La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE
 
REINA SOFÍA
Las ruina de los nuevos tiempos 
 
 
 
Cada década intenta 
desacreditar a la siguiente...
 
 

 
 
Es adorable entrar en un museo nacional y encontrarse "Instrumentos de música sobre una mesa" de Picasso, "El hombre invisible" de Dalí o las fotografías de la obra "Los medios seres" de Gómez de la Serna. La estimulación continúa si uno llega a introducirse en la instalación Cinema Model del maravilloso Marcel Broodthaers, si se llegan a encontrar los geniales collages de Dufrene, Rottela o Villeglé y pueden contemplarse las enigmáticas trompetas de Pistoletto, ¿cuál es el sonido que nos llega de ellas? Paseando por un museo de arte contemporáneo, uno se pregunta qué es lo que definitivamente se ha llevado el gato al agua: ¿la pintura, el cine, la escultura o la fotografía? Lo mejor de estos enormes y laberínticos museos es que uno puede andar tranquilamente por innumerables salas sin miedo a repetirse, sin miedo a dar vueltas; toda ella es una experiencia de novedad. Pasado un rato, el sendero confuso del visitante se convierte en una línea recta, en una cuerda floja donde todo parece empezar a resbalar, entre fluorescentes, homenajes, papeles, posters y pelos de vaca. Una de las cosas que se echan de menos es el hilo musical: creo que si en cada sala-espacio pusiesen un poco de Brahms o Satie, la visita ganaría bastante. En cambio, el público se va sintiendo abrumado por el silencio monástico, violado en los ojos ante la abundancia de manifestaciones visuales y tan pocas vidas sonoras. Pasado un tiempo, la visita se hace tan hiperreal, tan supraobjetiva que se convierte en algo insufrible, opresivo... ya que gran parte del contenido es tan autorreferencial a la fenomenología exterior, que sucede en la mente un solapamiento de realidades y metáforas; un bloqueo. Todo museo, a pesar de su aparente infalibilidad, tiene sus fallos y faltan cartelas y hay videos que no funcionan y vigilantes que se duermen. Sweet Dreams. Desde hace poco, está prohibido hacer fotos a ciertas obras, lo cuál incrementa la tensión del museo, estableciendo zonas de clandestinidad y exclusividad curatorial. Vuelven los ladrones. Se han vuelto un poco exquisitos. Cadáveres exquisitos. Museos como el Reina Sofía han decidido lanzarse a la historiografía contemporánea y han decidido relatar el mundo de España desde la Guerra Civil, desde los planes urbanísticos, la gentrificación, la habitabilidad, la utopía y los diferentes realismos. Cementerios mentales. Parece una agencia inmobiliaria con ínfulas de psiquiátrico. Regresar al origen sin querer. La obra es utilizada como documento, como dato, como prueba demostrativa y científica, perdiendo así su condición de objeto artístico y pasar a ser acta notarial. En los museos de arte contemporáneo se ha confundido a la churra con la merina y la idea de lo utilitario ha vencido a la bendita inutilidad del arte. Ahora los artistas son abogados y los expositores, funcionarios clase A. ¿Quién da más? Quieren hacer rentable las subvenciones y ampliar la vida institucional de sus políticas, ¿dónde quedó la estética, el Arte, ese abismo que va de lo técnico a la emoción en forma de abismo sublime? ¿qué pasó del salto de Heidegger a Derridá, de Mallarmé a Joyce, de Adorno a Lyotard? Se han culturizado todos los debates y todo se ha quedado en una pancarta feminista. La vivencia estética es sustituida por una vivencia informativa, reivindicativa, por una tendencia sobre la acumulación de lo indecente, por la educación pedagógica de escaparate neo mayo del 68'. Se inaugura el museo como libro de lecciones plegado en sí mismo, perdiendo su función fundamental de templo de la imaginación y el delirio sano y pasional; se ha confundido la guardería con la montaña rusa, el sonajero con el lápiz. Así, se produce un efecto muy curioso, sólo experimentable a estas alturas de la partida: el video y la fotografía se establecen como las únicas disciplinas capaces de generar una tensión con el tiempo; las discicplinas temporales se enfrentan a las discicplinas clásicas y a las efímeras (performance e instalación). No se trata de una reivindicación, sino de una constatación: la frescura de muchas fotografías sigue rebosando viveza al contrario que demasiadas derivas cubistas, coloniales e incluso gran parte de la vanguardia más exquisita. Todo envejece. El handicap de la disciplina fotográfica reside en nuestra época en que cada espectador no ya solo consume si no que fabrica fotografía, lo que la hace un lenguaje común, cotidiano, aunque, ¿no sigue siendo la fotogafía artística un reducto de milagros frente a su uso común como souvenir o simple espejo endogámico? Más allá del museo, la fotografía sigue sin tener un valor estético claro; dentro, conserva el latir de un mundo que ya no existe, que ya no existirá. La memoria es la única salida ante el fracasado intento de regreso a la tribu y el ensalzamiento de todas las igualdades desiguales. Hoy todo intelecto ha roto su sentimiento; sólo queda regresar al aura y esperar que suenen las trompetas de nuevos vientos.








