La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE

 

 

 

¿EL ARTE O LA VIDA?

Lecciones de ecologismo 

 




Primero fue un Van Gogh y luego un Monet. Primero los girasoles y luego los montones de heno. Tomate y puré de patatas. Superglú para pegar las manos a la pared. Un chico y una chica (que no se diga). Londres y Potsdam, ¿cuál será la siguiente víctima? La cuestión de los atentados artísticos siempre ha sido la propaganda o la autopromoción, ya sea un acto ejecutado por interés profesional o por un simple ataque narcisista (¡estoy aquí, estoy aquí!). El año pasado, el vigilante de un museo ruso pintó varios pares de ojos con boli a los bustos desnudos de un cuadro de los años 30', valorado en un millón de euros; todo por simple aburrimiento. En 2012, una parroquiana maña restauró un Ecce Homo de 1930 a su gusto con pinturas del chino, convirtiéndolo en un monigote (quitándole dramatismo, eso sí es verdad) y hoy se exhibe en la iglesia del pueblo y cobra 3 euros para verlo. Convertir lo débil en fuerte, lo bello en rentable, lo inteligente en soez. Frivolidad existencial. Vivimos en una sociedad enferma, pero lo que es aún peor, vivimos en una sociedad analfabeta. Antes lo freak, lo vulgar, lo ridículo se entendía como tal; hoy es la ley, la vía del éxito. La vulgaridad vital ha llegado al extremo de instrumentalizar la inutilidad: el mundo del arte, hoy día, tiene una repercusión mínima en lo humano, por no decir ninguna. Los artistas son unos parias; hoy cualquier cosa es alabable si es rentable. La burguesía se sienta en su saloncito cada domingo a leer los semanales para fascinarse por el precio que cuesta un tríptico de Bacon o un retrato de Lucian Freud. Por no hablar de Hirst, Koons y compañía. Pero la cosa se queda ahí. Nadie se preocupa por la obra en sí misma, a nadie le quita el sueño hoy el misterio que esconde la pintura. Hoy nadie tiene vergüenza de no interesarse por obras ilustres o artistas intempestuosos, como si todo, de alguna manera, hubiera caducado y se hubiese igualado al olvido. Hoy, la religión suprema es la ciencia y la ciencia ha sustituido al arte y a la religión para ofrecer una nueva fe. Parte de esa creencia genera el ecologismo, un movimiento connatural a nuestra época, nacido en un mundo sobreexplotado y perverso donde el dios dinero, Plutón, es el único dios verdadero. Una especie de vengador tóxico autoindulgente. Existe un problema real en el sistema creado por el capitalismo tardío, un problema de contradicción en forma de bucle que se muerde la cola. Personajes mediáticos como Greta Thunberg sembraron la semilla de lo eco en las nuevas generaciones, así como Greenpeace lo había hecho desde los años 90' para sus respectivos. Una de las diferencias que llaman la atención de los activistas de hoy y los de antes, es el nivel de riesgo: ¿se puede comparar el jugarse la vida para detener un ballenero o impedir una prueba nuclear, a tirar una lata de tomate a un cuadro que, para colmo, está protegido por un cristal? El mensaje es diferente. La verdad que se quiere transmitir es distinta y además, ¿por qué el planteamiento-chantaje: la vida o el arte? Como se decía en España: "la pasta o la vida." Existe una confusión infantilizada, una resistencia sin consecuencia, un mundo sin sangre en las venas. Amebas. La realidad se ha simplificado en un parque infantil donde existen normas, incluso para los que se las saltan y movimientos sociales como el ecologismo paraecen, sin querer, encarnar viejos movimientos artísticos autodestructivos. Hoy el punk no existe, el rock&roll está envenenado, ¿qué queda? Música electrónica o reguetón. El mundo se polariza hasta extremos ionesquianos, pero en realidad, todo es filfa. Todo es una mala performance, una broma sin gracia que por primera vez en la Historia, puede ser muy rentable. El arte actual no tiene ninguna repercusión en la sociedad, por ello, los óleos impresionistas violentados por estas activistas no son exactamente lo que parecen: ellas vierten sus conservas sobre el valor monetario de esos objetos, pero hoy no se conoce la diferencia entre el coste y el valor de las cosas, entre el contenido y la forma, entre la vida y el arte, ¿qué es la Vida? ¿qué es el Arte? Parece que los nuevos ecologistas lo tienen muy claro y demasiado rápido pues, en cambio, la Filosofía y la Estética aún no han llegado solucionar ese par de cuestiones tras miles de años. Este tipo de atentados se justifican afirmando que el arte es un negocio superficial y que la vida es una estadística científica calculable y controlable. Lo uno ni lo otro. En este mundo de hipervelocidad e internet, lo tonto, lo ridículo y lo instantáneo es lo bueno, lo bonito y lo mejor. Una generación de neuróticos acelerados se acerca como una ola con la única idea del futuro entre sus cejas. El pasado se ha convertido en un tabú, en una obsolescencia creciente que en su ideología ni entra, ni debería entrar. Tienen miedo al pasado pues allí viven las soluciones del presente, pero enfrentarse a lo conplejo, a lo sublime y a la excelencia, no entra dentro de sus planes, por si a caso acaban pareciendo insignificantes o palurdos. El sistema actual les ha enseñado que deben adorar al futuro, pues allí nada se compara con nada y caben todos los deseos, utopías y chorradas que a uno se le pueda ocurrir para salvar el mundo, pues el porvenir nadie lo conoce ni nadie lo conocerá. Se trata de una falacia. El arte es atacado de forma gratuita porque hoy es inofensivo, un juego de niños. Hoy todo el mundo se cree un artista porque hace videos en tiktok; esa es la medida de nuestra era, terrible ¿verdad?. Da miedo pensar en que se apoderen del mundo los ostentadores del famoso cambio de paradigma. Pero parece que hay que luchar aunque sea con el arma de la estupidez. A ver qué tal nos va con estos nuevos ismos que tanto recuerdan a los años veinte del antiguo siglo y que ya nadie parece querer mirar, teniendo la sensación de que nunca existieron.












 
 
LA LECHE DE LOS SUEÑOS
A propósito de un artículo de Jorge Carrión 
 
 
Bruno Munari

 
 
El objeto como espejo del sujeto
J. B.
 
