pintura se suicida al tomar conciencia, se convierte en una filosofía que deja paso a las estructuras y las esculturas de mobiliario, se atraviesa el espejo y todo -incluso lo imaginario- parece volverse real (ver los cubos de Eva Hesse). La fama se convierte en un motivo, los objetos se apoderan del discurso y se convierten en tiranicidas; los restos, lo marginal y la comida se transforman en materia prima de museo. La obra comienza a perder valor y todo se divide en tres líneas: el concepto, la artesanía y lo geométrico. El arte contemporáneo se olvida de su lado paleolítico para comenzar directamente su andanza en el mundo del interés y el consumo, en definitiva: en el teatro de lo espectacular. La cuestión ya no es emocionar, resucitar o conmover, ahora se trata de asombrar, de confundir, de provocar. Las reglas cambian porque todo se convierte en un mercado de miserables: cuando lo cotidiano se vuelve totem o ídolo sólo queda la perversión y la lujuria, la gula y el aburrimiento. La corrupción, la mentira, el engaño. En gran medida, el arte contemporáneo pierde la alegría original del arte moderno derivado de la tragedia incomprensible e inacabable; ¿cuándo terminará la guerra? El hiperrrealismo, los letreros luminosos, los símbolos masones, el kitsch y el feismo lo inundan todo con sus tendencias tristes y frías exceptuando las obras de Baselizt, Penck, Maloney, Basquiat, Beuys, Calder, Walter de Maria, Claramunt, Hartung, Klein, Kounellis, Rauschenberg, Kippenberger, Serra, Tàpies, Twombly, Merz, Twombly o Motherwell.













 
 
 
 
¿Qué es el arte moderno?
 
 (1904 - 1990)
 
 
El arte moderno, a pesar de carecer de etimología concluyente, podría emparentarse con el hecho de un índice onomástico, o lo que es lo mismo, con la existencia -dentro de la cultura humana- de un asombroso termitero que comienza con un salvaje puntillismo y acaba en una imagen en negativo llena de palabras sin significado alguno. En el arte moderno se valora la ignorancia, el silencio, la muerte y sobre todo el miedo, el miedo invertido para disimularlo, asumiéndolo como una herramieta escrita en las paredes llenas de fotografías y escenas ideales, donde se pasa de la línea más sutil al efebo griego más carnal que uno se pueda imaginar. El instinto se desata y salpica a todas partes: sobre la alfombra, sobre los bailes, sobre los árboles rojos. El color se convierte en el protagonista, en el héroe de la mitología de la identidad, pues el arte moderno olvida todos los principios clásicos para sumergirse en la psicología y la seducción. Lo cool primigenio de los fauvistas y los expresionistas encuentra su análogo en las performans y en los cuadros de Schnabel, donde el realismo se rebela como una fosforecencia o en una geometría como en el caso de Buren. Los maravillosos mundos de Kirchner o Beckmann se diluyen en las excentricidades victorianas de Gilbert and George o en la austera silla de Kosuth. Las dimesiones se multiplican y los rayos de lava salen del pecho como fuegos artificiales: el arte moderno también tiene algo de celebración, de desnudo, de orgía, de fragmentación de la psique, de vuelo ultramundano con las piernas cruzadas, de columna tumbada e infinita. Carl André se acerca peligrosamente a Juan Gris cuando despieza la imaginación para volver a remontarla o a Robert Morris cuando elige piezas aumentadas de cuadros de Delaunay o Wadsworth, disminuyendo el ego del público siempre tan proclive a utilizar sus ojos de severo juez. El arte moderno cambia los ojos clásicos y rompe la vajilla para hundirse en una anarquía ordenada de neones o cuadros, de ilusiones, marionetas y collages que se van convirtiendo en vidrieras o en pasajeros de Hans Arp. Es un periodo en el que todo queda suspendido en un cuadro de Rothko o Still, bajo la sombra del botellero de Duchamp o la rana de Max Ernst. La fuente del arte moderno brota de arriba hacia abajo en forma de telaraña o líneas rectas donde el universo de Miró o Masson se mezcla con el de De Kooning o Ensor frente a una ventana abierta donde un cuadro representa el mismo paisaje que acaece; Magritte anuncia el porvenir. La copia vuelve loco al arte y el arte se extingue en un mercado de esclavos donde se venden cuadros de Malevich y figurillas de Vantongerloo a cambio de mamadas express. Sólo unos pocos: Picasso, Guston, Cézanne, Miró, Brancusi, Kirchner y unos cuantos fotógrafos como Man Ray, Helmut Newton o Vivian Mayer lograrán mantener la alegría creadora que llenará las páginas de Joyce, Eliot, Borges, Rulfo, Benet, Miller, Heminway o Celine. El miedo hace regresar a lo geométrico, a lo binario, al algoritmo: lo humano desaparece para dejar paso a los muebles, la arquitectura, el lenguaje: las palabras invaden el arte para denominarse a sí mismas dueñas y señoras de lo plástico. Así, el arte moderno se convierte en un insólito género literario, en un idioma versátil lleno de eslóganes, pezones, culos y paralelogramos que se van combinando sin ritmo fijo, sin dimensión propia, orbitando en una galaxia cada vez menos sensible, cada vez menos original. La historia de un exilio sin retorno, del naufragio del siglo XX.








