La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE


 
John Baldessari

El último jeti 
 
 

Alguien se comió la manzana maldita, alguien se perdió en la fiesta. Los invitados leen poemas y ella se sienta encima de la cama. Tres peces negros nadan en un vaso mientras alguien hace la comida. El vaso comienza a tomar un color morado y rojo; los peces acaban siendo pepinillos. Parece algo irónico pero sólo es una lección acerca de la percepción. Una de miles, pues la estética de Baldessari es puramente pedagógica, aunque nadie se lo toma del todo en serio. La fotografía fue su pasión pero llegó demasiado tarde como para ser Cartier-Bresson. Así, imaginó composiciones de estructura religiosa y les añadió un comentario como si se tratase de un anuncio. Él desea que aprendas pero de otra manera, con su propia didáctica que es la de aprender a leer con una hormiga, apilando actores de Hollywood unos sobre otros y colgando una zanahoria del techo. Lo mejor de su obra son los títulos o sea, las ideas que luego se transforman en coceptos o hamacas. Él, hijo predilecto de Duchamp y Cage, de Jasper Johns y Warhol, se convirtió en el maestro zen de pintar palmeras y cantar canciones con los textos de Sol Lewitt; poco a poco se transformó en el jeti del arte. El hipopótamo saca los ojos por encima del agua para copiar mil veces la frase: “Nunca más haré arte aburrido”. 
 
A partir de 1970, John Baldessari lo quema todo y se convierte en un espectáculo continuo de chistes artísticos o antiartísticos, donde emerge una filosofía natural donde los seres caen del cielo en medio de una playa y las pirámides se ordenan sin sentido. Se trata de una especie de Nicanor Parra pero a la californiana. Las siluetas vacías de su mundo simbolizan almas perdidas, anonimatos estéticos involucrados en sorderas inmensas y pelícanos gritones. También pueden ser frustraciones, vacíos, impotencias; su obra es muy lacaniana. Su balbuceo es épico. Un cepillo puede convertirse en un bigote, un cerebro en una nube. No se trata de alegorías estrictas, sino de caminos no trillados, de mensajes descodificados que se enfrentan al reino de la información y la cultura racional. Si o hubiera nacido en EEUU, nadie habría sabido de él. Sería un jeti del Himalaya. Pero se puso a leer libros de arte y se volvió loco, se pasó de rosca; a los artistas nadie les debería enseñar a leer. Se conviertió en un hombre solitario de las nieves del que nadie sabe con certeza si es legendario o ilusorio, ¿existió? La obra de Baldessari es una utopía, un chascarrillo bastante plagiado en las nuevas generaciones, obsesionadas con la práctica del copy/paste. Sus obras están llenas de manchas, narices, puntos (bien imitados por el señor Damien Hirst), prisiones invisibles y líneas que unen imágenes con las que un día quizá soñó o que simplemente le gustan. Su estética conceptual, como todo lo conceptual bascula entre la inteligencia y el capricho. Su pop es infrapop, su conceptual es ultraconceptual. Su minimal es maximal, su post- es pre-. Todo movimiento es arte, un nuevo arte tragicómico canalizado a través de lo fotográfico como canal, invirtiendo los mensajes, materializando ideas mentales. 
 
 
 
Él es un jeti conduciendo una nave que sale del misticismo del artista, llegando o no al público. Su oficio es el de pintar sin pintar, el de la ilogicidad por la ilogicidad y la introspección sistemática sin atributos, simplemente para alcanzar las cosquillas de las neuronas y convertir por enésima vez la piedra en oro. John Baldessari fue un jeti, tal vez el último, en plantearse con cierto rigor la cuestión sempiterna, ¿qué es el arte? Al comparar esta cuestión con el monto de su obra, uno se hace la siguiente pregunta: ¿no será Baldessari el descubridor de una filosofía pop incomprendida, tal vez demasiado ineficaz ante la generalizada insensibilidad, que le llevó al desasosiego, a un eterno infantilismo psicodélico? Sea como fuere, fue el último de una raza extinguida que quizás ha quedado ya obsoleto ante una realidad hipercínica (reflejo paradójico de su propia obra) que se ha tomado la existencia como una broma pasajera sin puta gracia. 