 
Como es habitual, el articulista Jorge Carrión deleita a sus lectores con inteligentes y pedagógicos textos en el Washinton Post digital, abordando temas diversos como el conocimiento del cosmos, reflexiones sobre publicaciones literarias, política, sucesos o mundo artístico, de hecho, en ocasiones llega hasta el éxtasis de la autopromoción. Y no es extraño descubrir esto en un hombre que parece haberlo leído todo y por ende, saberlo todo. Más que un antropólogo o sociólogo -términos más afines a su singularidad- se le debería encajar en aquello de la futurología o tertulianismo. Opina de todo y sienta cátedra utilizando términos y conceptos bien vistos por los bienpensantes, esa raza especial de la humanidad que no falla nunca al expresarse y ve el futuro tan claro que en sus palabras, lo ideológico y lo real acaban casando. Pero una cosa es la retórica y otra la vida. Cuando uno lee demasiado, tiende a pensar en la posibilidad de imposibilidades, vamos, en ficcionalizar lo acontecido. De esto va, en teoría, cualquier bienal de arte, en el caso que nos ocupa, la número 59 de Venecia, donde se han vuelto a repetir los mismos clichés que se llevan imitando desde hace más de medio siglo, pero como si de una maldición se tratase, no hay crítico o columnista ilustre que se precie a hablar en plata, parapetándose en la supuesta diversidad cultural como escudo o excusa para explayarse en menudencias socioculturales. Al lío: Carrión ensalza la proeza conceptual de Ignasi Aballí, regodeándose en el vacío generado por una intervención artística cuanto menos cuestionable, basada en una minucia arquitectónica de muy poco calado, vamos, en una ocurrencia burguesa, ¿podemos hablar de lo humano ante manifestaciones de este tipo? Sigue siendo asombroso descubrir cómo cierta crítica sigue apabullada por tendencias casposas como el conceptual o el minimal. Lo curioso es ver cómo personas tan documentadas como Jorge Carrión siguen la bola oficialista que mantiene vivo el caché de un grupo de artistas nada despreciable a las alturas del partido. La cosa es que nombra a Bea Espejo, crítica profesional dedicada al proselitismo artístico y el pensamiento débil, como un factor positivo en su función como curadora o como se definía a estos asuntos hace no tanto tiempo, comisaria. Una de las misiones de la contemporaneidad es luchar contra las palabras ofensivas o poco inclusivas o simplemente no-cool -en un afán cientificista en busca del rigor perdido- y en eso Carrión es un experto y no en arte o en ciencia o en qué sé yo, sino en recopilar el léxico de última generación y enseñar a aplicarlo de manera natural. Más profesores y menos pedagogos. En realidad Carrión es una especie de lingüísta que ha intentado hacer de los textos un negocio, una forma de vida. Y lo ha conseguido. Chapó. La cuestión es que existe una ausencia de verdadera reflexión en sus textos, embadurnados de terminología milenial y tecnicismos varios. Nadie cuestiona su formidable capacidad de síntesis y claridad, virtudes obligadas para un divulgador de su talla; nadie duda de su amor por la literatura, su defensa de la librerías y su posición personal ante fenómenos destructivos como lo puede ser Amazon. Lo curioso es que tanto seso y tanta palabrería no den para darse cuenta de las esencias, nunca cuestión baladí: desde hace 60 años se ha comprobado cómo el arte conceptual es meramente un texto, aplicado o no en brevedad supina, y por tanto literatura, aunque se le siga llamando arte conceptual. El Arte y la Literatura son vasos comunicantes, hermanos gemelos, pero no idénticos. Siguiendo sus textos sobre temas artísticos no acaba de entenderse la definición de arte que Carrión defiende y sólo se le lee acerca de política, institución o maqueta de mundo. Diseño de mundo: es como si Carrión jugara a predicar un nuevo diseño de la mente a partir de estereotipos y corrientes ganadoras de opinión. Y eso no es trigo limpio. La escritura de Carrión es distante, es como un tutorial de los caros, tan transparente que en ocasiones se hace obsceno. Cuando la comunicación lo copa todo, desaparece la representación y comienza lo abstracto, lo etéreo, el valor de mercado y s eimpone el medio por encima del mensaje. Así Carrión destaca lo científico y tecnológico por encima de todo como si de ello dependiera el futuro de las artes, cuando ellas, son independientes y hermosamente marginales. Intentar incluir el arte en una categoría y analizarlo como a una gamba, sólo causa risa para el lector medianamente serio. La obsesión por la información, la pasión por ordenarla y comprenderla para averiguar algún enigma oculto en la confusión aplicada del presente, no sólo hace errar a Carrión y a periodistas como Bea Espejo, sino a creadores que acaban firmando como artistas obras sin emoción y por tanto, inútiles para el espíritu. Porque, asumiendo riesgos y poniendo naipes del revés, ¿de qué trata el arte y de qué trata una bienal? Son cosas diferentes aunque deberían ser análogas. Citando a Marina Garcés, Carrión plantea el tema de la importancia del Yo, de la falsedad de la autoría y de la alienación inconsciente: ¿a través de quién pensamos y hablamos? El artista es un médium, un puente, un canal a través del que fluye una ciencia, un conocimiento, una ideología, una idea, una forma, un sonido... el Yo sólo es un invento freudiano para establecer puntos de referencia; quien lea a Freud de forma literal, como el que lee el Pentateuco de forma literal, se equivoca y lo peor, malinterpreta un texto. Una autoría. Sin autor no hay obra, sin autor no hay cultura, sólo mercado. Sin Picasso no hay siglo XX. Sin Picasso no hay texto, no hay concepto. De nuevo llegamos al mismo punto de partida: el concepto, el texto, el mundo. Quiénes somos en esa maqueta de la existencia es cuestión inaplazable, otra cosa es que haya alguien que mueva nuestra ficha sin darnos cuenta o que quiera hacerlo, engañándonos. Vuelta a los sofistas. Aquí entramos en el lodo de la propaganda: Carrión escribe en un medio que aborda temas de poder, conflictos internacionales, EEUU, bla, bla, bla y sus artículos encajan porque carecen, como todo lo demás, de emoción, a pesar de aparentar lo contrario: entusiasmo, ingenio y rebeldía. Amante de lo virtual, defensor de la soberbia colectiva, de la filosofía del metaverso, de lo grupal, lo horizontal, lo curatorial y del artista responsable, ¿no es todo esto una incorrección y un insulto absoluto a los artistas en general y al arte en concreto?, ¿quién habla por la voz d Carrión, de quién es altavoz? Al tener voz puedes construir una razón potable, pero nunca una verdad. Tenemos un siglo por delante para entender esa diferencia que lo cambia todo. Con razón hay Obama, hay Trump, hay Biden; con verdad no los habría. Las torres volverían a caer. La sabiduría es inamovible: el Arte no es variable como la ciencia o la filosofía, las cuales cambian cada decenio. 
En cuanto a asuntos menores, la defensa de Carrión del arte latinoamericano se puede decir que está muy desfasado y llueve sobre mojado, intentando ser pionero, llegando muy tarde a una fiesta que empezó hace cincuenta años, cuando según él, Picasso lideró un modelo humano que se extingue, ¿se extingue o se cancela?, ¿quién tiene la resposabilidad en una sociedad donde muy pocas voces ordenan el cotarro? La ilusión colaborativa y participativa generada por el fenómeno internauta es un bodrio, una falacia, el opio del pueblo de hoy. Las bienales, ya sean la de Sau paulo, la Documenta de Kassel o la de Sidney serán lo que decidan sus dueños y sus comisarios que sean, pero hasta que no se deje de idolatrar al comisariado y de politizar las obras, una bienal sólo será una bienal y nunca una expresión artística. Mientras que no se entienda que el artista es un marginal por naturaleza y que no debe comulgar con ninguna normativa o tendencia, categoría o definición, el arte del siglo XXI estará perdido y olvidará sus referentes en este mundo postpandémido donde todo parece olvidarse con extraño beneplácito de la inteligencia cultural, como si al final, todo se tratase de eso, de borrar todo, de reiniciar el ordenador para generar una nueva idea de mundo ilustrado antes de la llegada de la Revelación Última.
 
 






 


 

 

¿Qué tienen en común 

con los tiburones en escabeche, 

las tiendas de campaña bordadas 

y los maniquíes desmembrados? 

 


La cita convertida en título de este texto, tomada de las ideas del especialista David Cohen, sirve para contextualizar la farsa del espectáculo de la banalidad. Qué es el arte o en qué se convirtió el arte en los años 90' es un ejemplo de lo que será la política del siglo XXI, o sea, no una mentira sino un sistema de chantaje; un lugar en el que nadie entiende, pero del que todos participan. No es lo mismo mentir sin que el otro sepa la verdad, que mentir a sabiendas que el otro sabe que se le miente. El bucle de la falsedad establecido en el triángulo galería-artista-público es de corte satánico, jeroglífico, pérfido. Tal vez tuvieron que denominar a todo esto postmodernidad para disfrazar de decadencia aceptada, un terrorismo sensorial, una mierda empapelada. Personajes como Damien Hirst, Sarah Lucas, los hermanos Chapman o Gavin Turk son la demostración de la terrible obviedad del Todo Vale. Por tanto, podríamos denominar su movimiento como el Valetudismo o de forma más popular, el Sensacionalismo; de hecho, es común a partir de los 90', que los más populares programas de televisión de cotilleos se atribuyan un estatus artístico de actuación, en un intento de justificar lo ordinario y miserable. El arte de los años 90' se asemeja a la cultura gastronómica moderna, llena de falsas apariencias y mutaciones insustanciales llenas de chabacanerías y tautologías infantiles. Engañar al cerebro como negocio es todo el objetivo de estas tendencias de época que han vomitado en el siglo XXI una ola de cinismo y vulgaridad que aún hoy es una plaga incorregible, un virus incurable. Una cosa es el mal gusto como posibilidad (el malo o el bueno, es gusto a fin de cuentas) y otra la perversidad insidiosa, la frialdad inhumana y la crueldad intolerable. No se trata de moral sino de sentimientos. Personajes como Marc Quinn, Jenny Saville, Cindy Sherman o Jeff Koons, han establecido la dictadura de lo banal a través de la sensación del poder, a través de lo conservador, lo establecido, lo cotidiano-trivial. No hay algo más casposo que una pieza de Damien Hirst, más tertraplégico que una obra de Paul McCarthy o una creación de Marcus Harvey. Se metieron ellos solitos en la boca del lobo: los deslabazados años 90' parecían un desierto seguro hecho de polvo de oro, cuando en realidad fue el silencio final de una broma asquerosa iniciada por Steven Spielberg y un tiburón de plástico. Que nadie dude que el gran problema del arte actual proviene del cine, del cine industrial que llena los ojos y las mentes del mundo de sensaciones paródicas de la realidad, desgastando la existencia hasta reducirla a una chorrada de Gary Hume, a una infantilada a lo Marvel. El mito de Peter Pan se ha convertido en una táctica para conservar a la población cerca del chupete del deseo, del tobogán de las esperanzas, del ídolo de la juventud eterna y la desconexión cerebral. Por favor, sólo sensaciones. Sensación de vivir. Se debe pensar en estos artistas como en metáforas sintéticas de fracasos civilizatorios premiados por el sistema por abalar la estupidez, gasolina principal del capitalsmo salvaje. Sin idiotas, un sistema mercantilista sería imposible; se necesitan mentirosos con poder y rebaños de mentidos a sabiendas. El círculo comienza cuando yo sé la verdad de tu falsedad y juego a que no me afecta, a que no reacciono. La indiferencia como síndrome. La pasividad es una de las enfermedades más extendidas de los últimos cincuenta años, un nuevo pecado capital. El arte o lo que queda de él es sólo una anécdota de plástico elegida por Simon Patterson o Ron Mueck, mentes materialistas y luteranas ejerciendo su ideología pseudoexistencialista de isleños. Ejércitos de insatisfechos nihilistas se agolparon en la galerías y chuparon verga para exponer bajo moqueta de cachemir, un arte impotente, paralítico, ineficaz y profundamente lamentable, vaciado de espíritu, energía o humor. Los valetudistas o sensacionalistas creyeron hacerse los graciosos -y si no, observen las pobres figuras de Mauricio Catelan- cuando en realidad sólo hacían el ridículo; hoy se esconden en silencio en los apartamentos de millonarios que se pudren, rodeados de desaliento y páginas de excel. La cuestión es que el público cayó en la trampa y los galeristas se frotaron las manos. Sin sentimientos, el mercado del arte era como un matadero donde la vida se convierte en comida con la mayor naturalidad. El mercado del arte se ha alimentado de paludistas como Tracey Emin o Cindy Sherman, alabando a Warhol, a Lichenstein o a pintores tan flojos como a Bacon. La barbacoa se ha ido quemando a pesar de los dividendos y el carbón vegetal huele a chamusquina; los museos están ardiendo y se llenan de pancartas y guantes de Mickey Mouse, ¿qué sucederá en la calle cuando los comisarios estatales se mimeticen absolutamente con el exterior?, ¿qué será del interior de los museos, si no se podrán diferenciar de las apariencias y los paisajes, de los sucesos y tiempos acaecidos bajo el sol? ¿qué será del arte si acaba siendo un simple correlato económico-social, un mero reflejo metafórico de la vagueza progresiva de sociedades enfermas de narcisismo indefinido que se contemplan a sí mismas en formatos de gigantismo o enanismo? Acostumbrados a la distorsión, ¿cómo podremos apreciar lo verdadero, única salida de este laberinto de mentiras?










