La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE


PHILLIP GUSTON
(1913 - 1980)

El paraíso rosado




Hijo de emigrantes rumanos, compañero de estudios de Pollock y amante de la geometría de Piero de la Francesca, un chico de Nueva York de los años 20', cuyo padre acabó suicidándose por culpa del Ku Klux Klan. De joven, pintó cuadros realistas e hiperrealistas hasta que se pasó a los murales al estilo Siqueiros pintados a lo Chagall. Se puede decir que Guston atravesó los movimienos de su época como un gusano valiente que absorbía la realidad con la la ilusión de crearla. De hecho, también fue expresionista abstracto en la época dorada del movimiento. Apenas hoy nadie la conoce, pero la producción abstracta de Guston es abultadísima. Ante una cuestión práctica o de pura frustración, Guston acabó de profesor de pintura en la universidad de Nueva York. Allí pasó el grueso de su vida, alentando a estudiantes jóvenes a creer en algo que él ya no creía posible. El expresionismo abstracto tuvo a sus sacerdotes indiscutibles: Rothko, Motherwell, Klein, Clifford Still y Willem De Kooning. Después de ellos dio la impresión de que la pintura había llegado a su fin; el chicle ya no se estiraba más. Parecía que la primera mitad del siglo XX, había sido suficiente para finiquitar la disciplina. 
Guston reflexionó sobre el callejón sin salida al que había llegado la pintura. La abstracción imponí un velo infranqueable: el artista pintaba un cuadro en el que se generaba una realidad indescifrable para el público, una imagen etérea de colores fantasmagóricos imposibles de traducir. Ni siquiera el artista podía entender sus imágenes. Guston defendía la práctica de la pintura como un hecho que convertía al artista en un hacedor, pero tambiém empezó a defender la idea de que el artista no puede perder la responsabilidad de sus imágenes y debe guiar con ellas, iluminar con su contenido, no sólo con su presencia. Así, diez años antes de morir, alrededor de 1968, Guston dejó de pintar geometrías y abstracciones y se zambulló en una estética totalmente original. Eligió una gama muy determinada de su paleta y comenzó a pintar cuadros muy distintos a lo que había pintado durante toda su vida; cuando ocurre el milagro, Guston tiene 55 años. En sus lienzos aparecen seres encapuchados fumando cigarros, montando en coche, durmiendo, paseando o pintando cuadros. Nadie sabe quiénes son ni quiénes se esconden bajo esas graciosas capuchas que invaden sus lienzos; parecen chistes  mudos de tebeo. Cuando uno mira atentamente aquellos personajes, nadie puede saber qué piensan pues parecen solo actuar y vivir en silencio, haciendo lo que creen que tienen que hacer, sin dudar, serenos e impasibles, acumulando objetos, amontonándolos, dibujándolos... son formas autosuficientes que viven en su propia realidad, una realidad con sus propios colores y  formas, con sus propios secretos. Guston tiene la suerte de haber creado un mundo paralelo con sus personales reglas, donde las cosas se suceden dominadas por leyes distintas a las nuestras y donde las palabras no existen y sólo unos cuantos objetos orbitan las misteriosas mentes de esos personajes, que aparecen taciturnos y serenos.
La recepción de su nueva pintura provocó una muy mala impresión a la crítica, que ya tenía a Guston por un solvente pintor académico más y que le había reservado su hueco de pintor expresionista, junto a los miles de pintores expresionistas que figuran en un índice infinito de un libro archivado para siempre en un oscuro sótano de algún miserable museo. Su nueva pintura le sacaba tangencialmente del estereotipo y le colocaba en el filo de la navaja: ¿era Guston un farsante? ¿un bromista de última hora? ¿A qué venía aquella estética de cultura underground mezclada con fanatismo religioso en medio de la época de las performance y el vídeo?
Sin amedrentarse, Phillip Guston siguió pintando hasta su muerte, en 1980, y continuó enriqueciendo aquel particular universo rosado, lleno de maravillas y prodigios. Guston empezó a hacer bodegones con los objetos de los encapuchados, a amontonar piernas y zapatos como si fueran tuberías y cajas de cartón e inventó a su propio alter ego y le quitó la capucha: un hombre con un solo ojo que pinta humildes lienzos, que fuma mirando por la ventana, que duerme con los zapatos puestos y que pinta paisajes rosados donde aparecen árboles y libros y piedras y montañas rojas y relojes sin números y páginas sin palabras. Retrató desastres y seres que arrastran numerosos zapatos sin saber por qué. Imaginó puños que golpean dianas en el aire y dedos de dioses dibujando horizontes.
Creyó que así el público podría entender mejor su pintura y por tanto su vida.
Sus últimos diez años fueron los que le dieron la fama mundial a su obra.
En 2013, su cuadro de 1958, To Fellini, se vendió por 25.8 millones de dólares.
Allí ya estaba todo.










