La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE


PHILLIP GUSTON
(1913 - 1980)

El paraíso rosado




Hijo de emigrantes rumanos, compañero de estudios de Pollock y amante de la geometría de Piero de la Francesca, un chico de Nueva York de los años 20', cuyo padre acabó suicidándose por culpa del Ku Klux Klan. De joven, pintó cuadros realistas e hiperrealistas hasta que se pasó a los murales al estilo Siqueiros pintados a lo Chagall. Se puede decir que Guston atravesó los movimienos de su época como un gusano valiente que absorbía la realidad con la la ilusión de crearla. De hecho, también fue expresionista abstracto en la época dorada del movimiento. Apenas hoy nadie la conoce, pero la producción abstracta de Guston es abultadísima. Ante una cuestión práctica o de pura frustración, Guston acabó de profesor de pintura en la universidad de Nueva York. Allí pasó el grueso de su vida, alentando a estudiantes jóvenes a creer en algo que él ya no creía posible. El expresionismo abstracto tuvo a sus sacerdotes indiscutibles: Rothko, Motherwell, Klein, Clifford Still y Willem De Kooning. Después de ellos dio la impresión de que la pintura había llegado a su fin; el chicle ya no se estiraba más. Parecía que la primera mitad del siglo XX, había sido suficiente para finiquitar la disciplina. 
Guston reflexionó sobre el callejón sin salida al que había llegado la pintura. La abstracción imponí un velo infranqueable: el artista pintaba un cuadro en el que se generaba una realidad indescifrable para el público, una imagen etérea de colores fantasmagóricos imposibles de traducir. Ni siquiera el artista podía entender sus imágenes. Guston defendía la práctica de la pintura como un hecho que convertía al artista en un hacedor, pero tambiém empezó a defender la idea de que el artista no puede perder la responsabilidad de sus imágenes y debe guiar con ellas, iluminar con su contenido, no sólo con su presencia. Así, diez años antes de morir, alrededor de 1968, Guston dejó de pintar geometrías y abstracciones y se zambulló en una estética totalmente original. Eligió una gama muy determinada de su paleta y comenzó a pintar cuadros muy distintos a lo que había pintado durante toda su vida; cuando ocurre el milagro, Guston tiene 55 años. En sus lienzos aparecen seres encapuchados fumando cigarros, montando en coche, durmiendo, paseando o pintando cuadros. Nadie sabe quiénes son ni quiénes se esconden bajo esas graciosas capuchas que invaden sus lienzos; parecen chistes  mudos de tebeo. Cuando uno mira atentamente aquellos personajes, nadie puede saber qué piensan pues parecen solo actuar y vivir en silencio, haciendo lo que creen que tienen que hacer, sin dudar, serenos e impasibles, acumulando objetos, amontonándolos, dibujándolos... son formas autosuficientes que viven en su propia realidad, una realidad con sus propios colores y  formas, con sus propios secretos. Guston tiene la suerte de haber creado un mundo paralelo con sus personales reglas, donde las cosas se suceden dominadas por leyes distintas a las nuestras y donde las palabras no existen y sólo unos cuantos objetos orbitan las misteriosas mentes de esos personajes, que aparecen taciturnos y serenos.
La recepción de su nueva pintura provocó una muy mala impresión a la crítica, que ya tenía a Guston por un solvente pintor académico más y que le había reservado su hueco de pintor expresionista, junto a los miles de pintores expresionistas que figuran en un índice infinito de un libro archivado para siempre en un oscuro sótano de algún miserable museo. Su nueva pintura le sacaba tangencialmente del estereotipo y le colocaba en el filo de la navaja: ¿era Guston un farsante? ¿un bromista de última hora? ¿A qué venía aquella estética de cultura underground mezclada con fanatismo religioso en medio de la época de las performance y el vídeo?
Sin amedrentarse, Phillip Guston siguió pintando hasta su muerte, en 1980, y continuó enriqueciendo aquel particular universo rosado, lleno de maravillas y prodigios. Guston empezó a hacer bodegones con los objetos de los encapuchados, a amontonar piernas y zapatos como si fueran tuberías y cajas de cartón e inventó a su propio alter ego y le quitó la capucha: un hombre con un solo ojo que pinta humildes lienzos, que fuma mirando por la ventana, que duerme con los zapatos puestos y que pinta paisajes rosados donde aparecen árboles y libros y piedras y montañas rojas y relojes sin números y páginas sin palabras. Retrató desastres y seres que arrastran numerosos zapatos sin saber por qué. Imaginó puños que golpean dianas en el aire y dedos de dioses dibujando horizontes.
Creyó que así el público podría entender mejor su pintura y por tanto su vida.
Sus últimos diez años fueron los que le dieron la fama mundial a su obra.
En 2013, su cuadro de 1958, To Fellini, se vendió por 25.8 millones de dólares.
Allí ya estaba todo.