 
REINA SOFÍA
Las ruina de los nuevos tiempos 
 
 
 
Cada década intenta 
desacreditar a la siguiente...
 
 

 
 
Es adorable entrar en un museo nacional y encontrarse "Instrumentos de música sobre una mesa" de Picasso, "El hombre invisible" de Dalí o las fotografías de la obra "Los medios seres" de Gómez de la Serna. La estimulación continúa si uno llega a introducirse en la instalación Cinema Model del maravilloso Marcel Broodthaers, si se llegan a encontrar los geniales collages de Dufrene, Rottela o Villeglé y pueden contemplarse las enigmáticas trompetas de Pistoletto, ¿cuál es el sonido que nos llega de ellas? Paseando por un museo de arte contemporáneo, uno se pregunta qué es lo que definitivamente se ha llevado el gato al agua: ¿la pintura, el cine, la escultura o la fotografía? Lo mejor de estos enormes y laberínticos museos es que uno puede andar tranquilamente por innumerables salas sin miedo a repetirse, sin miedo a dar vueltas; toda ella es una experiencia de novedad. Pasado un rato, el sendero confuso del visitante se convierte en una línea recta, en una cuerda floja donde todo parece empezar a resbalar, entre fluorescentes, homenajes, papeles, posters y pelos de vaca. Una de las cosas que se echan de menos es el hilo musical: creo que si en cada sala-espacio pusiesen un poco de Brahms o Satie, la visita ganaría bastante. En cambio, el público se va sintiendo abrumado por el silencio monástico, violado en los ojos ante la abundancia de manifestaciones visuales y tan pocas vidas sonoras. Pasado un tiempo, la visita se hace tan hiperreal, tan supraobjetiva que se convierte en algo insufrible, opresivo... ya que gran parte del contenido es tan autorreferencial a la fenomenología exterior, que sucede en la mente un solapamiento de realidades y metáforas; un bloqueo. Todo museo, a pesar de su aparente infalibilidad, tiene sus fallos y faltan cartelas y hay videos que no funcionan y vigilantes que se duermen. Sweet Dreams. Desde hace poco, está prohibido hacer fotos a ciertas obras, lo cuál incrementa la tensión del museo, estableciendo zonas de clandestinidad y exclusividad curatorial. Vuelven los ladrones. Se han vuelto un poco exquisitos. Cadáveres exquisitos. Museos como el Reina Sofía han decidido lanzarse a la historiografía contemporánea y han decidido relatar el mundo de España desde la Guerra Civil, desde los planes urbanísticos, la gentrificación, la habitabilidad, la utopía y los diferentes realismos. Cementerios mentales. Parece una agencia inmobiliaria con ínfulas de psiquiátrico. Regresar al origen sin querer. La obra es utilizada como documento, como dato, como prueba demostrativa y científica, perdiendo así su condición de objeto artístico y pasar a ser acta notarial. En los museos de arte contemporáneo se ha confundido a la churra con la merina y la idea de lo utilitario ha vencido a la bendita inutilidad del arte. Ahora los artistas son abogados y los expositores, funcionarios clase A. ¿Quién da más? Quieren hacer rentable las subvenciones y ampliar la vida institucional de sus políticas, ¿dónde quedó la estética, el Arte, ese abismo que va de lo técnico a la emoción en forma de abismo sublime? ¿qué pasó del salto de Heidegger a Derridá, de Mallarmé a Joyce, de Adorno a Lyotard? Se han culturizado todos los debates y todo se ha quedado en una pancarta feminista. La vivencia estética es sustituida por una vivencia informativa, reivindicativa, por una tendencia sobre la acumulación de lo indecente, por la educación pedagógica de escaparate neo mayo del 68'. Se inaugura el museo como libro de lecciones plegado en sí mismo, perdiendo su función fundamental de templo de la imaginación y el delirio sano y pasional; se ha confundido la guardería con la montaña rusa, el sonajero con el lápiz. Así, se produce un efecto muy curioso, sólo experimentable a estas alturas de la partida: el video y la fotografía se establecen como las únicas disciplinas capaces de generar una tensión con el tiempo; las discicplinas temporales se enfrentan a las discicplinas clásicas y a las efímeras (performance e instalación). No se trata de una reivindicación, sino de una constatación: la frescura de muchas fotografías sigue rebosando viveza al contrario que demasiadas derivas cubistas, coloniales e incluso gran parte de la vanguardia más exquisita. Todo envejece. El handicap de la disciplina fotográfica reside en nuestra época en que cada espectador no ya solo consume si no que fabrica fotografía, lo que la hace un lenguaje común, cotidiano, aunque, ¿no sigue siendo la fotogafía artística un reducto de milagros frente a su uso común como souvenir o simple espejo endogámico? Más allá del museo, la fotografía sigue sin tener un valor estético claro; dentro, conserva el latir de un mundo que ya no existe, que ya no existirá. La memoria es la única salida ante el fracasado intento de regreso a la tribu y el ensalzamiento de todas las igualdades desiguales. Hoy todo intelecto ha roto su sentimiento; sólo queda regresar al aura y esperar que suenen las trompetas de nuevos vientos.








 
ALEX KATZ
(N. Y., 1927)
 
