La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE




JAMES ENSOR

(1860-1949) 




"Compadezco a los pintores de la manera precisa, decidida, condenados al trabajo uniforme, según datos conocidos, porque a ellos les está vedada la evolución. Privados de las alegrías que dan los descubrimientos, encerrados en su cáscara o en sus estuches de prudencia, se convierten en aparatos mecánicos de la reproducción idéntica, imaginaciones y manos serviles, cerrados a todo esfuerzo, condenados a continuar la esterilidad de las bellas maneras fáciles, perseguidas incansablemente, sin ningún progreso ni regersión, nacidos muertos, enredados en la trampa". J. E.



Un año antes de nacer James Ensor, Charles Darwin publicó El origen de las especies. Poco sirvió a la razón y a la inteligencia decimonónicas tales argumentos para cambiar la realidad, aunque se empeñaron en hacerle caso. La verdadera historia es que Darwin no escribió la gran teoría de nuestro origen, sino una preciosa novela de ciencia ficción que simplemente trata sobre el miedo que le causaba el caos que ordenaba la Naturaleza. James Ensor tuvo la suerte de nacer en la tranquila ciudad de Ostende, en Bélgica, criado en el seno de una familia malavenida que poseía una tienda de disfraces donde se vendían todo tipo de muñecos y disfraces; su tío era el dueño y le encantaba vender caracoles y máscaras para los carnavales. A los trece años Ensor halló aquel libro inglés lleno de palabras inglesas que hablaban de monos y de polillas grises. Su padre era un inglés expatriado y como todo inglés viajaba con libros bajo el brazo, aunque no los leyese; el escepticismo anglosajón no tiene límites. Ensor leyó atentamente el libro y al llegar a la última página se lo comió con patatas, tan solo para ver si las mentiras vertidas en aquel libelo acababan de reventarle los sesos de una vez por todas; apretando tras unas ortigas, lo cagó en el campo a las dos semanas y media. Aprender no aprendió nada, pero la indigestión que le provocó -similar a la provocada por una amanita muscaria- le hizo ponerse a dibujar y pintar todo lo que encontraba en sus paseos por los alrededores. Aún estábamos en 1873 y el parte del mundo aún seguía siendo sencillo, por lo que  los árboles y las montañas aún arrimaban el hombro al sueño del artista que perseguía los secretos. 
Una vieja leyenda cuenta que una noche, trasnochando en la orilla de un río, conoció a dos sombras y que éstas le enseñaron las artes de la pintura. Llegó vomitando a casa, aturdido, delirante y alucinado. Le dijo a su padre que no quería volver a la escuela; su progenitor se quedó hipnotizado por la intensidad en la que le brillaban los ojos y percibió el aura de la felicidad en sus gestos: la honestidad es inequívoca. El joven Ensor se tiró más de un año escondido en la tienda de souvenirs de su tío, acurrucado entre las chinerías y los disfraces que lo copaban todo. Su imaginación crecía como un árbol y su razón se desvanecía hasta no tener hueco en su ser. Un día su padre le llevó a una exposición en Ostende y allí descubrió el famoso cuadro de Octave Maus: un hombre aparecía enamorado de una mujer con cuerpo de leopardo. Fascinante. Fascinado. Todas las panteras son leoprados y todos los leopardos son panteras; su etimología hace referencia a la fiereza más brutal de entre los animales. Así Ensor, empezó a dibujar con una agresividad audaz, lleno de paisaje y de sombra, cautivo de él mismo, siguiendo a su mano como un loco a su trance: solitario, caótico y desigual, empezó a dibujar el universo. 
Su padre le solía encontrar en la penumbra conversando solo, inventando discursos macarrónicos que hablaban del otro mundo, del retorno a las estrellas, de la psique macedónica, de la constelación de Andrómeda, de una palmera, de un león y de un hombre resucitado: Ensor estaba viajando a un lugar cercano a la pintura. Pronto se convirtió en un insecto lleno de patas que recorría las habitaciones para espiar el lado secreto de las cosas y poder así, ver el verdadero alma de lo humano. 