 

 

 

LA PINTURA CHINA MEDIEVAL

 


 

Una de las tradiciones más antiguas de todos los tiempos posibles es la oriental y en concreto, la china, una corriente hermética iniciada a partir de la armonización mental de monjes ebrios hasta la locura tirados por el suelo. El alcohol de los imperios milenarios no sólo conducía a la evasión sino a la santa alucinación, al despaego de lo real, a la serenidad del poeta fascinado al observar el paisaje nublado de una zona pesquera habitada por árboles torcidos o montañas imposibles. Cada cima es un castillo de tierra elevado de la manera más delicada, sugerido por una humedad milagrosa o un corzo escondido. Los animales, poseidos por los versos sublimes de la distancia entre las hojas, caminan en la oscuridad o en la hora de la primera mañana buscando un sorbo de agua, almendros en flor: líneas oscuras que descienden hasta un río. Las legendarias pinturas rupestres están muy cerca de estos sutiles trazos de los que nace sin querer una roca, una caña de bambú o un eremita solitario. La pintura china es la plástica sagrada de los hechizados, de aquellos que descubres a los pájaros colgados de las ramas, picando semillas, mojándose el cogote, sonriendo al lado de la flor o gritando en un cesto de mimbre sin acabar. Es una tradición copada de visiones incompletas y abstractas de lo concreto, de lo mágico, de la reflexión opaca de un mono al amanecer. Sus seres preferidos son manchas con hojas que florecen, poetas descalzos y serenos a los que les llueven poemas bajo el pecho liso y sobre los pequeños ojos, son guerreros rapados bailando con bestias, admirando dioses de múltiples brazos, de nidos de perlas, de conchas marinas montadas en pavos reales con sus mil ojos abiertos. No hay duda que ciertos dioses tocaron con su varita a los pintores chinos de alargadas orejas y los condenaron a vagar contando con sus dedos los días restantes, enloqueciendo, suspirando, viajando con su mente a otros universos plagados de líneas impares, de fondos rasos de seda y uñas largas que nunca se ensucian. Los ríos etílicos corren silenciosos entre flores y caballos, atravesando valles, cataratas y toscos puentes de madera que no llevan a ningún sitio. El laberinto está exento de muros y la pintura lo sabe: hay algo en lo diminuto, hay algo bello en lo infrecuente, en el trazo, en la grulla, en la diosa sobre el agua, en la pareja de monos abrazándose sobre una rama imitando a una araña. El poeta chino se queda turulato mirando los matojos de alteas rosas, los muros del invierno y del verano, las ramas de las palomas brotando cerca de los lotos, de los monos solitarios, de los caballos de la lluvia, de las uvas, de los cráneos, del vacío.







 

 

 Picasso o el canibalismo

(1881 - 1973) 