En el vacío de las apariencias
 


¿Qué son los cuadros de Alex Katz? Desde finales de los 50' comienza una transición pictórica de la idea de la superficie neutra y la incorporación de lo figurativo al vacío puro, construido conscientemente desde Malevich y desarrollado hasta sus últimas consecuencias por Kline, Newman, Rothko, Ad Reindhardt, Motherwell o Clifford Still entre otros. La llamada Pintura de Campo fue un estilo puramente norteamericano, muy promocionado -entre otros- por el ingenioso crítico y cabezota de Clement Greenberg, que se materializó con una intención innovadora, emancipadora. La cultura estadounidense necesitaba desligarse de la tradición europea y se atrevió a sumergirse en el callejón sin salida de la abstracción, a pesar de que pintores como Miró o los suprematistas rusos ya habían anunciado y superado ese camino hacía décadas. En ese momento de terrible posguerra europea, el continente americano goza de una comodidad y una salud excelentes: países como Uruguay y Argentina nadan en la abundancia y al mismo tiempo, EEUU comienza su política imperialista e impone su mantra eterno: el American Way of Life. En paralelo a los abstractos, aparece la línea pop con Warhol, Lichtenstein y Hamilton a la cabeza, una especie de abstracción popular, enmascarada mediante elementos infantiles, humorísticos o simplemente cotidianos. Esta línea es, de alguna manera, desde la que se puede entender el trabajo de Katz. El pintor niuyorkino nos muestra pinturas explícitas, cuasirrealistas, aisladas y frías, en general, de gran formato; contemplar sus piezas es como asistir a una estrategia perfecta urdida por una mentira prevista y publicitaria, una falsedad fascinante transmitida a través de la fuerza del color de lo falso. De alguna manera, al igual que los horripilantes bustos de Jaume Plensa, los casposos cuadros urbanísticos de Antonio López o la época decadente de Juan Uslé, la obra de Katz desvirtúa la percepción del espectador, aturdiendo al personal de manera más o menos eficaz hasta agotarlo, llevándole ante una pantalla de formas vacuas, de cromos gigantescos sin gracia. Si Alex Katz fue pionero en algo fue en darse cuenta de lo provechoso de la mina de lo vulgar, de la rentabilidad de lo aséptico, o lo que es lo mismo: urdir la idea de una pintura infrarrealista, naif y colorista sin que apenas se note, vendiéndola como pura decoración de revista de moda, como chapas, como pegatinas de recreo. Su plan fue infalible. Katz cae en la trampa del vender y del gustar; su obra es una especie de ambicioso supermercado, una especie de folleto informativo de avión donde se explica cómo ponerse una mascarilla o cómo agacharse tras el sillón antes de estriparse en medio del océano. El falso matiz parece ser su prerrogativa y el impacto instantáneo su único y mayor objetivo. Un cuadro de Katz no tiene ni más ni menos que lo que se percibe de él en la primera milésima; es un producto postmoderno que confiere al artista un estado flagrante de ignominia. Es vergonzoso. Aunque inicialmente podría clasificarse como artista pop, por las mismas razones se le podría tildar de kitsch o de la misma manera, como un muralista institucional, de oficina, ese tipo de artesanos ante cuyas obras el público se siente fuerte, impulsado por la simplicidad intencionada de Katz que llena el Superego y obliga a tirarse a la piscina de los juicios aleatorios. Katz es un decorador que brinda la oportunidad de comprobar en vivo cómo un tipo de arte deshumanizado se ha asentado en el presente; se trata de una obra tan limpia que fallece, tan explícita que es obscena, tan pobre que inunda el alma de tonos neutros hasta conseguir una calma de guardería o de tienda de muebles sueca. Su soberbia llega a momentos surealistas: realiza homenajes a Monet o a Newman, generando versiones infantilizadas de una torpeza tal que obligan a apartar la mirada. Terrible. La República de la insensibilidad. Lo peor de Katz es el mensaje neonihilista que lanza mediante sus clónicas figuras, ennobleciendo la más terrible cotidianeidad, endiosando el aburrimiento, el vacío existencial, la vaguedad de las apariencias y todo lo que pueda caber en una revista semanal de moda. Sus presencias parecen monigotes de plastilina de mirada perfilada, frívola. Sin duda, una obra compuesta de insubstancialidad que debería escurrirse directamente a la alcantarilla de la basura pestilente, hoy aún alentada por la mirada inexperta y confusa de ese público tan desesperado por tener algo qué decir, de sentir cosquillas en el cerebro al empoderarse mediante una débil opinión, sin temor de decir en alto, en medio de la sala, sin vergüenza ninguna, desde su cultura del Barrio de Salamanca: ¡Mira qué bonito!
 
 
 

 

 

ANTÓN LAMAZARES

(1954 - ?) 

La jeta del beato

 

 

En escena: una estufa de hojalata, un círculo de fieltro, un hornillo en espiral, un tubo negro que se pierde en el techo, alambres retorcidos en las paredes, una campanilla, hojas afiladas, corchos, flautas, cachibaches de todo tipo. Blanco y negro. Sobre la mesa: botellas de licor, una taza, una caja de cerillas, cigarrillos, tres tomates y su mano apoyada en la esquina, sintiendo la madera. Un alfabeto mudo. Mirando fijamente a la cámara está él sentado, cerca de una delgada librería donde un caballo en miniatura se retuerce. Una alegoría del espíritu. Una maqueta del ser. En la ventana de madera cuelgan recortes de toros, de figuraciones, de rostros. La mirada de Lamazares es abstracta, como de escultura babilónica. Se parece físicamente a Málevich. Un buda. Un mundo estoico se acerca cuando su presencia aparace y se detiene. De infancia rural, su primera adolescencia sucede en un convento fransciscano en el que pasa más de un lustro. Cambia la narración y lo figurativo por el sol y el ensueño. Su mente se evapora. Sus cuadros son espejos, diagramas llenos de enigmas, de movimientos disueltos en la luz. Vive en Madrid, Nueva York, Berlin. Transmuta el espíritu en rayo para trasladar su emoción a otros pastos lejos del Paraíso, para sembrar oraciones voladoras en todos los lugares. Todo está en todo. Sorbe de todas las culturas calentando con sus dos manos el fluido de lo etéreo. Sus labios juegan con el humo. Se comunica con citas y juegos de palabras, dejando en suspensión los términos, el lenguaje. Prefiere la palabra alma a la palabra memoria, lo cuál, le hace platónico, alado. Artista.

 


En sus trabajos de los años 80' dibuja sobre cartones con bolígrafos de distintos colores construyendo un laberinto de informalismos ovoides y vertiginosos (Familia Rañestras, 1981) que en ocasiones concluyen en misteriosos dáimones, susurros de lo oculto. Los tonos orgánicos del fondo recuerdan a ciertas acuarelas de Emile Nolde, los trazos, al sublime radical de Twombly. En todo caso se podría hablar de Dubufet, de Michaux, de Basquiat, de Cézanne. La luz es el objeto del momento instintivo, el laberinto es la mente seducida por el deseo. La mano de Lamazares tiembla cuando regresa al instante de la pintura, cuando acaece el milagro y entrega su voluntad. La cuestión es dejar al cuadro vivo, con aire suficiente para que se haga inmortal. Pero aún hay muchas imágenes, demasiados seres nadando en el útero del artista. Nacen muchas presencias: Rosiña, Asunción, Jesús, Porcallos, Rafael, etc. que se irán convirtiendo en conjuntos cerrados de símbolos herméticos, vaciados a lo Modigliani, alargados a lo Giacometti, pero vivos como las esculturas de Brancusi. Tal vez lo mejor de Miró es trabajado por Lamazares de una manera taoísta, respetando cada vez más los espacios, dejando a los simulacros más aislados, más lejos. Como el caballo de su estantería, su pintura. Los formatos crecen y llegan a ser gigantescos, auténticos retratos de corte, si una corte estuviese compuesta de almas resucitadas, de cementerios alucinógenos, de visiones nuevas. Lamazares utiliza la idea del espacio vaciado de Velázquez, pero encontrando su verdadero interés en las grapas, en las arrugas del cartón, en los pliegos y en las formas erráticas de la materia, comprendiendo que estos no sólo forman parte del cuadro, sino que son el cuadro; así, genera no ya sólo pintura sino también objeto, un fetiche santo, casi una reliquia. Una superficie-matérica. Se acerca así a Rauschenberg, a Tàpies, a Jim Dine. La simplicidad filosófica franciscana se desarrolla con facilidad en sus manos pervertidas por la suavidad, convirtiendo todo lo que toca en una plegaria alegre, jugando con las fabulosas texturas del cartón, con la suturas irracionales, los agujeros y las muescas, elaborando asombrosas escenas supramitológicas que irán derivando hacia el camino de Millares, Lynch, Morris, Guston... subido en una barca roja sobre el mar amarillo de la imaginación, de la pintura como ejercicio espiritual. Lamazares encuentra en el elemento del cartón su oásis supremo, un lugar donde extender un reino completo de aventuras y anécdotas bíblicas, sexuales, iniciáticas, de siluetas, de paisajes barnizados, sellados en el tiempo, en la eternidad creada por lo Humano. A veces da por pensar si Lamazares es en verdad un pintor occidental y no persa o hitita. Cada vez que su obra avanza, se separa más de la trampa, de la figura, para correr en busca del encuentro de la contemplación, de la visión amplia del mundo, de su mundo recobrado. El paralepípedo es su molécula, su ladrillo; el barniz, su éter, su miel. Recuerda al Pollock de sus últimos trabajos, a un Bruce Nauman netamente pictórico, al Oteiza más poético. Lamazares acabará creando galaxias, camposantos, almacenes del mundo. Ha llegado a uno de los escalones de la sabiduría: ha generado un espacio personal y particular, ha hecho la vida más rica, más misteriosa. Él mismo es una Santa Compaña, una velocidad distinta de las cosas.



En los años 90' se abre al papel amarillo, a las manchas sueltas como universos, como fuerzas vivas, como plantas creciendo a velocidades imperceptibles. Lamazares consigue llegar a lo invisible, al campo florido, al muro del arte. Como Rothko, el pintor de Lalín se desliza en la gran superficie hasta establecer un breve océano donde todo puede ser posible. Alterna el papel y el cartón que son dos caras de lo mismo para comunicarse con fantasmagorías, izando puentes de locura extrema que llegan al amor. Sus láminas conservan las huellas de un niño experimentando el hecho prodigioso de estar poseído por Paul Klee. La suavidad de sus manchas se hace aire y por fin el mundo es respirable, aromático. Lamazares recrea los sentidos de la Naturaleza a través del Tercer Ojo de lo santo, provocando en el público la operación de abrirse a lo desconocido, a lo sensible; también trabajará en ensamblajes de puertas de madera, componiendo enormes retablos tonales como notas musicales, como partituras extraterrestres (Manantial Rusia, 1989). La madera, el cartón, el papel: sus obras constituyen la consecución de un ciclo natural, de una Historia Natural, geológica.  