Pintó marinas sombrías, mujeres glotonas y bodegones alocados. A los 16 pintó una caseta encaramada a una carreta en medio de una playa desierta. Parecía ser su forma de decir que su verdadero  hogar sería a partir de entonces la aventura. Poco después asistió a clases de acuarela y a partir de los 17 años pasó tres en la Academia de Pintura de Bruselas. Allí, sus profesores quedaron asombrados por su sombrío dandismo, su heterodoxia innata y su implacable resistencia a las convenciones. Algo estaba naciendo de aquella materia pestilente que volvía a Ostende y él parecía ser el único que lo podía ver en toda su esplendorosa dimensión. Sus padres no podían darse cuenta debido a sus eternos problemas sentimentales y así asumió que sólo le quedaba Ostende y su pintura. Así, el joven pintor se puso a pintar, a hacer retratos a sus familiares, a los pescadores de la bahía... pintó un cuadro de un hombre remando y un tiempo después la torre de la ciudad vista desde un tejado con la calle vacía; en el rincón inferior izquierdo dejó un espacio para mostrar unos colores: azul, verde, rojo y amarillo. Dos años después realiza una obra naif titulada: "Adán y Eva expulsados del paraíso". Se trataba del año 1887 y a partir de aquí todo cambiará. Ensor ha hecho las paces con el mundo de la pintura y está dispuesto a crear. Comienza a realizar dibujos heréticos y eróticos como si se tratase de un dibujante underground norteamericano de los años 70'. Su mano es una metralleta, su mente una bomba atómica. Siente que el mundo le ha expulsado de su seno y un coro de Mozart suena en su cogote... siente una profunda repulsión por la religión cristiana y por el mundo del arte. Pinta su gran obra: La entrada de Cristo en Bruselas como una burla a lo que más odia. Lee cuentos de Poe a todas horas y queda seducido por el horror. Se transforma en un asceta oscuro.
A los treinta años hace su primera exposición en el extranjero.
Los vanguardistas quisieron acogerle. Los clasicistas se sintieron abrumados. De nuevo, algo terrible ocurrió en su mente y su exquisita sensibilidad se transformó en un volcán en erupción; descubrió que las apariencias eran ilusorias y que todo lo que le rodeaba era pura fantasmagoría. No existe nada de lo que nos rodea, todo es luz refractada. Después de tal crisis, tomó en sus manos la Biblia y se la tragó versículo a versículo, gracias a lo cuál pudo bajar a los infiernos siendo el mismísimo Cristo; su lógica fue aplastante: si no soy uno de vosotros, tengo que ser él. A las dos semanas cagó lo devorado y así su rostro empezó a desvanecerse y la piel le desapareció por completo; a estas alturas era un ente cubierto de éter aristotélico con pistolas de plutonio cargadas y listas para disparar, era un loco que pintaba cuadros en su casa, los cuáles provocaban innumerables abortos en los salones de té de Ostende. Con treinta años, Ensor se convirtió en su propio dios y sólo entonces su pintura se llenó de humor y de bailes fantásticos, de viajes astrales, asesinatos, peleas y juicios absurdos que hablaban sobre lo ridículos que somos, rodeados de un vida profana y banal. Dibujó lo salvaje y lo cruel, hizo danzar al tabú y a lo feo, conjuró a los monstruos contra el mundo. Su ejército estaba preparado para dominar al mundo, pero las salas de exposiciones no lo aceptaban. Su extraña y exótica mirada era terrible para los demás. En vez de la gloria de la risa sólo veían sufrimiento.
Una noche tuvo un sueño: la mujer leopardo de Octave Maus le persiguió durante un siglo a través de un desierto, hasta acabar agotado y devorado a placer. Entendió que la muerte realmente no duele y que al contrario, es dulce y milagrosa. Al despertar, al lado de su cama apareció una calavera portando un sombrero decorado con mil plumas de colores. La mente de Ensor se transformó en un tesoro esparcido en diferentes luces, en una vida solitaria y asumida, en una forma de resistencia ante la fatalidad, en un juego insomne donde el caos se ordena entre lo inerte y lo maravilloso, donde la metamorfosis es cosa común y donde la magia es más que un método de conocimiento; allí el dios eres tú mismo, tú mismo gobernando tu propio reino; sin saberlo, inventó al artista moderno, ese ser a la deriva que persigue alocado la esencia de lo sublime y recobró el espíritu manierista, destruyendo el miedo a las formas y a la propia pintura. 