 
ALEX KATZ
(N. Y., 1927)
 
En el vacío de las apariencias
 


¿Qué son los cuadros de Alex Katz? Desde finales de los 50' comienza una transición pictórica de la idea de la superficie neutra y la incorporación de lo figurativo al vacío puro, construido conscientemente desde Malevich y desarrollado hasta sus últimas consecuencias por Kline, Newman, Rothko, Ad Reindhardt, Motherwell o Clifford Still entre otros. La llamada Pintura de Campo fue un estilo puramente norteamericano, muy promocionado -entre otros- por el ingenioso crítico y cabezota de Clement Greenberg, que se materializó con una intención innovadora, emancipadora. La cultura estadounidense necesitaba desligarse de la tradición europea y se atrevió a sumergirse en el callejón sin salida de la abstracción, a pesar de que pintores como Miró o los suprematistas rusos ya habían anunciado y superado ese camino hacía décadas. En ese momento de terrible posguerra europea, el continente americano goza de una comodidad y una salud excelentes: países como Uruguay y Argentina nadan en la abundancia y al mismo tiempo, EEUU comienza su política imperialista e impone su mantra eterno: el American Way of Life. En paralelo a los abstractos, aparece la línea pop con Warhol, Lichtenstein y Hamilton a la cabeza, una especie de abstracción popular, enmascarada mediante elementos infantiles, humorísticos o simplemente cotidianos. Esta línea es, de alguna manera, desde la que se puede entender el trabajo de Katz. El pintor niuyorkino nos muestra pinturas explícitas, cuasirrealistas, aisladas y frías, en general, de gran formato; contemplar sus piezas es como asistir a una estrategia perfecta urdida por una mentira prevista y publicitaria, una falsedad fascinante transmitida a través de la fuerza del color de lo falso. De alguna manera, al igual que los horripilantes bustos de Jaume Plensa, los casposos cuadros urbanísticos de Antonio López o la época decadente de Juan Uslé, la obra de Katz desvirtúa la percepción del espectador, aturdiendo al personal de manera más o menos eficaz hasta agotarlo, llevándole ante una pantalla de formas vacuas, de cromos gigantescos sin gracia. Si Alex Katz fue pionero en algo fue en darse cuenta de lo provechoso de la mina de lo vulgar, de la rentabilidad de lo aséptico, o lo que es lo mismo: urdir la idea de una pintura infrarrealista, naif y colorista sin que apenas se note, vendiéndola como pura decoración de revista de moda, como chapas, como pegatinas de recreo. Su plan fue infalible. Katz cae en la trampa del vender y del gustar; su obra es una especie de ambicioso supermercado, una especie de folleto informativo de avión donde se explica cómo ponerse una mascarilla o cómo agacharse tras el sillón antes de estriparse en medio del océano. El falso matiz parece ser su prerrogativa y el impacto instantáneo su único y mayor objetivo. Un cuadro de Katz no tiene ni más ni menos que lo que se percibe de él en la primera milésima; es un producto postmoderno que confiere al artista un estado flagrante de ignominia. Es vergonzoso. Aunque inicialmente podría clasificarse como artista pop, por las mismas razones se le podría tildar de kitsch o de la misma manera, como un muralista institucional, de oficina, ese tipo de artesanos ante cuyas obras el público se siente fuerte, impulsado por la simplicidad intencionada de Katz que llena el Superego y obliga a tirarse a la piscina de los juicios aleatorios. Katz es un decorador que brinda la oportunidad de comprobar en vivo cómo un tipo de arte deshumanizado se ha asentado en el presente; se trata de una obra tan limpia que fallece, tan explícita que es obscena, tan pobre que inunda el alma de tonos neutros hasta conseguir una calma de guardería o de tienda de muebles sueca. Su soberbia llega a momentos surealistas: realiza homenajes a Monet o a Newman, generando versiones infantilizadas de una torpeza tal que obligan a apartar la mirada. Terrible. La República de la insensibilidad. Lo peor de Katz es el mensaje neonihilista que lanza mediante sus clónicas figuras, ennobleciendo la más terrible cotidianeidad, endiosando el aburrimiento, el vacío existencial, la vaguedad de las apariencias y todo lo que pueda caber en una revista semanal de moda. Sus presencias parecen monigotes de plastilina de mirada perfilada, frívola. Sin duda, una obra compuesta de insubstancialidad que debería escurrirse directamente a la alcantarilla de la basura pestilente, hoy aún alentada por la mirada inexperta y confusa de ese público tan desesperado por tener algo qué decir, de sentir cosquillas en el cerebro al empoderarse mediante una débil opinión, sin temor de decir en alto, en medio de la sala, sin vergüenza ninguna, desde su cultura del Barrio de Salamanca: ¡Mira qué bonito!