 



Ya en el siglo XXI, Lamazares disfruta sobre pequeños formatos de madera de tono erótico, recreándose en breves cuentos árabes, secretos de intimidades lujuriosas a través del color y formas exóticas, polinésicas. Gauguin, Nan Golding, Juan de la Cruz, Santa Teresa, Helmut Newton y el erotismo de la Hélade confluyen misteriosamente en series llenas de felaciones, exhibiciones, besos negros y todo tipo de escenas sugeridas como sueños impregnados de LSD, de agua bendita. Si hay alguna religiosidad en Lamazares es la práctica de un santo paganismo, de un Casanova de lo telúrico, del héroe que considera la vida como una oportunidad de celebración, de descubrimiento, de pura emoción. La vitalidad de Lamazares se hace extrema en el nuevo siglo y se extiende también en enormes murales llenos de milagros como en su serie E Frai Frío no Lume (2008) o en 30 o 40 caballos en un armario de Zibolá (2010), obras que suelen ser interpretadas desde un supuesto bizantinismo paleocristiano, orientalista, de tosca complejidad. Toda la civilización Occidental nace en Oriente y Lamazares, al acercarse al origen de la cuestión, no puede ser otra cosa que taoísta, una forma de ser fundada en el espacio, en la desaparición del individuo, en su fusión con lo orgánico. Así como la Biblia es una novela, Lamazares es un pintor de iconos paganos, un aedo sin religión que lanza rayos por los dedos. Todo se envuelve en el ruido y la violencia, pero allí no lo encontraréis. Él ha vivido toda la historia de la pintura en una sola vida, ha conocido de cerca a sus maestros, viviendo en silencio, con los cuadros tumbados en el suelo esperando a que el barniz seque, silbando una canción, leyendo un poema, imaginando una escalera construida con un lenguaje que una la idea con el corazón, al mundo con lo humano.







VELÁZQUEZ

(1599 - 1660) 

El humanista de lo efímero

 


De entre todos los índices de pintores, suelen sobresalir siempre varios nombres, unos pocos llenos de irradiación. Velázquez es uno de ellos: un sevillano de ascendencia portuguesa, inserto en los decadentes círculos de la baja nobleza, discípulo de Herrera y de Pacheco, casado con Juana, hija de su maestro. Su mirada era triste y prefería los perros a cualquier otro animal; recuérdese aquel retrato hermafrodita de Felipe Próspero, donde la mascota insignificante ocupa la trona sustituyendo a su dueño. Tal vez un chiste. También lo hizo en La túnica de José (1630), colocando a un chucho ladrando en una esquina del drama. Manet aprendería del truco para el gato de su Olimpia. El humor en la pintura es muy característico: siempre aparece en un cambio de paradigma. La rotación del iris se invierte. En el siglo XVII está iniciándose la era moderna que llega a nuestros días. Las miradas de las meninas se parecen a los ojos inventados por Van Eyck para el matrimonio Arnolfini, los ojos azules de Mariana de Austria inspirarán a Bacon para vestir a su terrorífico Inocencio X. Velázquez, que era un humanista, amaba la obra de Tiziano y Rafael, los cuadros de Ribera y Zurbarán, la sobriedad de Alonso Cano y Claudio Loreno, lo telúrico en Poussin, la obsesión de Van Dyck, los escritos de Gracián y Descartes, los cánones clásicos y la simplicidad de los bodegones, de Giotto, pero sobre todo, las tenebrosidad de Caravaggio. Invirtió mucho tiempo en viajar por España para visitar la pintura secuestrada en el Escorial o en Toledo. Por una carambola del destino y el enchufe de Olivares y Pacheco, Velázquez es nombrado pintor de corte por Felipe IV a los 24 años. Su arte de retratar lo inmóvil le ayuda en su escalada al prestigio. Si Goya fue un fotógrafo de calle, Velázquez fue uno de estudio, un artífice del silencio, de la intimidad. Su mano era guiada por una voluntad misteriosa y diabólica, dejando manchas al azar que difuminaban las figuras en el trato cercano, colores que al alejarse construían el mundo más allá de las apariencias, simulando lo real. Por ello, la pintura de Velázquez ni es barroca, ni es realista. Plasma osadías, culos, negros y floreros envueltos en terciopelo azul. Tempus fugit. La extraña irrealidad con la que juega, hace de él un artista único y heterodoxo donde lo histórico y lo mitológico acaban sintetizados en un cuervo con un pan en la boca. Conoce a Rubens que habita en palacio durante un año; es el único autorizado a conversar con él; absorbe la esencia flamenca. A los 30 años viaja a Italia: Génova, Venecia, Roma, Nápoles. Evoca a Miguel Ángel y a todo el Renacimiento; se limitará a observar sin grandilocuencias, concentrándose en perdidos jardines, en olvidadas ruinas, en figuras distantes. Inventa el Romanticismo. Hará muchas copias. Al volver a Madrid, su pintura se obsesionará con los enanos y los bufones, con la representación de personajes legendarios en cuerpos de mendigos, de escenas mitológicas mezcladas con escenas costumbristas. Velázquez comprende la pintura como una fusión de mundos, como un tiempo sin esfera donde todo confluye. Su mente es un agujero de gusano que hace conectarse al Universo, plegándolo, realizando viajes interestelares entre clases, culturas, siglos, tradiciones. Ciñéndose a cualquiera de sus detalles, el público puede encontrar un capítulo nuevo de la historia del Arte, superando a sus maestros, creando una nueva visión, estableciendo una mirada cínica entre el objeto y el sujeto, trascendiendo el afecto hasta destruir el efecto, ejerciendo el oficio que le fue adjudicado: ser el pintor más solitario del siglo XVII. Martínez del Mazo pintará el retrato de su familia con Velázquez al fondo, en miniatura, trabajando. Tal vez fue el pintor que menos cuadros terminó, el más rápido en acabarlos, el más lento en entregarlos. Podían pasar décadas hasta dar por finalizado un retrato, una escena de batalla. El tiempo era su aliado, pues vivió como un fantasma, entregado a los largos e infinitos pasillos del palacio real de Madrid, uno de los grandes museos privados del mundo antes de la Ilustración. Por eso Velázquez no fue un gran pintor por pintar sino por observar y esperar como un cazador aplastado en la tiniebla con el semblante triste. Conoció mucho y habló poco. Imaginó a Demócrito junto a un mapamundi esférico, a Marte fingiendo elegancia, a una vieja friendo huevos en una cueva, holgazanes, aguadores, almuerzos, huevos, truchas, monjas, adoraciones e imposiciones, retratos a lápiz al modo de Leonardo, borrachos, dioses, fraguas, caballos orondos, monarcas irascibles, prepotentes, retrasados, reinas bellísimas, infantes de porcelana, caballos blancos, condes soberbios, venados, perros durmiendo, lanzas, soldados, libros doblados, plumas, cartas, jarrones, vasijas, cómicos, reyes en el balcón, reflejados en el espejo, eremitas, hilanderas, mercurios, sibilas y barberos. Dicen que en su segundo viaje a Italia concibió a un hijo con una desconocida. Acabó retratando a un Papa y fue admitido en la Academia Romana, máxima institución para un pintor. A los 57 años termina Las Meninas, a los 60 se le nombra caballero de la Orden de Santiago y un año después muere. Sesenta y cuatro años después se escribe la primera biografía sobre su persona; pasada una década, el Alcázar del Palacio Real sufre un violento incendio y muchas de sus obras desaparecerán total o parcialmente.