Hasta los 45 años no tuvo una gran individual.
James Ensor se convirtió en el hombre más raro del mundo, viendo desde su balcón de Ostende, la playa y las dunas, los carnavales, observando a sus vecinos envejecer, siendo puros huesos de polvo aburguesado. Una mañana, fue a la playa con un amigo; alguien había muerto y un esqueleto descansaba al sol; con sus fémures libraron una batalla sobre la arena y su amante, la belleza, les fotografió: sin saberlo habían inventado la performance. En su habitación recreaba estas escenas a través de sus ojos de espejo y dibujaba telas y maniquíes y colocaba palos y perchas para construir sus modelos de seda y cuché, de máscara y calavera, creando escenas reales e inmóviles que deseaban bailar como los hombres reales; así, sin querer, también inventó la instalación. Mucho antes que Picasso y Duchamp, mucho mejor que Manet o Gauguin, más onírico que cualquier surrelista y más ingenioso que todos los impresionistas, con mejor técnica y entendimiento que cualquier paisajista, Ensor consiguió igualar la destreza y la ambición de Goya, Rembrandt, Cézanne, el Bosco o Brueghel el Viejo en una síntesis de los tiempos. Recuerden esto: aún hoy no hay nadie más moderno que Ensor. Gracias a su batalla clandestina, radicalmente individualista y ensimismada, lanzó una potente flecha hacia el futuro para que espíritus como De Kooning, Emil Nolde, Baselitz o Fredik Hall la cogieran al vuelo y la estrujaran de nuevo para hacer con ella lo que pudieran; hay un camino que parte de Sócrates y no de Platón, un camino secreto y paralelo que esconde el tesoro de la verdad y que se contagia con flechas ardientes que atraviesan un cosmos en forma de estómago.
Aquel hombre que nunca salió de la tienda de disfraces y que retrataba incansable a un mundo que él mismo creó, escribió su propia leyenda y venció así el pulso al tiempo. Cuando el tiempo cede es cuando triunfa lo sagrado. Cuando el tiempo se anula,  el espíritu lo inunda todo. Antisocial, egocéntrico, sarcástico, hiperlúcido, mágico y experimental, decididamente Ensor reinventó  la sensación del asombro para el porvenir a partir de su terquedad y quemó todos los libros aristotélicos y cartesianos y persiguió a Kant en sus sueños disfrazado de médico loco, atacándole con una enorme jeringa, deseando aplicársela por el orto. Ensor quiere abrirnos la cabeza como un quebrantahuesos y nos saca los ojos cada vez que le miramos. Nos quiere abrir el culo para sembrar flores. Ningún biógrafo ha podido desvelar su intimidad y contar la verdadera historia de esa vida que navegaba entre el realismo más atroz y un mundo fantástico lleno de alegría subversiva, existiendo de la manera más simple y hermosa que existe: el amor. James Ensor es un hueso que observa fascinado los pequeños objetos que le rodean. 
En 1943 cayó una bomba sobre su ático y todos le creyeron muerto; minutos después, apareció en el portal llevando aquel sombrero de millones de colores, asombrando a Ostende con su impecable marfil. Casualmente se celebraba el carnaval de la ciudad. Alguien le confundió con Cristo y le invitó a ser parte de la muchedumbre. Él profetizó: no os fiéis de los libros, vivid en las palabrasLa ciudad le rindió ese extraño homenaje sin saber muy bien quién era aquel esqueleto vestido de dios que tenía una cara tan diabólica como la de Charles Manson; golpeado y abrazado por la masa, abochornado e impotente, recordó el cuadro de Octave Maus: ahora él era ese hombre enamorado de la fiera quimera que todos temían. Allí mismo le coronaron como el príncipe de los pintores y también allí, ante todos, pronunció su más famoso poema:


I want to tell the world,
the beautiful story of ME,
the universal ME, the only ME,
the inflated ME,
the great verb TO BE.