JOSEPH BEUYS
(1921 - 1986)

Miniaturas





A los tres años fue un pastor que reunía a su alrededor rebaños de escarabajos. A los siete, fundó un zoo de pulgas, renacuajos y ratas, con lo que sin darse cuenta demostró que el caos de la naturaleza podía ordenarse de una manera distinta a la aristotélica. A los quince, se hizo soldado y entonces tuvo su primera experiencia con la muerte, aunque no de forma inmediata. Primero desfiló con las tropas del Tercer Reich y vivió ese peculiar vitalismo teutón; por su sangre corrían los nibelungos, pero también Pitágoras: nunca escribas nada sobre la nieve. Él lo sabía, pero callaba por el momento. Entretanto, Beuys fue un curioso soldado que husmeaba en las clases de zoología de la universidad de Bonn y atendía por radio las bélicas comunicaciones del frente; a veces imaginaba a Hitler como un sapo y a Churchill como un oso panda. Musolini, por su parte, era sin duda un baboso bulldog. 
En 1944, sobrevolando Crimea, su bombardero fue alcanzado y entonces el sueño despertó de su letargo. Tras el accidente, unos caníbales conservaron su cuerpo en grasa de cerdo, manteniéndole envuelto en una piel de reno. Tras un siglo fermentando, su alma retornó de la muerte.
La resurrección le había dejado las ideas claras: 

Todo hombre es un artista. 
El arte es el único elemento que hace sentir al hombre como un dios. 
La belleza es el brillo de lo que es verdadero.

Presentimientos, paisajes, viajes imaginarios; Beuys no se alimentó de otra cosa desde entonces. En el jardín de su casa había un búnker, en cuyo interior no había nada; un día se sepultó bajo sus muros. Durmió una centuria y vio la puerta entreabierta. Al salir, sólo pudo vocalizar una frase: soy una figura del Bosco. Una burbuja de cristal le envolvió y voló a las nubes hasta estar por encima del jardín de las Delicias y desde allí vislumbró todas las crueldades y las mentiras, todos los pecados y sus curas posibles; sondeó el alma humana y comprobó que era algo real como la grasa. Fue aducido por espíritus y masticó el éter sagrado que cae de los cometas; entonces comprendió que el hombre debe caer para luego ascender. 
Después de la contemplación, redujo su pensamiento a una simple idea: 

No sólo ver el objeto, sino comprender sus conexiones, verlo desde arriba.

Vio aquel jardín lleno de criaturas y entendió que todas eran réplicas exactas de Adán y Eva, millones de réplicas de una misa semilla, devorándose unas a otras, violándose, destruyéndose tal y como hacían los escarabajos de su infancia. Entonces comprendió que él podía ordenar todo aquello y sepultar el caos de lo ordinario, para crear una existencia maravillosa. Por un momento, ante tan inmensa realidad, creyó ser una reencarnación de Cristo. Escribió la Biblia y poco después se lanzó a predicarla. Entre las ruinas de Berlin, proclamó:
Voy a hacer un fetiche, una huella en la arena: eso es para mí la escultura.
Todos se acercaron a contemplar el nuevo signo de los tiempos y todos le pedían una solución al desastre. Él, inesperadamente, se puso a hacer figurillas de barro, ejércitos en miniatura, invocando cucarachas, masticando fango, enrollado en aluminio. Algunos se fueron, pero otros se quedaron a venerarle. Ahora que no queda nada, tenemos el camino libre para iniciar una nueva época. 
La guerra ha sido una bendición y vosotros sois los supervivientes. Soy un simbolista, un glorificador de las mujeres. Mi intención no es mostrar la escultura aislada, sino los procesos que llevan a la autonomía de la forma. También les habló de la resurrección: la grasa es un componente esencial para comprender la escultura. La escultura es una síntesis de la vida. Es  puro calor y energía. Seamos calor y energía, no abstracción, no palabras, sino materia contante y sonante; energía liberada para construir una nueva realidad. Debemos ser pura autonomía, pura creación.
Las masas le siguieron y algunos vieron en él un nuevo fürher. En cambio, él volvió al búnker y quemó la Biblia. Mató a Jesucristo. Quería refundar el cristianismo desde la materia. Así, una noche escribió El Capital. Paseó de nuevo entre las ruinas y proclamó:

La creatividad es un nuevo concepto de capital. Cada hombre es un artista; un hombre entregado a revelar sus secretos y a hacerlos productivos, hacerlos capital. El arte debe fluir entre nosotros como la sangre; la sustancia más valiosa del Universo.