GOYA
La necesidad de la pintura








Ortega sostenía que España no era un país de escuelas artísticas sino de artistas individuales, de estrellas fugaces. Una de ellas fue un niño nacido en Fuentodos, instruido en el dibujo y aficionado a los concursos de las academias. Ambicioso, valiente y curioso, viaja a Italia en su juventud y muy pronto comienza a recibir encargos eclesiásticos. De algún modo, Goya fue una persona encadenada llena de violencia, un desastre de la guerra sin misericordia ante lo banal. Amaba las costumbres primitivas de su país, el desgarro y la quietud. El color negro, el naranja, el ocre, el rojo. En sus inicios, se especializa como pintor de cartones, lo que le lleva a conectar con la corte de Carlos IV. Todos los reyes son almas sin fondo, todos los pintores son supervivientes en el remolino. Por la pintura, Goya acabará pintando duquesas, ermitas y lecheras, por la pintura se casará con la hija de un famoso pintor, por la pintura se columpiará en el aire y bailará como un fantasma ensabanado. Se convertirá en un espectro. Volviendo al folclore, Goya se mete en las plazas y aisla la ligereza y la desgracia, manejando el vacío de una manera moderna, nueva, sentado en una silla frente a la bestia, experimentando la temeridad, ¿de dónde creen que aprendió Francis Bacon toda su escenificación psicológica? Goya lleva el grabado a lo excelso del arte, a la locura del monocromo. Debido a la fama de sus retratos, llegará a ser elegido pintor real en 1786. Sus cuadros de cogidas toreras o de amantes Leocadias comenzarán a parecerse a montañas, a Anapurnas inaccesibles sin explicación, a mensajes de ultratumba en forma de torre de Babel. Toda la pintura de Goya es un proceso de decadencia hacia lo sublime, un balanceo de óleos para princesas a frescos del pleistoceno en forma de melé; toda su obra posee la forma de un partido de rugby. Goya no es un artista sino una tradición en sí misma. Toda una historia de la pintura está sumergida en su obra, un gesto supremo de libertad y voluntad creadora. Él solo es un museo nacional. Pero nada es fácil en esta tierra: se quedó sordo en Andalucía y perdió a su mujer Josefa Bayeau, de quien solía hacer pequeños carboncillos en papel de estraza. Admiró los cuadros perversos de Rubens y los románticos paisajes de Friedrich, todo esto para imaginar perros, modos de volar con amantes, demonios, garrulos, mesías y entierros de la sardina. No dejó de realizar autorretratos, escenas bélicas, tribunales de inquisición. En Francia estalla la Revolución francesa y poco después guillotinan al ridículo Luis XVI y a la frívola Maria Antonieta. El mundo cambia. España quiere resistirse. Vuelve la guerra. Napoleón. La crueldad más terrible es plasmada en sus grabados y aguafuertes. Campesinos pegándose entre ellos, soldados extranjeros mutilando a inocentes, empalándolos en los árboles, capándolos, carretas llenas de muertos, árboles copados de ahorcados... ¿dónde veía todo esto Goya, en la vida o en el arte? Amaba los dibujos de Jacques Callot, los lienzos de Brueghel el Viejo. La pintura vuelve a la pintura. Tras la guerra de la Independencia llega la Restauración. Goya pinta los fusilamientos y la sublevación contra los mamelucos. Se convierte en el gran testigo del siglo XVIII. Él es la mujer que enciende el cañón, el coloso que arrasa a los franceses desapareciendo en el horizonte. Pero también es aquel pintor que retrata al tiempo amontonado y acaricia el mundo de las majas con ternura, trasunto que le llevará al tribunal de la Inquisición para dar explicaciones sobre unos cuadros confiscados a Godoy. Está imitando a Velázquez, comunicándose en el tiempo con la Venus del espejo, abriendo el parasol sobre las celestinas, las muchachas, las marquesas y los burros. Goya es el pintor de la magia y la tristeza, convirtiendo a los locos del manicomio en hadas, a los dioses en murciélagos, al incendio en milagro. La vida es un momento donde todo colisiona y da vueltas en espiral, elevándose, flotando en éxtasis. Todo delirio puede ser un chiste y una curación. Toda injusticia puede ser ridiculizada. El poder no existe, sólo las pesadillas y los sacamuelas. Un corral de locos se convierte en un coliseo de gladiadores, el retrato de un infante en una trampa para pájaros; estudiará a Velázquez y pintará cuadros clandestinos y nocturnos, se colocará detrás de las familias reales y delante de los condes, siempre envuelto en sombras, se colocará su sombrero con velas para jugar a la gallinita ciega -inspirando a Matisse- y ensalzará a los cacharreros, a los novilleros. Pintará circuncisiones, albañiles heridos, peleles, bodas, atravesará nevadas, praderas de San Isidro, cacerías de codornices. Pintará perros como delfines, personas como monstruos. Terminará los Caprichos, la Tauromaquia, las Pinturas Negras. Contraerá una grave enfermedad. La política francesa irá destruyendo España hasta el punto de obligarle a exiliarse a Burdeos junto a su fiel amante Leocadia Weiss. Todo un mundo vivirá bajo el parasol de su pintura, bajo la modernidad de la sombra de un artista necesario, prodigioso. Aunque muere en el exilio en 1828, un siglo después será enterrado en la ermita de San Antonio de la Florida en Madrid, bajo la cúpula, aún adornada con sus frescos.














 
 
EL KITSCH
o
El reverso oscuro de lo idéntico

 
 
 
 
 
 
En 2018, el realizador Nathaniel Khan estrenó un documental titulado The price of everything, un irregular film basado en el moderno dilema sobre el valor de las obras artísticas y de su precio en el mercado. La cuestión no es trivial en un panorama generalizado en el que las galerías, ferias y subastas llevan imponiendo sus reglas mercantiles desde hace más de medio siglo, conduciendo la deriva artística -históricamente sometida a uno u otro poder- a un callejón sin salida posible, sustituyendo a los museos, a los artistas y la Historia del Arte. Desde la Edad Media hasta el siglo XVII -momento del arranque capitalista-, los mececas del arte habían sido la aristocracia y el Papado. El arte clásico fue elitista por necesidad, por pura supervivencia, adaptándose a sistemas autárquicos y totalitarios, produciéndose un tipo de obras que, en líneas generales, evitaban la controversia y donde el artista funcionaba como un artífice. Hay un tema preestablecido, una mente preestablecida, unos valores fijados. En esos momentos, el arte es utilizado por el poder occidental como un respaldo moral de sus creencias, una lujosa propaganda de sus principios y de su existencia, ¿cómo eternizar si no es a través de la arquitectura, la escultura o el lienzo, de la escritura o el cancionero? En una sociedad de esclavos, el artista es un esclavo también, un ser que lucha por ascender, por abandonar el maldito círculo de la pobreza; así, Velázquez. Lean a Ortega. Hasta estos momentos se imita la vieja estrategia del imperio Egipcio, pasado por el filtro griego, condensado toscamente en el plagio romano. Ave César. Todo este tinglado establece un nivel de Alta Cultura destinada a la elite adinerada, culta y minoritaria, frente a otra masiva y analfabeta, consumidora de un arte popular compuesto por el folclore, los juglares, los refranes y el teatro. Digamos que, ante un arte estático, grandilocuente y eterno, convive otro lleno de fuerzas vivas, espontaneidad y cotidianidad efímera. Frente a un idealismo estetizante, palpitan un puñado de artes menores llenas de humanidad. Lo humano siempre ha sido la clave esencial de la génesis artística, su esencia motora, su única sustancia en cooperación con la ilusión. El sacrificio del artista como médium del espíritu humano que mueve al mundo, que transforma la civilización, que inventa una forma de comunicar al pasado con el futuro para crear presente, siempre ha tenido un sólo motivo y este ha sido el Arte. Una forma de supervivencia específica de lo humano; los demás animales no desperdician ni un sólo segundo en crear: la conservación de las especies tiene mayor peso. En cambio, el artista crea por una necesidad inútil, desconocida, vital. Un capricho necesario. Después de la Revolución Francesa, el artífice se convierte en creador y el sujeto individual comienza a forjarse. Llega la Ilustración, Kant y su puta madre. La Razón y la Burguesía se adueñan del mundo, a pesar de que el Antiguo Régimen resiste en sus fortalezas neoclásicas donde el Romanticismo, el Realismo y el Art Pompier serán las bifurcaciones definitivas que construirán el loco siglo XX. El arte pomposo mezclado con el floclore y la industrialización crean un sistema artesanal donde se producen objetos asequibles a un gran público henchido de gusto al estar empachado de novelas que le han dotado de un criterio suficiente como para envalentonarse a decidir qué es lo bello. Así nace el kitsch, un término alemán que designaba en su origen "recoger la basura de la calle". El término derivó hacia las nociones de lo cursi y del mal gusto, hasta designar aquello que los ignorantes confundían como arte, o sea, el no-arte. Así, la producción que comienza a mediados del siglo XIX y que entra en el XX con mucha fuerza, es un fenómeno de trivialización, de versionado, de plagio lowcost, de condensado, abreviatura o amplificación. Básicamente, de repetición, de copia, una práctica que será recuperada por artistas como Warhol o Lichtenstein, quienes transformarán un defecto educativo de la burguesía, en pepitas de oro a partir de lo sucedáneo. Cuando el Kitsch llega a tomar contacto con el Arte, no se produce una simbiosis o fusión, sino que sin ser advertido, se produce una fatal sustitución de lo falso por lo verdadero, fundándose los principios del actual arte contemporáneo o lo que por aquí nos gusta llamar, el devenir del aún inconcluso, arte de la modernidad. A partir de la artimaña publicitaria de Warhol y compañía, se instala un tipo de obra sucedánea, distraida, academicista, insensible, mecánica y falsa, en torno a la cuál se someten hordas de artistas ávidos de cash fresco. El kitsch es una imitación interesada de un fenómeno artístico, su hermano mentiroso, un producto que devalúa la cultura hasta dejarla irreconocible y disfuncional. Su lenguaje es el realismo y la tautología; su filosofía, lo viejo es malo, lo nuevo es bueno. Utiliza códigos de nivel tan bajo que se hace accesible de forma evidente, perdiendo la bendita ambigüedad del arte. Todo se hace fácil. Todo se hace dinero. Los artistas Pop se forran y establecen unos criterios que lanzarán al Kitsch hasta el infinito y más allá, copando todos los rincones reservados para el Arte. Hoy, cualquier feria, subasta y, se podría decir que casi toda galería, expone kitsch en vez de Arte. Ahí reside la confusión del público, de ahí su desencanto, su desapego ante la producción mundial de los artistas: la obra pierde su autenticidad y se centra en el efectismo, en la búsqueda de aceptación, de espectáculo, por lo cuál hoy, por ese mismo efecto, el usuario medio de las redes sociales se ha transformado sin querer, también, en un fenómeno kitsch. El público ya no puede diferenciar entre lo verdadero y lo falso, las obras de arte han perdido su capacidad para transmitir la tradición cultural; están vaciadas, desfloradas, desacralizadas. Sin cultura, la Estética no encuentra fundamento y sin estética no puede haber pensamiento de las formas y sin ello, no hay criterio. El Kitsch ha urdido la estrategia más perversa jamás inventada: no sólo ha suplantado al Arte sino que ha destruido toda posibilidad de crítica, con lo cuál, ha servido en bandeja al sistema especulativo la decisión de fijar qué es lo bueno y qué es lo malo, o mejor dicho, qué valor tiene o no tiene una obra. La tradición se ha roto y lo Kitsch crece como si fuera un rizoma, sofisticándose en sus versiones Camp, repitiéndose a sí mismo en el infinito, mutando en virtualidad infantilada, reguetón o programa televisivo. No importa mientras haya gente que lo compre y lo consuma. Una hamburguesa de McDonals es un fenómeno kitsch, al igual que lo es la nueva raza política de la ultraderecha o las últimas producciones de Jeff Koons. No existe lo humano, no existe la ilusión. Todo es igual porque todo es kitsch y lo kitsch es fácil de consumir, de entender, de aceptar. Sólo la fascinación y el dinero son necesarios. La eterna repetición de lo mismo. El alma burguesa lleva hipnotizada un siglo entero, creyendo poder aspirar a los placeres de la aristocracia, a un mundo mejor, a un mejor nivel de vida, a un mayor salario... cuando en realidad, sin saberlo, son parte del mundo más precario y masivo de la civilización. El Kitsch ha dominado el mundo y ha sustituido al Arte y a la Cultura. Personajes como Jeff Koons o Damien Hirst no son artistas sino marcas de moda, diseñadores de productos de lujo, marcas comerciales. Cui Ruzhuo, Jasper Johns, Banksy o David Hockney son en sentidos diversos, corderos de la misma madre. Así el Kitsch todopoderoso se regodea de todo y de todos, hinchándose hasta la barbarie, acabando con la calidad cultural, invadiendo de seudobjetos las estanterías, embaucando con sus clichés y vulgaridades, con sus estereotipos, connotaciones inconexas, con sus baratijas y fealdades, con su ensalzamiento de la vida cotidiana y su confianza absoluta en la potencia irónica de lo grotesco, leve, estúpido y lounge. El kitsch mantiene paralizado a lo humano en un vestíbulo lleno de relax y acompañamiento agradable. Drogodependencia. Vean la película de Nathaniel Khan y podrán comprobar la condescendencia de creadores kitsch como George Condo, Marylin Minter o Jeff Koons, indiferentes al fenómeno del Arte, centrados en la comercialidad y producción de sus obras, holgazaneando entre billetes y profecías de gurú, nadando entre lo hortera y lo triste, transformándose en portadas de Norman Rockwell, creando su "nueva cultura" ambiental de la Nada, respaldados por coleccionistas multimillonarios como Stefan Edlis -un superviviente vienés del holocausto nazi que se hizo rico en Norteamérica vendiendo plástico y coleccionando cuadros de Mondrian- o frívolas subastadoras de Shoteby's como Amy Cappellazzo. Un dessastre. Mundo anglosajón. A ver cómo salimos de ésta sin tener que poner la mirada que Robert Rauschenberg le lanzó en 1973 a Robert C. Scull, el miserable magnate que cambió el destino del mundo del Arte.


