La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE
 
 
 
¿Qué es el arte moderno?
 
 (1904 - 1990)
 
 
El arte moderno, a pesar de carecer de etimología concluyente, podría emparentarse con el hecho de un índice onomástico, o lo que es lo mismo, con la existencia -dentro de la cultura humana- de un asombroso termitero que comienza con un salvaje puntillismo y acaba en una imagen en negativo llena de palabras sin significado alguno. En el arte moderno se valora la ignorancia, el silencio, la muerte y sobre todo el miedo, el miedo invertido para disimularlo, asumiéndolo como una herramieta escrita en las paredes llenas de fotografías y escenas ideales, donde se pasa de la línea más sutil al efebo griego más carnal que uno se pueda imaginar. El instinto se desata y salpica a todas partes: sobre la alfombra, sobre los bailes, sobre los árboles rojos. El color se convierte en el protagonista, en el héroe de la mitología de la identidad, pues el arte moderno olvida todos los principios clásicos para sumergirse en la psicología y la seducción. Lo cool primigenio de los fauvistas y los expresionistas encuentra su análogo en las performans y en los cuadros de Schnabel, donde el realismo se rebela como una fosforecencia o en una geometría como en el caso de Buren. Los maravillosos mundos de Kirchner o Beckmann se diluyen en las excentricidades victorianas de Gilbert and George o en la austera silla de Kosuth. Las dimesiones se multiplican y los rayos de lava salen del pecho como fuegos artificiales: el arte moderno también tiene algo de celebración, de desnudo, de orgía, de fragmentación de la psique, de vuelo ultramundano con las piernas cruzadas, de columna tumbada e infinita. Carl André se acerca peligrosamente a Juan Gris cuando despieza la imaginación para volver a remontarla o a Robert Morris cuando elige piezas aumentadas de cuadros de Delaunay o Wadsworth, disminuyendo el ego del público siempre tan proclive a utilizar sus ojos de severo juez. El arte moderno cambia los ojos clásicos y rompe la vajilla para hundirse en una anarquía ordenada de neones o cuadros, de ilusiones, marionetas y collages que se van convirtiendo en vidrieras o en pasajeros de Hans Arp. Es un periodo en el que todo queda suspendido en un cuadro de Rothko o Still, bajo la sombra del botellero de Duchamp o la rana de Max Ernst. La fuente del arte moderno brota de arriba hacia abajo en forma de telaraña o líneas rectas donde el universo de Miró o Masson se mezcla con el de De Kooning o Ensor frente a una ventana abierta donde un cuadro representa el mismo paisaje que acaece; Magritte anuncia el porvenir. La copia vuelve loco al arte y el arte se extingue en un mercado de esclavos donde se venden cuadros de Malevich y figurillas de Vantongerloo a cambio de mamadas express. Sólo unos pocos: Picasso, Guston, Cézanne, Miró, Brancusi, Kirchner y unos cuantos fotógrafos como Man Ray, Helmut Newton o Vivian Mayer lograrán mantener la alegría creadora que llenará las páginas de Joyce, Eliot, Borges, Rulfo, Benet, Miller, Heminway o Celine. El miedo hace regresar a lo geométrico, a lo binario, al algoritmo: lo humano desaparece para dejar paso a los muebles, la arquitectura, el lenguaje: las palabras invaden el arte para denominarse a sí mismas dueñas y señoras de lo plástico. Así, el arte moderno se convierte en un insólito género literario, en un idioma versátil lleno de eslóganes, pezones, culos y paralelogramos que se van combinando sin ritmo fijo, sin dimensión propia, orbitando en una galaxia cada vez menos sensible, cada vez menos original. La historia de un exilio sin retorno, del naufragio del siglo XX.