La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE


 

 

¿Qué tienen en común 

con los tiburones en escabeche, 

las tiendas de campaña bordadas 

y los maniquíes desmembrados? 

 


La cita convertida en título de este texto, tomada de las ideas del especialista David Cohen, sirve para contextualizar la farsa del espectáculo de la banalidad. Qué es el arte o en qué se convirtió el arte en los años 90' es un ejemplo de lo que será la política del siglo XXI, o sea, no una mentira sino un sistema de chantaje; un lugar en el que nadie entiende, pero del que todos participan. No es lo mismo mentir sin que el otro sepa la verdad, que mentir a sabiendas que el otro sabe que se le miente. El bucle de la falsedad establecido en el triángulo galería-artista-público es de corte satánico, jeroglífico, pérfido. Tal vez tuvieron que denominar a todo esto postmodernidad para disfrazar de decadencia aceptada, un terrorismo sensorial, una mierda empapelada. Personajes como Damien Hirst, Sarah Lucas, los hermanos Chapman o Gavin Turk son la demostración de la terrible obviedad del Todo Vale. Por tanto, podríamos denominar su movimiento como el Valetudismo o de forma más popular, el Sensacionalismo; de hecho, es común a partir de los 90', que los más populares programas de televisión de cotilleos se atribuyan un estatus artístico de actuación, en un intento de justificar lo ordinario y miserable. El arte de los años 90' se asemeja a la cultura gastronómica moderna, llena de falsas apariencias y mutaciones insustanciales llenas de chabacanerías y tautologías infantiles. Engañar al cerebro como negocio es todo el objetivo de estas tendencias de época que han vomitado en el siglo XXI una ola de cinismo y vulgaridad que aún hoy es una plaga incorregible, un virus incurable. Una cosa es el mal gusto como posibilidad (el malo o el bueno, es gusto a fin de cuentas) y otra la perversidad insidiosa, la frialdad inhumana y la crueldad intolerable. No se trata de moral sino de sentimientos. Personajes como Marc Quinn, Jenny Saville, Cindy Sherman o Jeff Koons, han establecido la dictadura de lo banal a través de la sensación del poder, a través de lo conservador, lo establecido, lo cotidiano-trivial. No hay algo más casposo que una pieza de Damien Hirst, más tertraplégico que una obra de Paul McCarthy o una creación de Marcus Harvey. Se metieron ellos solitos en la boca del lobo: los deslabazados años 90' parecían un desierto seguro hecho de polvo de oro, cuando en realidad fue el silencio final de una broma asquerosa iniciada por Steven Spielberg y un tiburón de plástico. Que nadie dude que el gran problema del arte actual proviene del cine, del cine industrial que llena los ojos y las mentes del mundo de sensaciones paródicas de la realidad, desgastando la existencia hasta reducirla a una chorrada de Gary Hume, a una infantilada a lo Marvel. El mito de Peter Pan se ha convertido en una táctica para conservar a la población cerca del chupete del deseo, del tobogán de las esperanzas, del ídolo de la juventud eterna y la desconexión cerebral. Por favor, sólo sensaciones. Sensación de vivir. Se debe pensar en estos artistas como en metáforas sintéticas de fracasos civilizatorios premiados por el sistema por abalar la estupidez, gasolina principal del capitalsmo salvaje. Sin idiotas, un sistema mercantilista sería imposible; se necesitan mentirosos con poder y rebaños de mentidos a sabiendas. El círculo comienza cuando yo sé la verdad de tu falsedad y juego a que no me afecta, a que no reacciono. La indiferencia como síndrome. La pasividad es una de las enfermedades más extendidas de los últimos cincuenta años, un nuevo pecado capital. El arte o lo que queda de él es sólo una anécdota de plástico elegida por Simon Patterson o Ron Mueck, mentes materialistas y luteranas ejerciendo su ideología pseudoexistencialista de isleños. Ejércitos de insatisfechos nihilistas se agolparon en la galerías y chuparon verga para exponer bajo moqueta de cachemir, un arte impotente, paralítico, ineficaz y profundamente lamentable, vaciado de espíritu, energía o humor. Los valetudistas o sensacionalistas creyeron hacerse los graciosos -y si no, observen las pobres figuras de Mauricio Catelan- cuando en realidad sólo hacían el ridículo; hoy se esconden en silencio en los apartamentos de millonarios que se pudren, rodeados de desaliento y páginas de excel. La cuestión es que el público cayó en la trampa y los galeristas se frotaron las manos. Sin sentimientos, el mercado del arte era como un matadero donde la vida se convierte en comida con la mayor naturalidad. El mercado del arte se ha alimentado de paludistas como Tracey Emin o Cindy Sherman, alabando a Warhol, a Lichenstein o a pintores tan flojos como a Bacon. La barbacoa se ha ido quemando a pesar de los dividendos y el carbón vegetal huele a chamusquina; los museos están ardiendo y se llenan de pancartas y guantes de Mickey Mouse, ¿qué sucederá en la calle cuando los comisarios estatales se mimeticen absolutamente con el exterior?, ¿qué será del interior de los museos, si no se podrán diferenciar de las apariencias y los paisajes, de los sucesos y tiempos acaecidos bajo el sol? ¿qué será del arte si acaba siendo un simple correlato económico-social, un mero reflejo metafórico de la vagueza progresiva de sociedades enfermas de narcisismo indefinido que se contemplan a sí mismas en formatos de gigantismo o enanismo? Acostumbrados a la distorsión, ¿cómo podremos apreciar lo verdadero, única salida de este laberinto de mentiras?