GIORGIO MORANDI
(1890 - 1964)
Empezó copiando a Corot, a Rousseau, a Derain y a Cézanne, construyendo inocentes pasajes a la luz del día, rutas que nunca llevaban a ningún sitio. Desde muy joven Morandi buscaba vehiculizar sus impulsos hacia una bella inutilidad pero, como siempre, lo difícil es la manera de conseguirlo. En su mente apenas se figuraba aún el horizonte, sus sombras y arbustos hablaban más de un ansia abstracta que de una tentativa paisajista; no sabía qué tipo de pintor sería pero su instinto prefería más una selva que un bosque. De Cézanne que era, para él y para todos los de su generación, la pura modernidad, aprendió mucho y rápido, al igual que aprendió de las botellas de Floris Vester, de las geometrías de Isacc Israels, de los enormes pilares de Saenredam e incofesablemente de los bodegones de Pieter Claesz. De los primeros cubistas aprendió sobre todo de Braque y su alucinado mundo ocre y fragmentado, donde el pintor francés escondió un secreto que, en parte, fue absorbido por el mayor copión de todos los tiempos: monsieur Picasso. Es famosa la anécdota que narra cómo Georges Braque, que muy pronto se dio cuenta de la insaciable avidez del ojo del pícaro español, cerró a cal y canto su estudio y le prohibió la entrada de por vida. Picasso siempre fue un pintor más aventurero y descarado que Braque o que el caso que nos ocupa, Morandi. Giorgio Morandi es uno de esos pintores ascéticos que no salen de su casa ni para comprar el pan, uno de esos esquimales metapsíquicos que construyen su propio iglú con las vigas de la mente, soplando y soplando el fuego de la nieve; a Morandi le encantaba el cuadro de Claude Monet, El almiar (1891) porque era como el iglú de sus sueños. El pintor italiano se obsesiona con el estatismo, las naturalezas muertas y descubre el enorme potencial que el género del bodegón tiene aún a principios del siglo XX. Estudiará a Zurbarán y a Velázquez, a Carrá, a Boccioni y a Modigliani, pero también a Kandinski y Málevich, a Tatlin y a Vantongerloo. Se hará ferviente admirador de las esculturas de Brancusi y por supuesto, de las obras de su tocayo y amigo Giorgio de Chirico de quien, probablemente, aprendió la magia de la puesta en escena.
De Chirico es un escenógrafo surrealista, un escultor de ideas seráficas, de inauditos mundos platónicos: el gran explorador de los laberintos de lo inerte. Si Morandi aprendió algo verdaderamente significativo de su amigo, fue esa particular visión alegórica de la materia -y sus distintos niveles o esferas- y al mismo tiempo, adquirió un olfato especial para encontrar el alma de los objetos (anima mundi), ese universo sordomudo de las formas que viven en soledad, dentro de un paraíso de marginación. El oficio de recoger dichas existencias miserables y darles un nuevo orden en el cosmos, se hace parte esencial del aprendizaje de Morandi como pintor, lo cuál dará muy pronto un acento metafísico a sus obras. Las realizaciones matéricas de lo maravilloso y lo absurdo invadieron esa mente morandina influida a su vez por los impulsos futuristas y su interpretación mecánica de la existencia. Pero Morandi aprendió que lo importante no era la velocidad, sino que cada objeto es una imagen y que cada imagen contiene un alma que ha de ser revelada, por eso, hacia 1918, comienza a imitar voluntariamente a De Chirico para acceder a esa sabiduría de las presencias, creando bodegones que empiezan a tener un aura entre ciudad imaginaria y laberinto burlón, consiguiendo una sensación de antilugar donde poder perderse caminando entre esferas y siluetas, tocando cajas de madera, listones de pino, pequeñas botellas, largas pipas, fruteros vacíos y bustos de maniquíes de una perversidad incipiente. Mira los cuadros de Guardi y Canaletto y se ve reflejado de alguna manera. Admira La recogida del maná (1523) de Bernardo Luini y se deshace en copos de felicidad. Observa Paisaje al anochecer de Jakob Smits y alucina. Poco a poco, Morandi accede a la cuarta dimensión, tal y como la imaginaba Duchamp, apropiándose la realidad de una forma caprichosa y placentera, campando a sus anchas por los laberintos del arte que le conducirán al suyo propio. Los objetos que van flotando en el incipiente mar morandino, pierden su significado original y navegan con la mente en blanco, sin acarrear lastres; sin quererlo, comienzan a ser elementos puros, destinados a la inmortalidad, ligeros de equipaje.
Este liviano cementerio sin tumbas comienza a cambiar cualitativamente hacia 1925, cuando sus figuras pierden las duras siluetas negras impuestas por la pintura de los metafísicos, para empezar a ser etéreas y lejanas, intangibles y trémulas como la carne, lo cual crea una unión absoluta y profunda de formas y espacios que plasmará con exactitud la sensibilidad del artista.