 
 


 

 

 

 Lo Mórbido



Hay algo que se está desmoronando en el mundo del arte, un fenómeno que sigue derritiéndose poco a poco -como la monarquía-, dejando un sospechoso tufillo a podrido; se trata de un hacer concreto, alabado por la prensa especializada desde finales de los años 90', una dinámica que aún sigue insistiendo en camuflar su fracaso, su vaciedad de simulación. Un ejemplo es la última exposición de Nuria Fuster, (M)other and Another, en la galería santanderina Juan Silió. Esculturas flácidas, tickets quemados, superficies agujereadas, exoesqueletos alienígenas, antenas de televisión, toallas enrolladas, planchas y tentáculos que devienen manos horripilantes, componen un aquelarre de seres dignos del museo Madame Tussauds, sea de forma deliberada o no. Una pesadilla. La cuestión es que el imaginario de una serie de jóvenes artistas de tendencia -afines a la línea Thirdists de los 80'-, hiperalérgicos a la ilusión de lo humano, exitosos desde hace quince años y demasiado mimados por la prensa e instituciones -y cuyos campos semánticos se construían a partir de referencias exageradas de la historia del arte como pueden ser las de Beauys, Calder, Barceló o Koons-, han estirado tanto el chicle bailando en los confines de la indiferencia, que han perdido la posibilidad de la mirada original. Y no es que, en este caso, la intención de la obra de Fuster sea obviar lo humano, lo grave es que durante toda su trayectoria ha mareado de tal forma la perdiz, alejándose tanto de las esencias fundamentales del oficio -agarrándose sólo a las bien consideradas profesionales- que ahora, al desea sacar el hocico, lo que sale, aparece muerto o moribundo. Necrosado. Cancerígeno. Las formas fálicas de sus esculturas demuestran no ya que el dolor es un factor en la erogeneidad, sino que la insistencia perseverante del formalismo banal en el corpus de un artista, puede conducir a encerrarle en el psicodrama de su propia desaparición. Influencias como la de Peter Nadin, Sarah Charlesworth o Saint Clair Cemin, le hacen un flaco favor a Nuria Fuster, protagonista de un revival infame y perverso sin profundidad alguna, tan anodino como la serie de acuarelas colgada de los muros. Además, el ambiente lynchiano de la sala desprende una sensación manida, un déjà vú desagradable. Con todo el respeto, el conjunto presentado irradia un aura de Hotel Transilvania o mejor dicho, de un trasunto de la Familia Adams donde Cosa (aquella mano hiperactiva e inquietante) aparece como metáfora de un destino mórbido de enferma desilusión.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LECCIONES DE ARTE MODERNO (IV)



(1945 - 1980)