Animar la materia como si se tratase de un titiritero, convertir una espada en un plumero, un atril en un gigante: así fue la vida del más grande. Él se sienta sin camiseta en medio de la oscuridad y mira al suelo, consolado por la compañía de una botella o un toro y espera a que los ojos se le vuelvan hacia dentro y le nazcan en la cara los íntimos cristales que absorben el mundo. El universo comenzó siendo marrón verdoso, habitado por jinetes amarillos y damas maquilladas como mimos. Las palomas sabían dónde esconderse, donde dormitar cuando el niño se descalzaba y se iba convirtiendo en clochard, envuelto en uno de esos anchos abrigos donde ocultar bandadas de secretos: una bolsa en forma de uniforme, de soldado de la realidad. El joven espera en un rincón azulado, embebido en su propia fortuna, vislumbrando el arrogante futuro, la miniatura de la existencia. Mira de lado, de frente, de espaldas y sólo ve oscuridad, la ausencia de la juventud ante el impacto de la muerte. Se calza las botas, las medias, los bombachos pirata, el chaquetón rayado y el sombrero negro, aplastado por una montaña de artilugios, maletines y maderas a modo de barco, de caravela intempestiva, dispuesta a naufragar en cualquier molino de formas, en cualquier vicio de colores. En la más profunda austeridad, a la manera del santo Jerónimo, tantea los objetos sin verlos, analizando las superficies mediante dedos largos, nacidos de la luz, una luz que le sale del estómago, de las entrañas, del hambre. Se trata de una luz azulina, como de sueño, una brisa dulce de versátiles fotones conformando un platito vacío, una manzana, un jarrón; elementos orbitales de una visión ciega, de una obsesión más allá de las apariencias, dispuesta a aniquilar lo dado. El museo sale a la calle, él lo convoca en los descampados, en los márgenes y las grietas como si fuesen glosas del clasicismo, pequeños garabatos describiendo hechos paradójicos, chistes sagrados sobre las primeras y las últimas palabras. Sin duda, la temática de Picasso acontece tras una catarsis voluble, tras una corazonada instintiva llena de originalidad erótica, lejos de la vanguardia pura, cerca de la modernidad espiritual. La historia de los arlequines sólo es deducible de un delirio espasmódico, de una satisfacción tal por un ámbito desconocido que acaba produciendo un nuevo género melancólico y manual, arcaico y a la vez geométrico: parece que toda la desaparecida pintura griega resucitase entre organilleros, bufones, monos y niñas folclóricas, adoptando una visión frívola de lo cotidiano para representar lo sacro. Picasso abre la boca: las bellas korés y los magníficos kourós comienzan a invadir la noche, esperando a la llegada de alguien imposible, de aquel que vigila la noche. Se trata de personajes puramente artísticos imaginados por una mente entregada al arte, pero el arte es insaciable y siempre pide más: un hallazgo sólo es un logro diminuto en la cadena de la creación. Así, ante lo insaciable, Picasso se coloca la máscara del héroe tribal para continuar vivo por el túnel de lo femenino, por el laberinto de la arquitectura psicodélica y el purgatorio de los objetos esenciales que rodean a lo humano, a la conciencia de la semilla. Una pipa, un vaso, una botella, un dado, una novia que se te muere... todo se revuelve en la conciencia de la juventud aprisionada por el amor, los papeles, las paredes blancas, la música y los violines; la vida es collage. La musa se queda sola, se convierte en leyenda al ver diluirse al artista en trazos de un dibujo incompleto. Picasso frena el teatro del mundo y le obliga a respirar, a festejar la quietud, las alegrías pegásicas y a romper las escaleras del progreso, anulando la función de la inercia, imponiendo la filosofía dionisiaca de Cocteau y Apollinaire, liberando a sus voluntades a través del cielo azul y la danza de las guitarras, observando a las mujeres en el jardín, las corridas de toros, despertando al niño que enciende la bengala para desenterrar la mitología de los artistas dedálicos y escribir el poema de la nueva pintura donde las niñas tienen cuatro ojos y los caballos abren puertas con sus manos de marfil, un lugar hermoso lleno de huesos y calaveras, donde la tristeza se grita en cartulinas y donde se lucha contra los tiranicidas con cañones de tinta para borrar las mentiras y las lágrimas. Una noche, Picasso baja a pescar a la playa y encuentra a un gato negro mordisqueando las entrañas de un pájaro: de inmediato comprende la ley de la naturaleza, la justicia cósmica y se pone manos a la obra para moldear lo real y generar una utopía que le haga superar la animalidad de lo viviente. El artista es el todo y su fin es acabar siéndolo. El artista se convierte en barro, en sol, en búho y vigila su territorio con minuciosidad entre suplicantes, bustos parlantes y lechuzas antropomorfas. Se encierra en paisajes interiores llenos de lienzos y curvas matissianas, donde los espíritus de Velázquez, Delacroix, Van Gogh, Manet y Cézanne le poseen hasta tal punto que consigue huir de ellos, construyendo un ejército de soldados de madera que conservarán eternamente su alma en ambrosía, mientras él sigue intentando apoderarse del mundo, dibujando con luz en el aire los trazos de su conjura, devorando todo hasta ser el único artista posible.