La pintura de Morandi comienza a distinguirse de sus referentes y toma un camino muy personal, que le permite tener el valor de salir al mundo real y pintar edificios y laderas, como lo hacían sus impresionistas favoritos como Prendergast, Vuillard o A. P. Ryder. Así retrata construcciones rurales de colores rosáceos y levemente amarillentos a lo Sisley, como si fueran esas casitas de campo que describe el escritor francés Guy de Maupassant en sus curiosos cuentos de horror: dulces máscaras de realidad que ocultan terribles oscuridades (¿qué habrá dentro de los cuerpos morandinos?). A pesar de ello, muy pronto será consciente de que la realidad y el arte son dos mundos muy distintos, igual de inasumibles, igual de crueles, igual de infinitos. Parecidos pero nunca iguales. Ni por asomo. Se puede vivir viajando de uno a otro, estableciendo trasvases, pero un artista también se puede establecer en uno de los dos de forma indeterminada y afincarse hasta la obsesión, hasta la muerte. Morandi eligió esto último y continuó coleccionando objetos para retratarlos como si fuesen colosos de Rodas, como si se tratase de faros de Alejandría que en un futuro alguien debería descifrar para asumir la belleza que nunca muere. Sus naturalezas muertas estaban a punto de hacerse inmortales.
En los años 40', se puede decir que Morandi ya es Morandi. Su pintura fluye sola y su luz se patenta como un milagro; sus cuadros parecen iluminados por los ojos huecos de una virgen. Sus gloriosos objetos parecen destinados a las exclusivas miradas de los personajes de Joseph Kutter o Kirchner; gente con rayos X en las pupilas admirando algo sagrado. A pesar de ello, existe una falsa opinión generalizada que considera que los cuadros de Morandi son sobrios, tenues y apagados, incluso fríos, cuando la realidad habla de lo contrario: la calidad lumínica que aporta Morandi a la historia del arte es una iluminación de science-fiction que supera con mucho la idea de De Chirico o Carrá y que se hace flexible como el bambú, abandonando el mundo de lo rígido, acercándose cada vez más a los frescos de Massaccio o a las esculturas de Degas. De hecho, analizada con atención, la obra de Morandi parece recorrer, de forma natural, todas las estéticas de la historia artística desde Maso di Banco a Francesco Laurana, de Piranessi a Caravaggio, de Giotto a Piero de la Francesca, de Velázquez a Carel Fabritius, de Gaugin a Ensor (Mascarada con un esqueleto) que ya supera las vanguardias y da paso al expresionismo abstracto y a la nueva escultura de los años 60'. De hecho, en los 70', el arte povera de Lucio Fontana, bebe directamente del espacialismo de Morandi, donde la escultura y la pintura se unen en una síntesis abstracta hacia un nuevo sentido. La reacción ante el mundo tecnológico, la idea de la transformación esteticista de la materia, la tendencia hacia el objet trouvé y la insignificancia de componentes utilizados para la realización de la obra, son elementos más que sublimados por Morandi varias décadas antes. A este respecto se puede hablar de Lucio Fontana, pero también de Kounellis, Serra o Beauys.
En los años 50' su pintura, que funcionaba como abstracción pura a partir de siluetas de presencias -de fantasmagorías, de máscaras-, deriva hacia una tendencia más escultórica, donde la figura adquiere un deseo, un inconsciente personal que tiende a relacionarse de otra manera con la mirada del otro. Los elementos se empiezan a reunir estratégicamente creando una tensión casi mística, formando agrupaciones procesionales, conjuntos libidinosos de erotismo fantástico y un diálogo tan eficaz como la misma muerte. Tal vez esto es lo que hace de los bodegones de Morandi una excepción. Morandi esculpe la idea de la muerte y la resucita en forma de monumentos, de hitos admirables que se hacen enormes ante el asombro de la emoción.
Dentro del iglú de Morandi nacen todos los sueños y, todas las estrellas se dibujan en su techo de hielo creando lúcidas constelaciones que nos hablan de otro mundo, de un más allá a través de la quietud, del hieratismo. Con Morandi volvemos a las presencias de los kuroi griegos, absorbiendo sus tonos, sus miradas eternas y vacías al mismo tiempo. En ocasiones, también consigue reflejar la extraña alegría de la antigüedad, esa celebración de la vida a partir de la muerte, ese cuerpo que atraviesa siglos a una velocidad imaginada que nos hace vibrar, incluso diría bailar, contemplando sus milagrosas geometrías, sus orgánicas formas invisibles, incorporándose así a lo que Rosalind Krauss denomina 'la nueva escultura'. Morandi quería ser invisible para vivir el placer, así que transformó los melocotones de Cézanne en embudos y vasos; convirtió los limones de Zurbarán en jarras y floreros; inventó la escultura pictórica. Su obra, como diría Lacan, es odd and simple, una mezcla extraordinaria e inusual donde todo es posible con el mínimo de recursos y el máximo de efectividad (¿no trata de eso el arte?). La austeridad de la imagen, la honestidad de los tonos y la brillantez de su música -cuando se observa uno de sus cuadros se advierte un ligero tintineo como de copas de bohemia tocadas por esa especie de prestidigitadores que saben hacer cantar al cristal- nos hacen trascender a un más allá.
En los años 60', acercándose al final de su vida, introduce en sus cuadros unas enormes jarras oscuras, sensuales en su forma pero de presencia siniestra. Suele colocarlas tras sus adorados objetos, tras los ídolos que él mismo ha creado y que ha adorado más que nada en este mundo como si fueran los dioses de Rapa-Nui. Estas jarras parecen pastorear a los demás elementos, como si un dios mayor se hubiese revelado para anunciarle el final. La aventura anuncia su fin, pero los siglos futuros estarán obligados a admirar el mundo morandino. Se dice que en la antigua Creta, las jarras y tinajas no servían para contener agua, sino para conservar el grano de las cosechas, semillas del futuro que saciarán el hambre del porvenir. Aunque se sospecha que todos los recipientes que plasmó Morandi estaban vacíos, hoy podemos imaginar que tal vez estábamos equivocados.