La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE


CY TWOMBLY

(1929)




Cy Twombly es un escritor, muy a pesar de las apariencias de su obra. Lo que ocurre es que escribe en un idioma intransferible a los demás idiomas. Por lo tanto, no es intraducible, ya que a fin de cuentas se mueve dentro del juego del lenguaje. Desde muy joven le atrajo la pintura de Motherwell y Franz Kline, a los cuales pudo conocer personalmente en los años 50'. Su pintura varía muy pronto del expresionismo abstracto al brut más primitivo. No sabemos si la hierba rosada que crece en su ciudad natal o los miles de caballos que corren y se alimentan de ella tienen algo que ver con su pronta fascinación por lo extraño o lo inefable. Sea como fuere, después de una época totémica donde quieren aparecer ciertas figuras en sus lienzos -figuras que se mueven en un plano muy visceral e inhóspito de la visión-, Twombly dialoga con la línea, con en trazo, con la intensidad de su rayadura hasta comprenderla y fraguar un pacto con ella. En estos primeros años 50', los galeristas alucinan con este joven salido de la nada y sus primeras producciones (pensamientos matéricos) son expuestos en Nueva York y Florencia.

La visita a Italia le abre la mente, dejando atrás esa barrera imaginaria que creó el señor Motherwell entre el arte europeo y el arte norteamericano. Twombly deja los prejuicios, se abre a un mundo estético y renuncia a las luchas de movimientos artísticos. Así, a partir de 1957 se instala en Roma para siempre, con el objetivo de desarrollar un lenguaje único y personal con el que poder comunicarse con el arte. Rodeado de siglos de historia, nadie hubiera adivinado que Twombly tomaría esa ruta tan extraña de dar conciencia a las líneas, de darles una dignidad al eliminar su funcionalidad y dejar que circulen a sus anchas, en su delirio, en su verdad. La apuesta de Twombly empieza a ser real hasta el principio de los 60', donde su pintura se transforma en una (o varias) series de paranoias dirigidas hasta llegar más allá del cuadro, más allá de la convención, estableciéndose en un sistema lingüístico de un poder hipnótico.

Los 60' se desarrollarán como una metamorfosis de su lengua, como si un dialecto se emancipase del tronco principal y explotase en fuegos artificiales, fuegos de palabras que sólo pueden ser vistos en la noche, bajo las estrellas. El lenguaje toma profundidad y el espacio crece llenando de tonos complejos sus proposiciones pictóricas, cubriéndolas de desinencias, de prefijos plásticos, de planetas psicodélicos y animales desconocidos llenos de libros en la boca. La obra de Twombly es un enorme libro de páginas llenas de tesoros, de signos y marcas que hablan de un futuro, que alargan la vida y que cuentan su historia de una manera poderosa y eterna, no por su infinitud, sino por su presencia única.
Llegando a los años 70', y coincidiendo con sus participaciones en la Dokumenta de Kassel VI y VII, sus cuadros regresan a la estética brut, donde la bella paranoia se convierte en una vibración, una tensión imparable que atraviesa -en vez de murales níveos- superficies oscuras, como pizarras de escuela donde se intenta enseñar un vocabulario básico lleno de borrones y tonos corridos, donde las plataformas del alma se superponen y ganan velocidad y bailan a lo grande como si fuesen Fred Astaire, marcando la intensidad de un latido que se amplifica con la vida; un lenguaje convirtiéndose en literatura.
Una década después, Twombly abandonará el lenguaje para internarse en la selva del misterio y navegará por un mundo de orillas y ríos subterráneos que viven más allá de las palabras. Se puede decir que los 80' marcan su viaje a la metafísica del espacio, donde vivirá las aventuras que en los años 90' describirá -ya en lengua traducible- en humildes souvenirs que representan su testimonio de otro mundo, el mundo del éxtasis, donde no se puede residir para siempre, pues dicho lugar es antinatural para la psique humana. Allí, en esos parajes astrales, Twombly se quedó mudo y perdió -o decidió abandonar- el lenguaje. A su regreso a la realidad, su único refugio fue una flor que hoy aún sigue siendo su casa.












