LA PINTURA CHINA MEDIEVAL
Una de las tradiciones más antiguas de todos los tiempos posibles es la oriental y en concreto, la china, una corriente hermética iniciada a partir de la armonización mental de monjes ebrios hasta la locura tirados por el suelo. El alcohol de los imperios milenarios no sólo conducía a la evasión sino a la santa alucinación, al despaego de lo real, a la serenidad del poeta fascinado al observar el paisaje nublado de una zona pesquera habitada por árboles torcidos o montañas imposibles. Cada cima es un castillo de tierra elevado de la manera más delicada, sugerido por una humedad milagrosa o un corzo escondido. Los animales, poseidos por los versos sublimes de la distancia entre las hojas, caminan en la oscuridad o en la hora de la primera mañana buscando un sorbo de agua, almendros en flor: líneas oscuras que descienden hasta un río. Las legendarias pinturas rupestres están muy cerca de estos sutiles trazos de los que nace sin querer una roca, una caña de bambú o un eremita solitario. La pintura china es la plástica sagrada de los hechizados, de aquellos que descubres a los pájaros colgados de las ramas, picando semillas, mojándose el cogote, sonriendo al lado de la flor o gritando en un cesto de mimbre sin acabar. Es una tradición copada de visiones incompletas y abstractas de lo concreto, de lo mágico, de la reflexión opaca de un mono al amanecer. Sus seres preferidos son manchas con hojas que florecen, poetas descalzos y serenos a los que les llueven poemas bajo el pecho liso y sobre los pequeños ojos, son guerreros rapados bailando con bestias, admirando dioses de múltiples brazos, de nidos de perlas, de conchas marinas montadas en pavos reales con sus mil ojos abiertos. No hay duda que ciertos dioses tocaron con su varita a los pintores chinos de alargadas orejas y los condenaron a vagar contando con sus dedos los días restantes, enloqueciendo, suspirando, viajando con su mente a otros universos plagados de líneas impares, de fondos rasos de seda y uñas largas que nunca se ensucian. Los ríos etílicos corren silenciosos entre flores y caballos, atravesando valles, cataratas y toscos puentes de madera que no llevan a ningún sitio. El laberinto está exento de muros y la pintura lo sabe: hay algo en lo diminuto, hay algo bello en lo infrecuente, en el trazo, en la grulla, en la diosa sobre el agua, en la pareja de monos abrazándose sobre una rama imitando a una araña. El poeta chino se queda turulato mirando los matojos de alteas rosas, los muros del invierno y del verano, las ramas de las palomas brotando cerca de los lotos, de los monos solitarios, de los caballos de la lluvia, de las uvas, de los cráneos, del vacío.
Picasso o el canibalismo
(1881 - 1973)
Animar la materia como si se tratase de un titiritero, convertir una espada en un plumero, un atril en un gigante: así fue la vida del más grande. Él se sienta sin camiseta en medio de la oscuridad y mira al suelo, consolado por la compañía de una botella o un toro y espera a que los ojos se le vuelvan hacia dentro y le nazcan en la cara los íntimos cristales que absorben el mundo. El universo comenzó siendo marrón verdoso, habitado por jinetes amarillos y damas maquilladas como mimos. Las palomas sabían dónde esconderse, donde dormitar cuando el niño se descalzaba y se iba convirtiendo en clochard, envuelto en uno de esos anchos abrigos donde ocultar bandadas de secretos: una bolsa en forma de uniforme, de soldado de la realidad. El joven espera en un rincón azulado, embebido en su propia fortuna, vislumbrando el arrogante futuro, la miniatura de la existencia. Mira de lado, de frente, de espaldas y sólo ve oscuridad, la ausencia de la juventud ante el impacto de la muerte. Se calza las botas, las medias, los bombachos pirata, el chaquetón rayado y el sombrero negro, aplastado por una montaña de artilugios, maletines y maderas a modo de barco, de caravela intempestiva, dispuesta a naufragar en cualquier molino de formas, en cualquier vicio de colores. En la más profunda