Dividió al mundo con sus granjas de insectos y sus plagios literarios. Muchos crearon sus propios ejércitos: no era raro contemplar batallas de langostas contra batallones de chinches en medio de la calle. Otras veces podían encontrarse escuadrones de sanguijuelas intentando conquistar terrenos de lombrices. Muchos se pusieron en su contra y aunque él intentó explicarles el proceso, le volvieron a lapidar en vida. Le vistieron de banana y le hicieron cantar en programas de televisión. Le robaron todas ideas que tenía escritas en las aceras con tiza. Le hicieron comerse las tizas y luego le quemaron; sus restos quedaron representados por una montaña blanca y maldita. Se dejó de fabricar tiza en todo el mundo, hasta que se le olvidó por completo. Alguien reutilizó ese montón de cenizas y lo sustituyó por la cocaína; aún hoy muchos siguen consumiendo dicha sustancia sin sospechar que en realidad son los restos de Beuys. 
Acabaron con su cuerpo pero había removido. Quiso resucitar un nuevo espíritu a partir de las conexiones de la mente con el Universo. Colocó fieltro en vitrinas, apoyó maderas en la pared y aseguró que las piedras no eran dioses de madera, sino verdaderos seres repletos de secretos y energía. Existen otras dimensiones de la vida, otras fuerzas muy diferentes en el mundo; se quiere aislar a los hombres de este conocimiento.

Algunos cuentan que en realidad, su cuerpo calcinado comenzó a desvanecerse en el aire y que su figura se resumió en una sombra. Fue cubierto con una manta y su alma volvió al búnker. Se dice que el búnker sólo había montones de paja, un coyote y una enorme vara con la que guiaba a las arañas que e visitaban. Las arañas le mostraron su veneno y él les mostró su poder. Su invisibilidad era portentosa: se había transformado en un mensaje del futuro:


Soy un sueño paradójico de utopía real








JAMES ENSOR

(1860-1949) 




"Compadezco a los pintores de la manera precisa, decidida, condenados al trabajo uniforme, según datos conocidos, porque a ellos les está vedada la evolución. Privados de las alegrías que dan los descubrimientos, encerrados en su cáscara o en sus estuches de prudencia, se convierten en aparatos mecánicos de la reproducción idéntica, imaginaciones y manos serviles, cerrados a todo esfuerzo, condenados a continuar la esterilidad de las bellas maneras fáciles, perseguidas incansablemente, sin ningún progreso ni regersión, nacidos muertos, enredados en la trampa". J. E.