RICHARD DIEBENKORN

(1922 - 1996)




En el año mirabilis en el que Joyce y Eliot sentaron las bases de la vanguardia anglosajona en el mundo literario, muy lejos de París o Londres, nació un niño en Portland, Oregón, llamado Richard. Durante sus primeros dos años, sólo tuvo dos sueños: en el primero aparecía una mujer fumando (quizá su futuro amor, quizá su madre) en el otro,  la imagen de un espacio, un espacio particular y privado donde la armonía aparecía de forma latente, como si fuese un corazón en dos dimensiones, un corazón que se estirara, lleno de sangre de colores. Poco tiempo después, su familia se traslada a San Francisco; así que toda la exuberancia natural de sus primeras respiraciones, es sustituida por la enormidad de la metrópoli californiana, esa ciudad tan hitchconiana, tan vertiginosa, tan laberíntica. De joven siguió manteniendo las dos visiones que tuvo siendo un bebé; estudió las teorías y la historia del Arte y buscó una manera de llegar a ese lugar revelado en su nacimiento. Aunque se le quiso educar en el esquematismo de Charles Sheeler o la psicodelia orgánica de Arthur Dove, lo que más le impresionó fue el modernismo pictórico de Cézanne, Picasso o Matisse. Definitivamente, él sabía que debía entrar por ese agujero para encontrar el tesoro. Pasó la guerra en la marina, mirando las olas desde los portaviones. Dibujaba en las servilletas todo tipo de líneas, geometrías cruzadas, pequeñas manchas de tinta; mapas del interior. Después de la guerra se matriculó en la escuela de Bellas Artes de California, donde empezó a realizar pequeños lienzos, aún tímidos, pero muy prometedores para un joven estudiante de pintura como él.
Una noche, su neocórtex se abrió como un capullo a la luz de la luna y dos enormes superficies se desplegaron ante sus ojos; plataformas de cristal dispuestas a dejar que sus ojos despegasen. Uno fue al polo norte y el otro al sur. Uno vio los grandes bosques, las grandes montañas; el otro descubrió los desiertos de arena y nieve. Cuando se volvieron a encontrar en el interior de su cabeza, la materia habló con Richard y le dijo que estaba a punto de explotar. Los sesos de Richard Diebenkorn salieron disparados hacia Nuevo México y Nueva York y fueron cayendo gradualmente durante quince años, sobre centenares de enormes lienzos. La pintura había llegado a su vida en forma de bola de fuego donde gestos amarillos y naranjas chocaban contra masas verdes y rojas, ordenando sensaciones y ejércitos sin fin que desfilaban alegres por los bellos campos de la mente. La luz de sus cuadros hasta los años 60', recuerda siempre a la playa o a la pradera, a lugares solitarios y agradables, llenos de movimientos y tensión paradójica. Pensemos un momento en el Ulises de James Joyce y descubriremos que ese movimiento tranquilo pero incesante de sus palabras parece mover los hilos de Richard, enamorado del flujo de neutrinos cezanianos, de las pinceladas rápidas de Gorki y los fantásticos cuadros de Willem de Kooning. Pero no se dejó llevar por la deriva que siguió la obra del holandés a partir de los 50', decidió perderse por el maravilloso mundo matissiano. Así, en los 60', a través de Bonnard y Matisse Richard busca a esa mujer de su primera infancia y la materializa sentada en lugares silenciosos y opacos, mirando el suelo o la nada. Esa mujer le susurraba al oído cuando él se metía en la cama. Ella le contaba historias que leía en un periódico con un café en a mano. A veces llevaba sombrero y otras, una falda a rayas. Una noche, la mujer le contó que una vez, en medio de la nieve, encontró un huevo, un huevo caliente que sabía mejor que todos los huevos, de hecho, lo que había en el interior de la cáscara no era clara ni yema, sino un tesoro que Diebenkorn debía probar. La mujer muda de sus sueños vomitó una parte de aquel tesoro sobre Richard y al levantarse, la carrera del pintor cambió hacia su último gran giro.
Richard comenzó a pintar superficies planas sin posibilidad de choque donde los colores iban a la velocidad de la luz. Los planos se superponían como cartas, como si fueran cuadros de Newman pero millones de veces más complejos. Pequeñas curvas creaban el erotismo, franjas sibilinas partían mundos enteros. La geometría se apoderó de su emoción y esos caminos que a veces parecían aeropuertos y otras piscinas olímpicas se perpetuaron en el tiempo, dejando esas puertas metafísicas para que fueran abiertas por otros niños que soñasen el futuro, que no es otro que un cuchillo partiendo un tomate, una vuelta de tuerca más, un nuevo campo lleno de semillas que el viento llevará a otro lado, hasta que otro se atreva y se enamore de ella.