Él se siente azul, se siente un círculo incompleto que acabaría con el mismo Buda si Buda hubiera existido. Él se siente azul y quiere que los demás se sientan de un color inexistente, metidos en la bañera o tumbados en la barca. Todo debe ser un cuadro incompleto, una intervención sobre lo ya existente. El reciclaje como ideología, la basura como mina, la fotografía como cañón ultrasónico de vibraciones artísticas. Él hubiera sido Magritte si la pintura no hubiera muerto, Magritte hubiera sido él si la fotografía hubiera nacido.










El Rauschenberg de la March
Observación sobre una exposición campy





Antes de América. Fuentes originarias en la cultura moderna podría haber sido una gran exposición y aunque en ciertos niveles lo es, deja una sensación de burda acumulación, un ansia adolescente por demostrar, por mostrar, ¿cuál es el fin de una exposición hoy? Se trata de una responsabilidad enorme donde el rigor, la intuición y el desarrollo de una visión original sobre cómo hacer ver, se exigen como esenciales. En Antes de América... se nota la vibra positiva de un entusiasmo y una ambición sana, quizá sobrepasadas por una inercia inocente. Es muy fácil notar cuando una muestra toca demasiados palos, donde todo se diluye en discursos heterogéneos, intentado abarcar mundos dispares, realidades múltiples. Quién sabe. La exposición es confusa porque la torpe distribución de las piezas las dota de un valor uniforme, igualándolas, eliminando las jerarquías estéticas. Es muy del siglo XXI intentar romper los cánones y sistemas de poder entre los objetos y seres artísticos, lo cuál, en cierto sentido es un experimento interesante para rescatar ideas, obras o artistas devaluados por el viejo arte moderno o por el lejano arte clásico. Eso es una cosa. Pero entrar en una sala y no poder distinguir una enorme estatua de piedra de Henri Moore entre un cambalache de estructuras cheesy y vainas kitsch descontextualizadas, es otra. Es muy del siglo XXI quererlo todo, intentar acceder a todas las posibilidades, acumular, acumular, acumular, ¿también es así lo precolombino? Dicho lo cuál, Antes de América... (al menos la primera planta de la sede madrileña) se convierte para el público en una especie de wunderkammer o cuarto de las maravillas, vamos, en el origen de los primeros museos inventado por los alemanes, pero un poco a lo loco. Porque, ¿qué era un museo en el siglo XIX?, ¿para qué servía? 
 
 

La sensación de atropello tosco, de mezcla arbitraria, de historiografía carca, de antropología rancia y de etnología feucha se da en cierta manera, creando espacios demasiado cerrados, demasiado aislados, solos, perdidos en una constelación de cientos de obras que no parecen poder hablar entre ellas, como si los hilos conductores no estuvieran bien distribuidos. La cultura revisionista es importante pero no es absoluta ni intocable. Las relecturas y reinterpretaciones en medio del mundo post, o sea, el mundo de hoy que dentro de un siglo alguien bautizará con un nombre que nosotros no conoceremos, o se miden al milímetro o acaban siendo un desastre de rastrillo. A pesar de todo, de la inestabilidad y desequilibrio expositivo, es sorprendente encontrar obras de Richard Long o Lichtenstein, Newman o Man Ray, eso sí, escondidas, casi ocultas entre un dispensario de pintura y escultura exhibida tal como lo hacen en ciertos centros culturales de barrio, sin dejar que las obras respiren y se ganen su propio espacio. Vamos, al pairo.
 