Un año antes de nacer James Ensor, Charles Darwin publicó El origen de las especies. Poco sirvió a la razón y a la inteligencia decimonónicas tales argumentos para cambiar la realidad, aunque se empeñaron en hacerle caso. La verdadera historia es que Darwin no escribió la gran teoría de nuestro origen, sino una preciosa novela de ciencia ficción que simplemente trata sobre el miedo que le causaba el caos que ordenaba la Naturaleza. James Ensor tuvo la suerte de nacer en la tranquila ciudad de Ostende, en Bélgica, criado en el seno de una familia malavenida que poseía una tienda de disfraces donde se vendían todo tipo de muñecos y disfraces; su tío era el dueño y le encantaba vender caracoles y máscaras para los carnavales. A los trece años Ensor halló aquel libro inglés lleno de palabras inglesas que hablaban de monos y de polillas grises. Su padre era un inglés expatriado y como todo inglés viajaba con libros bajo el brazo, aunque no los leyese; el escepticismo anglosajón no tiene límites. Ensor leyó atentamente el libro y al llegar a la última página se lo comió con patatas, tan solo para ver si las mentiras vertidas en aquel libelo acababan de reventarle los sesos de una vez por todas; apretando tras unas ortigas, lo cagó en el campo a las dos semanas y media. Aprender no aprendió nada, pero la indigestión que le provocó -similar a la provocada por una amanita muscaria- le hizo ponerse a dibujar y pintar todo lo que encontraba en sus paseos por los alrededores. Aún estábamos en 1873 y el parte del mundo aún seguía siendo sencillo, por lo que  los árboles y las montañas aún arrimaban el hombro al sueño del artista que perseguía los secretos. 
Una vieja leyenda cuenta que una noche, trasnochando en la orilla de un río, conoció a dos sombras y que éstas le enseñaron las artes de la pintura. Llegó vomitando a casa, aturdido, delirante y alucinado. Le dijo a su padre que no quería volver a la escuela; su progenitor se quedó hipnotizado por la intensidad en la que le brillaban los ojos y percibió el aura de la felicidad en sus gestos: la honestidad es inequívoca. El joven Ensor se tiró más de un año escondido en la tienda de souvenirs de su tío, acurrucado entre las chinerías y los disfraces que lo copaban todo. Su imaginación crecía como un árbol y su razón se desvanecía hasta no tener hueco en su ser. Un día su padre le llevó a una exposición en Ostende y allí descubrió el famoso cuadro de Octave Maus: un hombre aparecía enamorado de una mujer con cuerpo de leopardo. Fascinante. Fascinado. Todas las panteras son leoprados y todos los leopardos son panteras; su etimología hace referencia a la fiereza más brutal de entre los animales. Así Ensor, empezó a dibujar con una agresividad audaz, lleno de paisaje y de sombra, cautivo de él mismo, siguiendo a su mano como un loco a su trance: solitario, caótico y desigual, empezó a dibujar el universo. 
Su padre le solía encontrar en la penumbra conversando solo, inventando discursos macarrónicos que hablaban del otro mundo, del retorno a las estrellas, de la psique macedónica, de la constelación de Andrómeda, de una palmera, de un león y de un hombre resucitado: Ensor estaba viajando a un lugar cercano a la pintura. Pronto se convirtió en un insecto lleno de patas que recorría las habitaciones para espiar el lado secreto de las cosas y poder así, ver el verdadero alma de lo humano. 
Pintó marinas sombrías, mujeres glotonas y bodegones alocados. A los 16 pintó una caseta encaramada a una carreta en medio de una playa desierta. Parecía ser su forma de decir que su verdadero  hogar sería a partir de entonces la aventura. Poco después asistió a clases de acuarela y a partir de los 17 años pasó tres en la Academia de Pintura de Bruselas. Allí, sus profesores quedaron asombrados por su sombrío dandismo, su heterodoxia innata y su implacable resistencia a las convenciones. Algo estaba naciendo de aquella materia pestilente que volvía a Ostende y él parecía ser el único que lo podía ver en toda su esplendorosa dimensión. Sus padres no podían darse cuenta debido a sus eternos problemas sentimentales y así asumió que sólo le quedaba Ostende y su pintura. Así, el joven pintor se puso a pintar, a hacer retratos a sus familiares, a los pescadores de la bahía... pintó un cuadro de un hombre remando y un tiempo después la torre de la ciudad vista desde un tejado con la calle vacía; en el rincón inferior izquierdo dejó un espacio para mostrar unos colores: azul, verde, rojo y amarillo. Dos años después realiza una obra naif titulada: "Adán y Eva expulsados del paraíso". Se trataba del año 1887 y a partir de aquí todo cambiará. Ensor ha hecho las paces con el mundo de la pintura y está dispuesto a crear. Comienza a realizar dibujos heréticos y eróticos como si se tratase de un dibujante underground norteamericano de los años 70'. Su mano es una metralleta, su mente una bomba atómica. Siente que el mundo le ha expulsado de su seno y un coro de Mozart suena en su cogote... siente una profunda repulsión por la religión cristiana y por el mundo del arte. Pinta su gran obra: La entrada de Cristo en Bruselas como una burla a lo que más odia. Lee cuentos de Poe a todas horas y queda seducido por el horror. Se transforma en un asceta oscuro.
A los treinta años hace su primera exposición en el extranjero.