GIORGIO MORANDI

(1890 - 1964)





Empezó copiando a Corot, a Rousseau, a Derain y a Cézanne, construyendo inocentes pasajes a la luz del día, rutas que nunca llevaban a ningún sitio. Desde muy joven Morandi buscaba vehiculizar sus impulsos hacia una bella inutilidad pero, como siempre, lo difícil es la manera de conseguirlo. En su mente apenas se figuraba aún el horizonte, sus sombras y arbustos hablaban más de un ansia abstracta que de una tentativa paisajista; no sabía qué tipo de pintor sería pero su instinto prefería más una selva que un bosque. De Cézanne que era, para él y para todos los de su generación, la pura modernidad, aprendió mucho y rápido, al igual que aprendió de las botellas de Floris Vester, de las geometrías de Isacc Israels, de los enormes pilares de Saenredam e incofesablemente de los bodegones de Pieter Claesz. De los primeros cubistas aprendió sobre todo de Braque y su alucinado mundo ocre y fragmentado, donde el pintor francés escondió un secreto que, en parte, fue absorbido por el mayor copión de todos los tiempos: monsieur Picasso. Es famosa la anécdota que narra cómo Georges Braque, que muy pronto se dio cuenta de la insaciable avidez del ojo del pícaro español, cerró a cal y canto su estudio y le prohibió la entrada de por vida. Picasso siempre fue un pintor más aventurero y descarado que Braque o que el caso que nos ocupa, Morandi. Giorgio Morandi es uno de esos pintores ascéticos que no salen de su casa ni para comprar el pan, uno de esos esquimales metapsíquicos que construyen su propio iglú con las vigas de la mente, soplando y soplando el fuego de la nieve; a Morandi le encantaba el cuadro de Claude Monet, El almiar (1891) porque era como el iglú de sus sueños. El pintor italiano se obsesiona con el estatismo, las naturalezas muertas y descubre el enorme potencial que el género del bodegón tiene aún  a principios del siglo XX. Estudiará a Zurbarán y a Velázquez, a Carrá, a Boccioni y a Modigliani, pero también a Kandinski y Málevich, a Tatlin y a Vantongerloo. Se hará ferviente admirador de las esculturas de Brancusi y por supuesto, de las obras de su tocayo y amigo Giorgio de Chirico de quien, probablemente, aprendió la magia de la puesta en escena. 
De Chirico es un escenógrafo surrealista, un escultor de ideas seráficas, de inauditos mundos platónicos: el gran explorador de los laberintos de lo inerte. Si Morandi aprendió algo verdaderamente significativo de su amigo, fue esa particular visión alegórica de la materia -y sus distintos niveles o esferas- y al mismo tiempo, adquirió un olfato especial para encontrar el alma de los objetos (anima mundi), ese universo sordomudo de las formas que viven en soledad, dentro de un paraíso de marginación. El oficio de recoger dichas existencias miserables y darles un nuevo orden en el cosmos, se hace parte esencial del aprendizaje de Morandi como pintor, lo cuál dará muy pronto un acento metafísico a sus obras. Las realizaciones matéricas de lo maravilloso y lo absurdo  invadieron esa mente morandina influida a su vez por los impulsos futuristas y su interpretación mecánica de la existencia. Pero Morandi aprendió que lo importante no era la velocidad, sino que cada objeto es una imagen y que cada imagen contiene un alma que ha de ser revelada, por eso, hacia 1918, comienza a imitar voluntariamente a De Chirico para acceder a esa sabiduría de las presencias, creando bodegones que empiezan a tener un aura entre ciudad imaginaria y laberinto burlón, consiguiendo una sensación de antilugar donde poder perderse caminando entre esferas y siluetas, tocando cajas de madera, listones de pino, pequeñas botellas, largas