Entre otras cosas, gracias a esta dispar exposición también entendemos que el pintor contemporáneo Humberto Poblete (quien no figura en esta muestra) hace pintura de los 50', que Man Ray es seguramente el artista más misterioso y polivalente del siglo XX y de que la pintura collage de Rauschenberg -tal vez la más gratuita de toda la exposición en cuanto a su presencia- sigue siendo una auténtica maravilla. Tal vez, cribando y seleccionando más finamente, abriendo espacios y canales de aire, se podría apreciar el arte del tapiz ejercido por Regina Gomide o Alejandro Puente, así como las piezas de Michael Heizer. Pero hay demasiado. Se ha pecado de la abundancia. Se ha pecado del pecado. Hasta tal punto lo digo, que el folleto informativo de la exposición es tan exiguo y breve, tan poca cosa, que uno, antes de entrar o echándole un ojo de vuelta a casa, no sabe muy bien si corresponde a la realidad vivida. Una mórbida exposición ilustrada con un folleto ineficaz, casi esquemático.
Tal vez este es el contraste que ejemplifica el gran error de la muestra: desequilibrio, poco tiento.

A lo largo de la visita, se traslucen varios discursos, varias mentes expositivas. Además, los discursos no parecen del todo sólidos, coherentes. Se hacen demasiado generales, abstractos, flojos. El público no puede atender a tantos puntos de vista sin enloquecer o aturdirse. De otra manera lo ancestral, lo indígena, el juego de pelota, los mitos sanguinarios, los simulacros culturales, la arqueología, la enciclopedia, el primitivismo, la geometría, lo inuit, lo precolombino, la vanguardia y el paradigma amerindio se hubiera hecho más comprensible dentro de su inefabilidad y hubiera respondido a esos cinco mil años de tradición que unen a América y Europa de una manera más firme, más placentera, pero tendremos que esperar a otra oportunidad para tomar el remo decorado por un alma anónima y entender qué le conecta al hermoso mural de Robert Rauschenberg que milagrosamente se exhibe hoy en la fundación Juan March de Madrid, brillando por puro derecho.
 


 
 
 
A. R. PENCK
 El hombre de los dos mundos



 
Lo humano se introduce en una figura geométrica y espera a que gire la rueda, apoyado en el cristal o simplemente viendo cómo se funde el uranio. Este sueño lo tuvo Ralf Winkler, un joven estudiante de bellas artes estancado en la pintura de los años 30'. Winkler veía pájaros y barcas por los ríos de Berlín, mientras intentaba despistar a los espías que le perseguían por sus filías comunistas. Poco a poco, tocando la batería por las noches en clubs alemanes y clandestinos, se dio cuenta de que el  lienzo era en realidad un museo, un lugar donde podían habitar infinidad de formas, desde flechas a letras, jeroglíficos, tachones y seres de todos los tiempos. Se cambió el nombre por el de A. R. Penck y deformó las figuras, les puso cuernos, ojos, botellas y arcos. Soles, tigres, escorpiones, gigantes, enanos, monstruos de cuatro brazos, piernas longitudinales, senos morados, mares diminutos y epopeyas esquemáticas confluyen en un lirismo pictórico único y abrasador, digno de un visionario o un chalado. La cosa no está clara. Se trata de la filosofía del simio, del salvaje mirando a la hoguera, de lo espiritual llevado al trazo. Toda religión es un hecho natural, un fenómeno cultural para resolver ciertas dudas sobre el aquí y el allá. A. R. Penck se remonta al pensamiento exótico ancestral, el cuál genera la ilusión de un mundo paralelo al nuestro, reino al que nos trasladaremos tras la muerte. Por tanto, toda su obra no es más que una descripción del otro mundo, un paisaje parecido al nuestro pero con otro orden y otras proporciones. El cartesianismo ha generado una percepción rígida de la vida, una forma de narcisismo cerebral que condujo al capitalismo como única salida ante la hiperracionalidad. A. R. Penck intenta demostrar que la civilización se equivoca: somos un rostro mirando a la muerte, un caballo saltando en la tarde mientras seres rojos y azules nos tiran serpientes por encima. Somos un caos en la selva, un baile de monos haciendo filosofía con dos cerebros. 
 