 
 
 
 La conjura del fetichista
 
ANTONI TÀPIES
(1923 - 2012)
 
 
 

 
 
 
La obra de Antoni Tàpies es una vajilla, una colección en columna que asciende sin literatura hacia las cuerdas. Lo malo es que la porcelana se rompe y por eso, su tótem suele ser frágil y los impacientes lo dejan flotar sobre el agua o lo encierran en una vitrina. Nadie entiende su obstinación, pero sus barcos medievales de madera e hilo, de púrpura y árbol, yacen entre cruces paganas, entre diálogos ocres de fantasmas luminosos, de violines de cartón, de esbozos místicos y herméticos donde el mundo es todo uno y breve. Lo chocante de Tàpies es su uso del lenguaje, muy wittgenstaniano por otra parte, lleno de lisos, de vacíos, de rectas y ángulos de cartón; una geometría euclidiana de otra dimensión, especulada desde un ámbito secreto, desde una intimidad desaforada llena de ausencias y esencias dignas del gran arte. Autorretratos y paréntesis se mezclan con montañas de tinta, con recuerdos inexactos sobre la utopía del mundo, sobre los ídolos y los postres mundanos y los abanicos que nunca terminan (ni terminarán), hasta convertirse en una escalera borgiana imposible de escalar o en un periódico amarillo, ilegible y singular donde la verdad tipografiada muta en espacio privilegiado y en nudo gordiano al mismo tiempo, en huevo cósmico y en expansión orgánica a la vez, apuntando directamente al centro del Universo: ese lugar sólo alcanzado por lo imaginario, por lo humano. Los objetos son las naves del tiempo, las cajas de serpientes donde ocurre el milagro del prodigioso fetichista. Tàpies, frente a casi todos los demás, descubrió aquello irrefutable por tautológico e irredimible por radical, que hace emerger montañas y poemas como éxtasis, como nidos de madera atravesados por vendas en los ojos que acaban siendo telescopios, prismáticos indelebles a través de los cuáles observar las arrugas de la materia, los papeles suspendidos, las cadenas de la liberación, la fruta de la palangana. Tàpies va montado en el caballo de la paradoja, pisoteando bolsas de papel con tinta y platos de comedor, de la mano de Lao-Tsé, Brossa, Velázquez, Motherwell, Ramón Llull, Gaudí, Twombly y Piero della Francesca, bebiendo juntos de una botella verde acomodada en un trono como si fuese la reina de la existencia. El mundo del artista es muy distinto al mundo de la Naturaleza; en él existen puentes mas no espejos, similitudes mas nunca copias. Todo se reordena para fraguar un destino carambólico, un nuevo alfabeto antikantiano, batiendo la bandera de la anarquía espiritual, la única fuerza que ha sobrevivido en la larga, aunque también breve historia de la creación humana. Si Tàpies es algo, se podría definir como un taburete insentable o una silla arropada, un antiescritorio, una antiverja, una antitubería revolucionaria. La negación de la utilidad en pos de la transfiguración rafaeliana, de la resurrección necesaria y fundamental del mundo, de la reconstrucción tizianiana o tintoretiana de las cosas y las estructuras, es o se hace el leitmotiv de esa metaprostitución objetual apliacada, de esa masacre que siempre huele a guerra pues conlleva la ruina inherente, la belleza de los restos marginales de una batalla apuntalada con tiza. Lo evidente deja paso al olvido para emancipar a lo obviado como monumento sacro: las cosas vuelan, levitan, se congelan en huellas apiladas, en cabeceros ensabanados, en viacrucis de alegría, repletos de infancia y sabiduría budista, de roperos llenos de pliegues tan complejos como venas de mármol, de letras tan desmesuradas como colosos caligráficos venidos desde alguna sombra, alguna cueva, algún rincón inesperado y desconocido. La energía, en Tàpies, se dobla en maletas andrajosas, se tiende en sábanas al viento como banderolas en forma de paletas pictóricas que van abriendo puertas, grietas por las que descubrir misterios hechos de barniz dentro de un paralelogramo. El artista, a veces es un cazador de signos, otras, un escultor babilónico amante de lo incompleto, del fragmeto que duerme y sueña con abrir las puertas de la conciencia humana, de la caja fuerte de los secretos incomprensibles, de los traumas del alma: una oreja de piedra para rediseñar el mundo, para aprender a revalorizarlo, a resignificarlo desde un paganismo oriental y extraterrestre habitado por dioses en forma de flechas o grafito: un lugar amplio donde lavarse la cara y despertar de la pesadilla.  
 