Los vanguardistas quisieron acogerle. Los clasicistas se sintieron abrumados. De nuevo, algo terrible ocurrió en su mente y su exquisita sensibilidad se transformó en un volcán en erupción; descubrió que las apariencias eran ilusorias y que todo lo que le rodeaba era pura fantasmagoría. No existe nada de lo que nos rodea, todo es luz refractada. Después de tal crisis, tomó en sus manos la Biblia y se la tragó versículo a versículo, gracias a lo cuál pudo bajar a los infiernos siendo el mismísimo Cristo; su lógica fue aplastante: si no soy uno de vosotros, tengo que ser él. A las dos semanas cagó lo devorado y así su rostro empezó a desvanecerse y la piel le desapareció por completo; a estas alturas era un ente cubierto de éter aristotélico con pistolas de plutonio cargadas y listas para disparar, era un loco que pintaba cuadros en su casa, los cuáles provocaban innumerables abortos en los salones de té de Ostende. Con treinta años, Ensor se convirtió en su propio dios y sólo entonces su pintura se llenó de humor y de bailes fantásticos, de viajes astrales, asesinatos, peleas y juicios absurdos que hablaban sobre lo ridículos que somos, rodeados de un vida profana y banal. Dibujó lo salvaje y lo cruel, hizo danzar al tabú y a lo feo, conjuró a los monstruos contra el mundo. Su ejército estaba preparado para dominar al mundo, pero las salas de exposiciones no lo aceptaban. Su extraña y exótica mirada era terrible para los demás. En vez de la gloria de la risa sólo veían sufrimiento.
Una noche tuvo un sueño: la mujer leopardo de Octave Maus le persiguió durante un siglo a través de un desierto, hasta acabar agotado y devorado a placer. Entendió que la muerte realmente no duele y que al contrario, es dulce y milagrosa. Al despertar, al lado de su cama apareció una calavera portando un sombrero decorado con mil plumas de colores. La mente de Ensor se transformó en un tesoro esparcido en diferentes luces, en una vida solitaria y asumida, en una forma de resistencia ante la fatalidad, en un juego insomne donde el caos se ordena entre lo inerte y lo maravilloso, donde la metamorfosis es cosa común y donde la magia es más que un método de conocimiento; allí el dios eres tú mismo, tú mismo gobernando tu propio reino; sin saberlo, inventó al artista moderno, ese ser a la deriva que persigue alocado la esencia de lo sublime y recobró el espíritu manierista, destruyendo el miedo a las formas y a la propia pintura. 
Hasta los 45 años no tuvo una gran individual.
James Ensor se convirtió en el hombre más raro del mundo, viendo desde su balcón de Ostende, la playa y las dunas, los carnavales, observando a sus vecinos envejecer, siendo puros huesos de polvo aburguesado. Una mañana, fue a la playa con un amigo; alguien había muerto y un esqueleto descansaba al sol; con sus fémures libraron una batalla sobre la arena y su amante, la belleza, les fotografió: sin saberlo habían inventado la performance. En su habitación recreaba estas escenas a través de sus ojos de espejo y dibujaba telas y maniquíes y colocaba palos y perchas para construir sus modelos de seda y cuché, de máscara y calavera, creando escenas reales e inmóviles que deseaban bailar como los hombres reales; así, sin querer, también inventó la instalación. Mucho antes que Picasso y Duchamp, mucho mejor que Manet o Gauguin, más onírico que cualquier surrelista y más ingenioso que todos los impresionistas, con mejor técnica y entendimiento que cualquier paisajista, Ensor consiguió igualar la destreza y la ambición de Goya, Rembrandt, Cézanne, el Bosco o Brueghel el Viejo en una síntesis de los tiempos. Recuerden esto: aún hoy no hay nadie más moderno que Ensor. Gracias a su batalla clandestina, radicalmente individualista y ensimismada, lanzó una potente flecha hacia el futuro para que espíritus como De Kooning, Emil Nolde, Baselitz o Fredik Hall la cogieran al vuelo y la estrujaran de nuevo para hacer con ella lo que pudieran; hay un camino que parte de Sócrates y no de Platón, un camino secreto y paralelo que esconde el tesoro de la verdad y que se contagia con flechas ardientes que atraviesan un cosmos en forma de estómago.
Aquel hombre que nunca salió de la tienda de disfraces y que retrataba incansable a un mundo que él mismo creó, escribió su propia leyenda y venció así el pulso al tiempo. Cuando el tiempo cede es cuando triunfa lo sagrado. Cuando el tiempo se anula,  el espíritu lo inunda todo. Antisocial, egocéntrico, sarcástico, hiperlúcido, mágico y experimental, decididamente Ensor reinventó  la sensación del asombro para el porvenir a partir de su terquedad y quemó todos los libros aristotélicos y cartesianos y persiguió a Kant en sus sueños disfrazado de médico loco, atacándole con una enorme jeringa, deseando aplicársela por el orto. Ensor quiere abrirnos la cabeza como un quebrantahuesos y nos saca los ojos cada vez que le miramos. Nos quiere abrir el culo para sembrar flores. Ningún biógrafo ha podido desvelar su intimidad y contar la verdadera historia de esa vida que navegaba entre el realismo más atroz y un mundo fantástico lleno de alegría subversiva, existiendo de la manera más simple y hermosa que existe: el amor. James Ensor es un hueso que observa fascinado los pequeños objetos que le rodean. 
En 1943 cayó una bomba sobre su ático y todos le creyeron muerto; minutos después, apareció en el portal llevando aquel sombrero de millones de colores, asombrando a Ostende con su impecable marfil. Casualmente se celebraba el carnaval de la ciudad. Alguien le confundió con Cristo y le invitó a ser parte de la muchedumbre. Él profetizó: no os fiéis de los libros, vivid en las palabrasLa ciudad le rindió ese extraño homenaje sin saber muy bien quién era aquel esqueleto vestido de dios que tenía una cara tan diabólica como la de Charles Manson; golpeado y abrazado por la masa, abochornado e impotente, recordó el cuadro de Octave Maus: ahora él era ese hombre enamorado de la fiera quimera que todos temían. Allí mismo le coronaron como el príncipe de los pintores y también allí, ante todos, pronunció su más famoso poema:


I want to tell the world,
the beautiful story of ME,
the universal ME, the only ME,
the inflated ME,
the great verb TO BE.









PINTAR
O EL GRITO DE LA MATERIA





Estar cerca de la energía es abrir el cofre de los secretos. Un secreto es una ostra que incuba un huevo lleno de pollitos atómicos, echando yema dorada por el gaznate. Cada pincelada es un cañonazo de hiperfuturo y octava dimensión; es una ruta para atravesar montañas, un archivo de nombres donde todo se repite en la cara de Buda. A veces, las nubes ayudan al color a fundirse con el plomo que cae en el ojo dilatador de la ilusión y lo coloca de forma precisa sobre la bomba atómica que se divide ante nuestra deliciosa visión de arena. Nos hundimos hasta el cuello y sólo podemos seguir pintando. Las sanguijuelas nos roban la sangre azul que nos queda y por eso, por las noches, dejan la playa desierta para que paseemos y descubramos el otro lado de la vida, escribiendo números en las dunas, dibujando símbolos de otro mundo que se dicen con la boca. La realidad que envuelve a lo común ha sido inventada por los medios y la política. Nada existe en realidad y nada puede crecer con ánimo en esa fosa séptica que la mayoría siguen como bobos hipnotizados. Lo plástico es una religión y los pintores la ejercen, cada uno en su basílica de terracota. Todas las arquitecturas se han reunido para construir un portal de paja y madera donde nacen los prodigios del espíritu. Somos un ejército cuántico de lo humano, guerreros insomnes en busca del hombre perdido en una pantalla de litio. Nuestro litio fluye en los rayos láser de las vergas que se erigen por encima de la columna trajana, por encima del Phanteon, penetrando el agujero de su colosal cúpula, añorando otras galaxias más sinceras que este teatrillo que ha invadido la falsa percepción y el pensamiento débil. Todo está deformado y hay que corregirlo a base de bien, hay que introducirse en un bidón de belladona y dejarse llevar, pase lo que pase, a través de los siglos, dejando la huella de lo sublime en la tela, en la madera, en el plástico; estos son los portadores de lo mágico, los beneficiarios de los tatuajes metafísicos que los hombres llevan plasmados en su alma; somos velas candentes perseguidos, sojuzgados, arrancados del confort para vivir la guerra hasta la muerte. Somos un mundo en miniatura, brutalmente preciso; un laberinto de curvas buscando la claridad entre la confusión de las interrupciones y la velocidad innata de la estupidez. La pintura es una fe que envuelve a la materia desde su primer quark hasta su más hermosa supernova; el gesto de la mano transporta la energía de la que estamos hechos y que los ojos nos impiden ver; somos un conjunto de normas sin regla, de trocitos de fuerza que hay que ordenar y conducir; sólo un medio, no un fin. Dejemos volar a las velas todopoderosas de la piel, destruyamos los cerebros y la envidia de los frágiles y hagamos reinar los mundos felices creados en cautividad, en una cueva muy oscura a la luz del fuego.