 
Suena jazz y todo retumba: hay apariciones, peleas y dioses con tres dedos a los que les salen dedos. Ralf Winkler ya está muy lejos. El combate de la naturaleza se libra en la danza. En ese mundo profetizado, todos somos un signo como tambien lo son las palabras. Tal vez sólo se trata de la metáfora del lenguaje, lugar al que nos dirigimos. Toda la vida material sólo es una primera fase para convertirse en parte de un sistema alfabético con el cual el Universo repite su nombre. Los cuerpos se parten, la acumulación se reordena, lo humano se acerca a lo bestial. El mundo es una locura y la balanza está rota. Los pentágonos atrapan los rostros de la sabiduría y todo estalla hasta fragmentarse, hasta incendiarse de color. Poner el cazo, tirar la leche, ir cayendo en espiral. Alguien se ríe de la debilidad, alguien juega con las palabras. Te abres de piernas, te conviertes en un lobo, duermes y te mueres al mismo tiempo mientras llega el león oliendo tu alma, volando en la nada, siguiendo la inercia del mundo, pisando las brasas, despedazando al monstruo, manteniendo la infancia hasta el final, siendo A. R. Penck para siempre.



 



Cristina García Rodero

La pequeña buda de la imagen

 

 


Ella mira al espejo con dos ojos enormes, dos ojos que duplican la realidad, que se multiplican en lo especular. Las procesiones religiosas caminan por el campo ante la mirada de un hombre sentado y una mujer agarrada a su prisión. Cristina también tiene sus prisiones, sus cautiverios, su soledad como de roca, escondida siendo una niña detrás de la feria. La España que su mirada comenzó ha descubrir era un reino de buitres negros, una página desacostumbrada a la amabilidad donde alguien se confiesa ante el aburrimiento. España siempre fue un país aburrido, machacado por las moscas y los militares, invadido de tendederos de sábanas al sol y niños encapuchados. Todo lo valioso de este país de cucarachas es secreto. Por eso Cristina es un milagro de los ángeles de tela y las adoradoras de la nada, una artista que desenterró la costumbre rancia de las caras veladas y negras y les dio un toque de humor. Cristina es una creadora de formas hipersensibles, de palacios de aire donde es más importante proteger a una virgen de cartón que enamorarse o viajar. España es una celda de mil pasillos donde a las damas se les levanta la falda mientras portan ataúdes diminutos de sus hijos recién nacidos. Alguien se besa, alguien ríe; aparece un hombre disfrazado de arlequín. La realidad es un teatro de tontos donde la infancia juega entre los pórticos de las catedrales o cose en la calle, bajo ristras de sujetadores sin estrenar. La obra de Cristina sólo se abre a lo exótico, a lo surrealista, a lo oriental. Los personajes más serios, más feuchos e insignificantes, cobran un nuevo esplendor delante de su objetivo. De repente, toda banalidad parece bella.



Ella sigue delante del espejo, mirándose con sus dos ojos estratosféricos, posando para un autorretrato. Tal vez piensa en los fanáticos, en cierta religión, en dos querubines luchando. Un niño se convierte en un puente en el callejón, una infanta comienza a levitar delante del cementerio. El mundo vibra mientras una panda de chavales juega a colgarse en los crucifijos. Quizá no hay síntesis más acertada sobre la complejidad de la existencia. Sin exagerar, sin palabras, Cristina levanta las máscaras de la ignorancia, el cartón de las costumbres, la ironía de lo sagrado. Se podría decir que se trata de una artista religiosa a la manera de Velázquez o Kiarostami, a la manera de Guston o Gauguin. En medio de la nada encuentra el todo: dos niñas sentadas en un bolso, una cuadrilla de enanos toreros a modo de superhéroes, un minotauro envuelto en cencerros, bustos de cera encima de bustos de carne, nieve o plumas, primeras comuniones, negros endiablados y réplicas del mundo flotando en un neumático, ¿qué es la fotografía sino una sublimación gemela de lo real?