 
 
 
 
 


 
 
 
-Segunda parte-
 
LUTERO LEYENDO VOINYCH
(A partir de un texto de Silvia Schwarzböck)
 
 

 
 
 
 
IV

Al morir Giorgius Barschius en 1665, el extraño códice pasa a manos de su mejor amigo, el rector de la Universidad Carolina de Praga, Johannes Marcus Marci, quien de inmediato se pone en contacto con Athanasius Kirchner mediante el envío de dos misivas donde pone al corriente al jesuita de todo lo concerniente al oscuro documento. La consecuencia de dicha correspondencia será la entrega del códice a Kirchner, quien lo estudiará hasta el día de su muerte -quince años después- sin poder traducir ni una sola palabra del texto, ni interpretar ninguna de sus imágenes.

 
 
V

En el caso de Silvia, las sensaciones fragmentarias de su texto serían definidas en su día por el intelectual marxista Giorgy Lukàcs como “índice oscuro de la fragmentación de la totalidad humana bajo el capitalismo”, traído a colación por el hecho de que la autora escribe desde la tradición de la vieja escuela de la literatura marxista, una rama ideológica que concibe gratuitamente al artista como productor, al público como consumidor y al arte como una consecuencia bursátil de ambos, la cuál, debe cambiar a los hombres para que sean mejores (iguales), lo que conduce al tema hacia una falsa premisa moral, entendiendo este concepto no como lo hace Novalis y que luego veremos, sino como un sistema de valores sobre los que el mundo debe juzgarse; aquí es donde Kant comienza a entrar en Marx. El Arte es amoral, acientífico, anárquico y arbitrario por definición; lo Bello pertenece al mundo de la irracionalidad y a nadie más (y mucho menos a economistas anglosajones como Adam Smith o Ricardo). Por tanto, toda pretensión logicista acaba noqueada en la lona; toda ideología, por muy congruente que pueda llegar a ser (sobre todo si toma forma de religión), siempre conllevará dogma, esclavitud y poder: caminos infructuosos para acceder al Arte. Ante lo cuál se puede añadir que a dichas perversidades no les interesa ni lo más mínimo llegar a otro lugar que no sea el mundo del arte, o sea, la escabechina confusional formada por instituciones, galerías, museos, teatros, cines, artistas, comisarios, editoriales, políticos y empresarios, pilares de aquello bautizado por los medios como cultura y por los intelectuales como alta cultura, formando ese abigarrado mundo ilusorio conocido como industria cultural. Así, cuando Silvia ataca a esta realidad socioeconómica y a sus nocivos efectos en el mundo del arte y en los pobres seres alienados que la consumen, no se da cuenta de que está haciendo una mera crítica cultural y la cultura, tal y como lo dijo hace muchos años Rafael Sánchez Ferlosio -recordado últimamente por Ignacio Echevarría- es un invento gubernamental, por lo tanto utilitario y pragmático, una herramienta de poder y no un tesoro, como venden la propaganda institucional y los medios. Silvia está siendo, sin quererlo, una culturista, una comentarista política que en el mejor de los casos ofrecería una falsa erudición o conocimiento incompleto sobre el tema propuesto, un tema muy gordo que debería ser abordado desde el flanco artístico, goethiano, más que por el psicológico-político, chomskiano. Silvia, en su texto, se sube al ring de las disputas por la alta cultura, disparando erudición y desarrollos teóricos que no acaban de noquear al asunto, ni al sistema, ni al lector, el cuál, agotado por su enorme carga de información, va palideciendo, debilitándose. Por muy anacrónico que pueda sonar, la lucha verdadera reside en el pasado, en el acto de regresar a lo que siempre ha existido y no de progresar hacia lo que nunca existirá. Regresar es un verbo humano, progresar, es un verbo industrial, sociológico. El Arte siempre ha estado delante de nosotros, pero el sistema a conseguido distraer a los protagonistas de la película con comodidades y chantajes esclavistas o lo que es lo mismo, con materialidades y cascadas de información inhumanas. El arte es un delirio necesario para la supervivencia de la especie: somos una raza espiritual. En cambio, la sociedad es un delirio antropológico devenido como sistema jerárquico, fundador de la idea del poder y de las costumbres como yugo, densificando paulatinamente a los grupos humanos para moldearlos con mayor facilidad, hasta matar la idea original de mundo. El sistema capitalista enseña que el hombre debe transformar la naturaleza para hacerla rentable y de forma utilitaria, humillarla a sus pies. Por el contrario, el Arte equivale a una resurrección del mundo donde se transforma la naturaleza en creación a través de la voluntad infinita del artista, un mundo espiritual donde el término Naturaleza se corresponde con el de Persona y donde el cambio es posible. Todo esto lo dijo ya Novalis en el primer Romanticismo, lo dijo él que sabía mucho más de casi todo que toda la filosofía y las ciencias posteriores.