pipas, fruteros vacíos y bustos de maniquíes de una perversidad incipiente. Mira los cuadros de Guardi y Canaletto y se ve reflejado de alguna manera. Admira La recogida del maná (1523) de Bernardo Luini y se deshace en copos de felicidad. Observa Paisaje al anochecer de Jakob Smits y alucina. Poco a poco, Morandi accede a la cuarta dimensión, tal y como la imaginaba Duchamp, apropiándose la realidad de una forma caprichosa y placentera, campando a sus anchas por los laberintos del arte que le conducirán al suyo propio. Los objetos que van flotando en el incipiente mar morandino, pierden su significado original y navegan con la mente en blanco, sin acarrear lastres; sin quererlo, comienzan a ser elementos puros, destinados a la inmortalidad, ligeros de equipaje.
Este liviano cementerio sin tumbas comienza a cambiar cualitativamente hacia 1925, cuando sus figuras pierden las duras siluetas negras impuestas por la pintura de los metafísicos, para empezar a ser etéreas y lejanas, intangibles y trémulas como la carne, lo cual crea una unión absoluta y profunda de formas y espacios que plasmará con exactitud la sensibilidad del artista. 
La pintura de Morandi comienza a distinguirse de sus referentes y toma un camino muy personal, que le permite tener el valor de salir al mundo real y pintar edificios y laderas, como lo hacían sus impresionistas favoritos como Prendergast, Vuillard o A. P. Ryder. Así retrata construcciones rurales de colores rosáceos y levemente amarillentos a lo Sisley, como si fueran esas casitas de campo que describe el escritor francés Guy de Maupassant en sus curiosos cuentos de horror: dulces máscaras de realidad que ocultan terribles oscuridades (¿qué habrá dentro de los cuerpos morandinos?). A pesar de ello, muy pronto será consciente de que la realidad y el arte son dos mundos muy distintos, igual de inasumibles, igual de crueles, igual de infinitos. Parecidos pero nunca iguales. Ni por asomo. Se puede vivir viajando de uno a otro, estableciendo trasvases, pero un artista también se puede establecer en uno de los dos de forma indeterminada y afincarse hasta la obsesión, hasta la muerte. Morandi eligió esto último y continuó coleccionando objetos para retratarlos como si fuesen colosos de Rodas, como si se tratase de faros de Alejandría que en un futuro alguien debería descifrar para asumir la belleza que nunca muere. Sus naturalezas muertas estaban a punto de hacerse inmortales. 
En los años 40', se puede decir que Morandi ya es Morandi. Su pintura fluye sola y su luz se patenta como un milagro; sus cuadros parecen iluminados por los ojos huecos de una virgen. Sus gloriosos objetos parecen destinados a las exclusivas miradas de los personajes de Joseph Kutter o Kirchner; gente con rayos X en las pupilas admirando algo sagrado. A pesar de ello, existe una falsa opinión generalizada que considera que los cuadros de Morandi son sobrios, tenues y apagados, incluso fríos, cuando la realidad habla de lo contrario: la calidad lumínica que aporta Morandi a la historia del arte es una iluminación de science-fiction que supera con mucho la idea de De Chirico o Carrá y que se hace flexible como el bambú, abandonando el mundo de lo rígido, acercándose cada vez más a los frescos de Massaccio o a las esculturas de Degas. De hecho, analizada con atención, la obra de Morandi parece recorrer, de forma natural, todas las estéticas de la historia artística desde Maso di Banco a Francesco Laurana, de Piranessi a Caravaggio, de Giotto a Piero de la Francesca, de Velázquez a Carel Fabritius, de Gaugin a Ensor (Mascarada con un esqueletoque ya supera las  vanguardias y da