 

Ella, apoyada en una silla de leopardo, ve caer la lluvia en medio de África, descubre a un adolescente asombrado ante un pezón de mármol; te susurra algo al oído. La riqueza es infinita, multiemocional. Todo se disfraza para ser captado, todo posa ante las velas de los milagros. Y lo espiritual es abarcado por Cristina subida en autobús o de rodillas, con velo de novia o de flores. La sinceridad se regala, la ternura es eterna. Toda la Humanidad es un momento demasiado precioso como para ser verdad, un bus escolar donde no cabe ni una pulga, un descanso en la playa, un carnaval de ilusos. Las marionetas no hacen caso al coche fúnebre y los hombres saltan sobre los neonatos, pues la suerte se gana como la fotografía y los fantasmas se acercan y lloran bajo las capuchas si Cristina no les mira, si está metida en el agua en las tierras del sur con los indígenas o con las muchachas casaderas o al lado de viejos verdes persiguiendo a reinas brasileñas. El reflejo de la muerte no la detiene ni un segundo y sigue a una mujer negra hasta la catarata;hay una meditación en cada gota de agua, en cada ser. España ya no existe o no es suficiente; ahora el mundo es de Cristina cubierta de barro, contemplando las formas de su propio idealismo, saltando dentro del aro, destruyendo el miedo, rescatando todos los tiempos en una sola época, bailando en la tribu, durmiendo en el burro, desvelando la Naturaleza con los ojos vendados, mirando al hombre de cera, siendo la herejía de los ritos.

 

Parece que ya va siendo hora de quitarse los anillos y de hacer el pino, de pasear por la India, de meterse en el fango, de abrir la boca, de dar una voltereta, de darse la mano con el reflejo. El mundo nunca se acaba pero siempre es el mismo, ¿qué es lo que puede mostrarse? Una niña bajo una hoja, alucinados etíopes, un caballo, un perro, un fotógrafo drogadicto, pelos en los sobacos, cabalgadas sobre el agua, un desierto inmenso, un penitente, una voz, una aventura.

 


 

 
 
 
MARTIN KIPPENBERGER
(1953 - 1997)
 


Se trata de un hombre pegado a una broma, una mirada hacia ningún sitio, un agacharse de forma cómica para buscar la pintura, ¿dónde demonios se habrá metido? Alguien espera en medio de un bosque, una mujer, tumbada, sueña con expresar un secreto. La abstracción no es suficiente y hay que construir máquinas de todos los colores. Las tuberías son venas que nutren los huevos explosivos que hacen correr a los maratonianos. Un demonio mueve el abanico hasta que los pájaros cantan y dios se convierte en un batracio. El lenguaje a muerto tal y como se conocía y en medio del limbo, descendiendo en calzones, Kippenberger mira al lado hasta verse azul o caerse de morros. El arte de la caída. Prisionero de su propia locura, el artista genera un puzzle hecho de posturas, de gestos, sacando la lengua, apretando manchas, haciéndonos creer en la última oportunidad de la imaginación para sobrevivir. Todo se llena de muebles, alguien se ahoga, el tiempo se convierte en dinero y la pintura en coches camp. Todo muta. El artista, ante el eterno cambio de un mundo entregado a la velocidad, funda el arte de la inocencia brutalizada. Los pájaros se llenan de pintura y las paredes despiertan con autorretratos de todo tipo versionando al ser, al ser enfrentado al fenómeno del placer. Kippenberger no sabe a donde ir, dotado de ojos dispares: por uno ve lo inaudito, por otro, la maldita repetición. Juega con el kitsch para hacer más amargo el viaje en globo. Se trata de un Julio Verne lleno de paranoias simples, de ideas de arte, tumbado en la cama con cara de muy pocos amigos, bebiendo, rompiendo cuadros, parafraseando a Picasso en su faceta más cool. Es un artista que habita la cuarta dimensión, que mira de frente, que castiga, que hace arrastrarse a la seriedad hasta crear un chiste de lo más serio. Él sabe qué hacer con las piedras, él es el niño castigado al fondo. Todo se distorsiona hasta el delirio con la bata puesta y las palomas en su entorno, mirando de lado al interior del restaurante con las servilletas plegadas y el cigarrillo encendido, muy cerca de la botella, hecho polvo al filo del abismo, mandando dormir incluso a las velas, en medio de un collage donde todo vuele a inventarse, en medio de un reino irónico tendente a una irresponsable felicidad.