VI

En 1912, el bibliófilo lituano y experto en libros antiguos Wilfrid M. Voynich compra al Collegio Romano treinta manuscristos antiguos entre los que se encuentra el misterioso códice de Kirchner, quien en 1680 había donado el extraño ejemplar a la biblioteca de la universidad jesuita. Al abrirlo, Voynich encuentra una carta grapada a la primera página: una de las misivas que el rector Marcus Marci le envió al erudito jesuita; en ella descubre el supuesto origen del códice, creado por Roger Bacon, un fraile franciscano del siglo XIII. La carta explica que el códice acaba en posesión de John Dee, un astrólogo de la corte de Isabel I de Inglaterra, el cuál lo vendió por 600 ducados al rey Rodolfo II de Bohemia, nieto del emperador Carlos V. El último propietario antes de llegar a manos de Georgius Barschius será Jacobus Sinapius, medico personal de Rodolfo II, alquimista y experto botánico. Según leyó Voynich en la carta, ninguno de los poseedores del libro pudo descifrarlo; él, después de dieciocho años obsesionado con traducirlo, tampoco conseguirá avances significativos.





 
 
-primera parte-
 
LUTERO LEYENDO VOINYCH
(A partir de un texto de Silvia Schwarzböck)



 
 
Lo real es lo que vuelve
Jaques Lacan



I

El único deber lícito de la crítica es el de aproximar el arte a lo humano, tendiendo un largo puente colgante entre lo impreciso y su contrario, un pasadizo subterráneo que, a sabiendas, quedará incompleto, mas acercará el alma mortal a ese lugar extático donde el pensamiento se pierde para embarcarse en un más allá, lugar núbil donde lo inútil se convierte en esencial, donde lo importante mutará en alimento de espíritu. Dicha afirmación, por esotérica o lírica que pueda parecer, encierra en su sentido el único e irreverente soplo que ha dado y dará aliento a toda civilización; la tirada de dados donde la existencia se juega los cuartos con la trascendencia. El pensamiento occidental vive una encrucijada sin par después de haber “sobrevivido” al manicomio del siglo XX: destructor de absolutos, aniquilador de esencias fundamentales, nido del vacío y la angustia. La centuria pasada es nada más y nada menos que la historia del triunfo de una desilusión, un desencanto que nunca fue aclarado de forma recta, una negación completa que se prolongó en el tiempo en forma de dilatado chicle, arrastrando sacos de traumas y versátiles ignorancias que apagaron las últimas llamas de la plenitud humana y dieron vía libre a insaciables sistemas de reorganización social y política que han conducido a la humanidad a un sombrío paroxismo, hasta el punto de provocarle una minusvalía total de sensaciones, sensibilidades e intuiciones, engañándola con falsas pasiones y afecciones banales (véanse los trabajos de Jeff Koons, Haim Steimbach, Jan Vercruysse, Robert Gober, Damien Hirst, Sherrie Levine o Cindy Sherman). La imaginación, entendida como poder metabólico del arte, ha perdido periódicamente su influjo al ser “convertida” en Naturaleza por la inercia de un sistema insensible y chantajista, desplazando como consecuencia la esfera del Arte, único medio para resucitar el espíritu o, en palabras mucho más contundentes, la verdad. Pero, ¿qué es la verdad en un mundo preñado de relativismo, pesimismo e ideología?, ¿qué lugar ocupan la religión, el pensamiento y el arte, únicos tres salvavidas del ser?, y si ocupan algún lugar, ¿por qué no logran revertir la distorsionada versión del presente a través de sus dones?
La crítica argentina Silvia Schwarzböck intenta solucionar esta compleja ecuación en un texto brillante repleto de erudición, intelectualidad e información, publicado a primeros de noviembre de este año. No hay duda de que el lector se enfrenta a un discurso apabullante y meticuloso, digerido y didáctico, el cuál se podría identificar como un sofisticado artefacto pedagógico. Sin duda se trata de un ejemplo de pensamiento crítico de altos vuelos y profundidad considerable, no sólo por su factura sino, sobre todo, por su ambición, pues la profesora argentina apunta el rifle tan alto que se enfrenta a un dilema donde convergen todos los rayos, un lugar donde la visión se ciega y sólo es posible tantear. Por lo tanto, la intención de esta breve intromisión en el diálogo de recepción de su propuesta, sólo es ejercer el sano oficio de la glosa, ante un aparente logro discursivo.