paso al expresionismo abstracto y a la nueva escultura de los años 60'. De hecho, en los 70', el arte povera de Lucio Fontana, bebe directamente del espacialismo de Morandi, donde la escultura y la pintura se unen en una síntesis abstracta hacia un nuevo sentido. La reacción ante el mundo tecnológico, la idea de la transformación esteticista de la materia, la tendencia hacia el objet trouvé y la insignificancia de componentes utilizados para la realización de la obra, son elementos más que sublimados por Morandi varias décadas antes. A este respecto se puede hablar  de Lucio Fontana, pero también de Kounellis, Serra o Beauys.
En los años 50' su pintura, que funcionaba como abstracción pura a partir de siluetas de presencias -de fantasmagorías, de máscaras-, deriva hacia una tendencia más escultórica, donde la figura adquiere un deseo, un inconsciente personal que tiende a relacionarse de otra manera con la mirada del otro. Los elementos se empiezan a reunir estratégicamente creando una tensión casi mística, formando agrupaciones procesionales, conjuntos libidinosos de erotismo fantástico y un diálogo tan eficaz como la misma muerte. Tal vez esto es lo que hace de los bodegones de Morandi una excepción. Morandi esculpe la idea de la muerte y la resucita en forma de monumentos, de hitos admirables que se hacen enormes ante el asombro de la emoción. 
Dentro del iglú de Morandi nacen todos los sueños y, todas las estrellas se dibujan en su techo de hielo creando lúcidas constelaciones que nos hablan de otro mundo, de un más allá a través de la quietud, del hieratismo. Con Morandi volvemos a las presencias de los kuroi griegos, absorbiendo sus tonos, sus miradas eternas y vacías al mismo tiempo. En ocasiones, también consigue reflejar la extraña alegría de la antigüedad, esa celebración de la vida a partir de la muerte, ese cuerpo que atraviesa siglos a una velocidad imaginada que nos hace vibrar, incluso diría bailar, contemplando sus milagrosas geometrías, sus orgánicas formas invisibles, incorporándose así a lo que Rosalind Krauss denomina 'la nueva escultura'. Morandi quería ser invisible para vivir el placer, así que transformó los melocotones de Cézanne en embudos y vasos; convirtió los limones de Zurbarán en jarras y floreros; inventó la escultura pictórica. Su obra, como diría Lacan, es odd and simple, una mezcla extraordinaria e inusual donde todo es posible con el mínimo de recursos y el máximo de efectividad (¿no trata de eso el arte?). La austeridad de la imagen, la honestidad de los tonos y la brillantez de su música -cuando se observa uno de sus cuadros se advierte un ligero tintineo como de copas de bohemia tocadas por esa especie de prestidigitadores que saben hacer cantar al cristal- nos hacen trascender a un más allá.
En los años 60', acercándose al final de su vida, introduce en sus cuadros unas enormes jarras oscuras, sensuales en su forma pero de presencia siniestra. Suele colocarlas tras sus adorados objetos, tras los ídolos que él mismo ha creado y que ha adorado más que nada en este mundo como si fueran los dioses de Rapa-Nui. Estas jarras parecen pastorear a los demás elementos, como si un dios mayor se hubiese revelado para anunciarle el final. La aventura anuncia su fin, pero los siglos futuros estarán obligados a admirar el mundo morandino. Se dice que en la antigua Creta, las jarras y tinajas no servían para contener agua, sino para conservar el grano de las cosechas, semillas del futuro que saciarán el hambre del porvenir. Aunque se sospecha que todos los recipientes que plasmó Morandi estaban vacíos, hoy podemos imaginar que tal vez estábamos equivocados.