austeridad, a la manera del santo Jerónimo, tantea los objetos sin verlos, analizando las superficies mediante dedos largos, nacidos de la luz, una luz que le sale del estómago, de las entrañas, del hambre. Se trata de una luz azulina, como de sueño, una brisa dulce de versátiles fotones conformando un platito vacío, una manzana, un jarrón; elementos orbitales de una visión ciega, de una obsesión más allá de las apariencias, dispuesta a aniquilar lo dado. El museo sale a la calle, él lo convoca en los descampados, en los márgenes y las grietas como si fuesen glosas del clasicismo, pequeños garabatos describiendo hechos paradójicos, chistes sagrados sobre las primeras y las últimas palabras. Sin duda, la temática de Picasso acontece tras una catarsis voluble, tras una corazonada instintiva llena de originalidad erótica, lejos de la vanguardia pura, cerca de la modernidad espiritual. La historia de los arlequines sólo es deducible de un delirio espasmódico, de una satisfacción tal por un ámbito desconocido que acaba produciendo un nuevo género melancólico y manual, arcaico y a la vez geométrico: parece que toda la desaparecida pintura griega resucitase entre organilleros, bufones, monos y niñas folclóricas, adoptando una visión frívola de lo cotidiano para representar lo sacro. Picasso abre la boca: las bellas korés y los magníficos kourós comienzan a invadir la noche, esperando a la llegada de alguien imposible, de aquel que vigila la noche. Se trata de personajes puramente artísticos imaginados por una mente entregada al arte, pero el arte es insaciable y siempre pide más: un hallazgo sólo es un logro diminuto en la cadena de la creación. Así, ante lo insaciable, Picasso se coloca la máscara del héroe tribal para continuar vivo por el túnel de lo femenino, por el laberinto de la arquitectura psicodélica y el purgatorio de los objetos esenciales que rodean a lo humano, a la conciencia de la semilla. Una pipa, un vaso, una botella, un dado, una novia que se te muere... todo se revuelve en la conciencia de la juventud aprisionada por el amor, los papeles, las paredes blancas, la música y los violines; la vida es collage. La musa se queda sola, se convierte en leyenda al ver diluirse al artista en trazos de un dibujo incompleto. Picasso frena el teatro del mundo y le obliga a respirar, a festejar la quietud, las alegrías pegásicas y a romper las escaleras del progreso, anulando la función de la inercia, imponiendo la filosofía dionisiaca de Cocteau y Apollinaire, liberando a sus voluntades a través del cielo azul y la danza de las guitarras, observando a las mujeres en el jardín, las corridas de toros, despertando al niño que enciende la bengala para desenterrar la mitología de los artistas dedálicos y escribir el poema de la nueva pintura donde las niñas tienen cuatro ojos y los caballos abren puertas con sus manos de marfil, un lugar hermoso lleno de huesos y calaveras, donde la tristeza se grita en cartulinas y donde se lucha contra los tiranicidas con cañones de tinta para borrar las mentiras y las lágrimas. Una noche, Picasso baja a pescar a la playa y encuentra a un gato negro mordisqueando las entrañas de un pájaro: de inmediato comprende la ley de la naturaleza, la justicia cósmica y se pone manos a la obra para moldear lo real y generar una utopía que le haga superar la animalidad de lo viviente. El artista es el todo y su fin es acabar siéndolo. El artista se convierte en barro, en sol, en búho y vigila su territorio con minuciosidad entre suplicantes, bustos parlantes y lechuzas antropomorfas. Se encierra en paisajes interiores llenos de lienzos y curvas matissianas, donde los espíritus de Velázquez, Delacroix, Van Gogh, Manet y Cézanne le poseen hasta tal punto que consigue huir de ellos, construyendo un ejército de soldados de madera que conservarán eternamente su alma en ambrosía, mientras él sigue intentando apoderarse del mundo, dibujando con luz en el aire los trazos de su conjura, devorando todo hasta ser el único artista posible.