II

A mediados del siglo XVII, un modesto alquimista de Praga llamado Georgius Barschius envía una carta al famoso jesuita Athanasius Kirchner para informarle de que ha llegado a sus manos un códice indescifrable. Kirchner, traductor superdotado -entre otras muchas cosas- le pide a Barschius de forma entusiasta que le envíe el ejemplar para intentar desvelar su contenido; Barschius se niega en redondo.

III

En torno a la vieja cuestión construida alrededor de la falacia del poder catártico del arte sobre la humanidad, Silvia Schwarzböck se embarca en siete largos apartados y una breve conclusión, todo ello acompañado de desarrollos teóricos de formidable síntesis, tildados de ricas subjetividades que parecen apuntar hacia una dirección más o menos lógica, clara y realista, desvanecida en un quimérico desenlace benjaminiano, un tanto ajeno al juego propuesto en los abultados y laberínticos párrafos previos. Más allá de las ideas presentadas, el texto imanta de manera formidable en sus primeras páginas, cabalgando sobre los hombros de Adorno, Platón y Marx, pero en su decurso, el lector ya estimulado, va percibiendo una acumulación exagerada de datos, o mejor dicho, una conversión paulatina de pensamiento en ráfagas de sesuda información, hallándose la voluntad valiente y curiosa en medio de la construcción de una especie de cronología piramidal atravesada por una aguja de calceta que trincha al mismo tiempo -y de una sola puntada- el dilema del holocausto, el teatro del absurdo, el pesimismo, el modernismo, el psicoanálisis, la crítica kantiana y la adorniana, hasta llegar a un escueto final, definido con anterioridad como poco resolutivo y por qué no decirlo, pobre en demasía. ¿Cuestión de estrategia?, ¿cuestión de estilo? Esta manera inconexa y troceada (incompleta), casi esquizofrénica de administrar argumentos, parece responder a un horror vacui común en los tiempos que corren, un deseo obsesivo y barroco por desplegar información a raudales a modo de enorme mantel que, debido a sus dilatadas dimensiones, impide disfrutar de la bella madera que configura la mesa y que produce angustia, la angustia adorniana de emitir cuestiones sin respuesta como resultado de un pensamiento resentido. El resentimiento marxista que viene volando desde Lutero, ese hombre que hizo cosas peores que imponer la iconoclastia, tiene sus raíces en el problema judío de centroeuropa. La desconexión entre la idea y el hombre, entre su sentido y su contrasentido. Entonces, el lector comienza a preguntarse si la estrategia del texto se debe a un motivo deliberado o solo es un reflejo contundente del estado del arte contemporáneo, ese sutil experimento realizado a partir de cobayas humanas, perdidas en un laberinto de desesperación sin salida posible. Por un momento parece como si el mundo del arte, en el breve tramo del último medio siglo, hubiese perdido su propia conciencia, experimentando por experimentar, embebido en una superstición cínico-capitalista, envuelta de pragmatismo y una senilidad autoinfligida, idealizando el vacío (el silencio) como único dios verdadero, idolatrándole, significándole, empujando a la crítica a conspirar contra ella misma, buscando su autodestrucción, encontrando el placer en su dulce catalepsia, materializada en las obras artísticas; ¿qué fue antes, el huevo o la gallina?, ¿la intuición o el pensamiento?, ¿dónde está el museo, la obra, la eternidad? 
Sin duda, esto no es un error exclusivo de Silvia Schwarzböck, sino de una práctica generalizada del mundo académico y teórico, en una inercia colectiva en forma de enfermedad crónica, pues a partir del momento en el que la Teoría toma el mando del devenir artístico, parece que los críticos tienen razón, incluso cuando no la tienen. El Arte es anterior al hombre, a sus organizaciones sociales, a la Señora Ley y al Señor dinero; el Arte abre la puerta al ser para que vea aquello que la religión y el pensamiento sólo pueden expresar de forma abstracta, ilusoria, mental. Como bien decía Hegel, “el arte crea un abismo entre apariencia e ilusión”, para poder distinguir lo verdadero de lo falso, entre la forma sensible creada por el artista y la mera realidad. Perdida la esencia artística y el conocimiento de su mecanismo básico, el mundo de la creación actual se encuentra girando en un entorno ilusorio, moviéndose a modo de veleta, abocado a la virtualidad y al simulacro, cuando no a la frivolidad y a la asepsia: mundo de fantasmas y sombras chinescas. Nada que ver con el cine, cuando nace del Arte, claro. Los discursos actuales sobre el tema no cesan de filtrar la cuestión a través de ideologías, generando mensajes poliédricos disparados desde un abanico tan grande de perspectivas que nadie acaba por agarrar el bocado y todo se difumina en desarrollos infructuosos que no aclaran, sino que nublan aún más la vista, celebrando una confusión inútil y autocomplaciente parecida a la deriva de Adorno que acabó provocando la chispa de los estructuralismos que llenaron con sus juegos de lenguaje todo el cuarto final del siglo XX.
La cuestión es que la profesora Schwarzböck argumenta sus propias convicciones con síntesis históricas basadas en principios personales: en el apartado segundo relata todo el mito auschwitziano de la muerte del arte (o de su imposibilidad moral) y un elogio desmesurado hacia la figura de Beckett, encumbrándolo como el Aquiles mudo de la hecatombe de la civilización, como si no hubiese habido otros holocaustos; el colonialismo belga del siglo XIX protagonizado por Leopoldo II, bastaría como ejemplo. En el siguiente apartado, con gran habilidad, enfrenta la teoría adorniana de lo moderno frente al fracaso vanguardista, intentando convencer de que el viejo Adorno también era realista -sin mencionar a Nietzsche ni al Marqués de Sade-, pues lo que Silvia pretende poco a poco en su discurso, utilizando sus ilustrados conocimientos, es igualar todo, crear una tábula rasa y empezar de nuevo una idea de civilización que en cierta medida se le atraganta y repudia; y no le faltan razones. La cuestión es que su índole marxista le impide ver más allá de las cosas, de los objetos y nada se le revela como al poeta: cuando la Naturaleza es equivalente a una persona, las revelaciones percibidas por lo humano, le conectan a lo sagrado, a lo desconocido. El poeta, el artista, es aquel ser con la capacidad de conocer a través de dichas grietas. El más allá y el más acá: ese gran abismo. Se hace curioso observar que Silvia no cite a Baudrillard ni a Fourier, cotas de excelencia en ese tránsito utópico que va de las ideologías a las materiologías, y más curioso aún el hecho de que no mencione el contingente Warhol, madre del cordero de todas las decadencias de nuestro siglo. En Warhol sólo hay imagen, nada significa. Su obra (exceptuando la parte cinematográfica) sólo ofrece al público la superficie de las cosas, creando una figuración sin posibilidad de transfiguración; como Lutero -aquel hombre que creó una religión para los ejércitos- se sitúa en un lugar sin corazón para destruir al artista y crear una falsa vía paralela al arte: el pesimismo fetichista de la plusvalía -en terminología baudrilleriana-, por lo que se podría definir su actividad como un neomarxismo parteogenésico. Así, si el arte pop, inaugurado por Warhol -junto a los viejos Hamilton y Lichtenstein- caló en la cultura occidental replicando la realidad una y otra vez hasta anularla, hasta hacerla indiscernible, sustituyendo al artista por una máquina perversa, ¿quién alimentará ahora al espíritu?, ¿quién detendrá la perversa ola de insensibilidad que devora al mundo bajo el chantaje de la comodidad y la ley?, ¿nadie percibe que el sistema ha conseguido rentabilizar los deseos de los hombres enterrando lo inconsciente, adorando a un publicista kantiano con peluca color platino?