Después de la guerra, las cajas vacías comienzan a acumularse, a oler a queso podrido y los pilotos suicidas supervivientes le cogen el gusto al micro y a las vitrinas. ¿Beauys o Warhol? ¿Mitomanía o misticismo? ¿Arte social o socialización del Arte? Vayamos por partes: después de convertir botelleros en Laocoontes, los artistas de posguerra comienzan a fijarse no ya en los objetos sino en el mundo como objeto. Carl André se obsesionará con los suelos, los bloques de madera, las divisiones imposibles y los textos mecanografiados, por otro lado, Sol Levitt inaugurará lo que hoy se conoce como instalaciones o esqueletos de estructuras. Minimal. Raspas de pescado. Esbozos. Ideas geométricas de una frialdad inaccesible frente a la hermosura de un bosque. Hasta 1973, Picasso seguirá siendo el artista más famoso de la Tierra y por eso, soñará por última vez con Argel y otros lugares parecidos que irán desapareciendo, pues el mundo, consumido por el Pop, el Ecologismo y las guerras de Género, irá diluyéndose en efectismos y ruinas mohosas donde sólo las ranas podrán asomarse. Beauys materializará sus delirios chamánicos en intervenciones memorables en medio del vacío, atravesando paredes, haciendo añicos el volúmen de lo estable, erosionando la suavidad hasta dejar la escena en un estado de standby lleno de carbón. Hay que desestabilizar. Dalí, Masson, Matta, Gorky, Tanguy o Mattise serán los últimos artistas que vivan la utopía plástica, la idealización de la podredumbre. El pinguino dialogará con el sombrero, lo anormal hará cola en medio del infinito, los arabescos se retorcerán y los últimos dioses se convertirán en satélites abandonados junto a la basura del porvenir. Pollock, Hofmann, Baziotes, Motherwell, Gottlieb, Kline y Rothko convertirán la superficie y la mancha en un lenguaje académico que conducirá a un callejón sin salida, a un contrasentido de círculos y geometrías tras las que se esconde un profundo escepticismo y un escapismo intelectual promovido por Clement Greenberg, el inventor del primer movimiento artístico puramente yanqui. Pese a todo, el espíritu se mantiene en vilo gracias a las sonrisas envenenadas de De Kooning montando en bicicleta, al lúcido reloj de Guston, a las grutas de Clifford Still y a las formas aéreas de Sam Francis. Mientras que Picasso inventa nuevos fusilamientos, Leger construye sus habituales tuberías tonales y Matisse se pasa al papel, pintores como John Bratby comienzan a mirar directamente al espejo del Arte, tal vez para recuperar el contacto de las dimensiones humanas perdidas en Braque, en Miró, en Bomberg, Auerbach o Kossoff. La tristeza y el pesimismo de Giacometti se mezclarán con la depravación de Bacon hasta destruir a Velázquez -el sagrado desrealismo- por la absurda obsesión de instaurar un irrealismo pretencioso que irá cobrando forma de cómic, de viñeta, como en los cuadros de Renato Guttuso o Bernard Buffet. A pesar de la deriva, aún aparecerán extraños románticos como Baltus y sus misteriosas casas de muñecas, las sombras de Bazaine, los extraños rostros de Fautrier, las células de Wols y los rayajos energéticos de Hartung. Todos los supervivientes de la guerra intentarán cerrar las puertas de sus palacios, sepultándose en sus ataúdes de creación: Tàpies en sus rombos de grisala, Millares en sus ristras de esparto o Michaux, imbuido en sueños alucinógenos de otro mundo. Asger John hará regresar los colores primarios más allá del pop, allá por mediados de los 60' y junto al deformista Karel Appel, los sentimientos turbulentos de Alechinsky y los delirios psicodélicos de Hunderwaser o Dubuffet, se dará por terminada la deconstrucción expresionista. El otro lado de la baraja se corta en ángulo recto: con Max Bill, Richard Lohse, las curiosidades de Josef Albers, los espacios absolutos de Newman o las composiciones académicas de Ad Reihardt, se llegará al átomo del lienzo cerebral y se comenzará a explotar la idea del arte decorativo; una idealización abstracta de las formas geométricas que intenta olvidar la realidad para centrarse en la autonomía del Arte, pero, ¿qué es el Arte en medio de los años 60'? Habría que preguntárselo a Jack Tworkov, a Ellsworth Kelly, a Al Held o a Jack Youngerman, pues ellos junto a Kenneth Nolan y al inigualable Morris Louis, sacarán a la plástica del callejón sin salida para empujarla hacia el laberinto, ese sistema arquitectónico originario de la cultura egipcia, el cuál propone un juego implícito a la mente, una cuestión filosófica al ojo. Por eso la importancia de Frank Stella, Jeremy Moon, Tess Jara, John Walker o John Hoyland, fundamentales para entender el paso de la pintura a la escultura que se irá produciendo progresivamente, devolviendo las formas materiales al tablero de ajedrez del que las sacó Duchamp. Todo esto provocará una avalancha de cuestiones de Realidad que centrará la reflexión sobre la materia hasta hacerla concluir en una negación de la apariencia misma, frivolizando su valor: así, desde las repeticiones de Jasper Johns a las composiciones de Arman, se podría conectar un hilo invisible a través de las tripas de los eclipses de Cornell, las muñecas de Enrico Baj o las sucias camas de Rauschenberg. Bruce Conner y Edward Kienholz también ofrecerán sus canapés y salones, como si el artista entendiera que el alma humana necesitara un descanso después de la tragedia del absurdo. Así, Paul Thek creará su memorable "Muerte de un hippie", encerrando a su doble dentro de una pirámide rosada, anunciando la venida de los nuevos faraones, del sometimiento de la muerte a la estética salvaje. Yves Klein morirá pronto no sin antes inventar un color, una actitud y una forma de pintar con elementos tan extraordinarios como el fuego. Christo envolverá edificios y llenará los callejones de bidones para que el Arte no se equivoque de la misma manera; Manzoni lanzará sus chistes escatológicos, inaugurando el nuevo arte del amor pasajero, replicando a Duchamp, siendo más prosaico, pero también más humano: es el comienzo de la gran broma. Pistoletto y Raysse lo sencundarán a su estilo junto a Peter Blake, Peter Phillips o Derek Boshier, fundando una tendencia que ni siquiera el Arte pudo preveer: el reino de lo vacuo, del escepticismo alegre, del nihilismo transversal. Cuando todo pierde su valor, todo parece poder cumplirse. Simplificar la vida para hacerla más accesible: democratizar las ideas y crear para todos los públicos. Un error caústico. La nueva tábula rasa permite a David Hockney sacar el culo al aire y aplicar la enseñanza informalista de una manera equilibrada e infantil, instalándose en un realismo popular, casi fotográfico, de diario sentimental. Según Duchamp, la valía de un artista se mide en la distancia existente entre la vida personal y su obra. El pop nació del collage, de aquel cuadrito mínimo de Richard Hamilton (¿Qué hace que los hogares de hoy sean tan diferentes, tan atractivos?, 1956) que bendijo todas las combinaciones de materiales y formas imaginables, dando una sólida justificación a la ligereza. Así, Patrick Cauldfield, Anthony Donalson y Allen Jones regresarán a los lienzos para demostrarse que aun perdidos en el laberinto dorado, la vida podía seguir reproduciéndose. Los críticos empezaron a soñar con Walter Benjamin. Uno de los ejemplos más fascinantes de la pintura popular es el díptico de R. G. Kitaj en su Sinfonía con Francis Bacon: general de cálido deseo, (1968-1969). La profundidad regresa en clave lacaniana y el pop brilla de forma hermosa lejos de Warholl. Jim Dine o Sidney Nolan dejan muy atrás los grafismos de Lichtenstein o las serigrafías de la Fábrica; de hecho, un personaje como Dine, anticipa al todopoderoso Beauys, desarrollando psicodramas brutales llenos de máscaras, pizarras y mensajes -destacando la naturaleza incomunicativa del Arte-, en la línea de las duchas sangrientas de Stuart Brisley o las extremas excentricidades de Rudolf Schwarzkogler. El arte desplegado en la extranjera realidad produce un inmediato rechazo y marginación, siendo el artista recluido en el psiquiátrico: vuelta al impresionismo y a los textos de Deleuze-Guattari. Los ciclos del arte son en parte, como los cuadros del Op Art, lleno de deformaciones ópticas que marean al espíritu. Quizás por eso Calder inventa los móviles y por eso el gusto decorativo los acoge con los brazos abiertos, volviendo a la infancia mental y al cerebro balbuceante; de nuevo Lacan se erigirá como el único lenguaje posible para dirigir y explicar la paranoia social, la angustia existencial. En gran medida, toda la segunda mitad del siglo XX es producto de una alucinación psicoanalítica, o sea, literaria: por eso luego llegará el fenomenal Kosuth, aunque antes Tinguely, Takis y Liliane Lijn intentarán dar vida a las máquinas -industrialismo- para que inventen un nuevo lenguaje que ellos se ven impotentes de crear: los reflejos de Julio Le Parc o los cristales de Stephen Benton son los intentos escultóricos de la luz que mueren al apagar el interruptor. La electricidad interviene en el arte como un nuevo elemento transversal. Todas estas formas sordomudas y eléctricas están ya muy lejos de las lánguidos figuras de Giacometti o las robustas presencias de Germaine Richier; las curvas de Henry Moore o Barbara Hepworth se van solidificando en las figuras de Kenneth Armitage que tanto recuerdan al doble de Thek, ese eterno durmiente. El Arte siempre es igual, siempre es el mismo, pero duerme con los ojos abiertos, como si su esencia fuese en realidad un cuento de Dylan Thomas. Los murciélagos de Lydd Chadwick son idénticos a los jinetes de Marini o a la silla con verduras de Manzú; la Olimpia (1960-62) de Reuben Nakian parece el regreso de los fragmentos del templo de Apolo. Las construcciones de John Chamberlain o Mark di Suvero dibujan los nuevos dioses, seres hechos de metal reutilizado, aplastado y deformado que hablan por sí mismos: César, Stankiewicz o David Smith demuestran que la escultura existe más allá de Fidias y personajes fundamentales como Anthony Caro o Jorge Oteiza se yerguen junto a Phillip King, Robert Morris, Larry Bell, Robert Smithson o Richard Long para mostrar al mundo la organicidad de las formas y la carne del vacío que urde los laberintos. Colonizada la Realidad como se colonizó la Luna, para algunos, ya en los 70' sólo queda el resquicio de la hiperrealidad, o sea, la tautología de lo tautológico, la aproximación a lo mismo, a lo idéntico. Las calles de Richard Estes, los maniquíes de Duane Hanson, las caravanas de Ralpf Goings o las muchachas tumbadas (de nuevo el arte del descanso) de George Segal comparten podio con los enormes retratos de Chuck Close o las diabluras de John Davis. Reg Butler y John de Andrea traen a los museos el desnudo y con ello el eterno tabú de la intimidad, que se encargará de rematar el último Duchamp titulado Étant Donnés (1966), conocido como la cascada. Que entienda quien pueda entender. Como antes se anunciaba, el verdadero revulsivo en cuanto a la fenomenología de las apariencias es la aparición de un personaje llamado Kosuth, un pausado lector que interroga al arte a través de citas de Borges, etimologías y dimensiones paralelas. El laberinto sigue en marcha para que el ratón siga buscando la salida: Dennis Openheim, ayudado de un simple libro, realiza una de las mejores piezas de la segunda mitad del siglo XX: Postura de leer (1970). Llegados los 80', las nuevas figuraciones atacan en guerrilla a lo conceptual y lo académico -que nunca se termina del todo-, por eso Ed Paschke, Julian Schnabel, A.R. Penck, George Baselizt y sobre todo, Phillip Guston, se hacen tan importantes en la historia reciente del Arte, ya que marcarán con su anárquica visión llena de milagros, un nuevo rumbo que empujará las cosas al lienzo otra vez, fundando una nueva oportunidad al desarrollo del espíritu, alejándose de las bromas pesadas y escleróticas de gente como Robert Arneson, Nancy Graves, Brad Davis o Giulio Paolini. Por su lado, Francesco Clemente y Mimmo Paladino morirán en el lodo de la fatalidad, del final de una idea de Imperio, disolviéndose junto a la frialdad de Alice Aycock o a la obscenidad gratuita de Delman Howe. Judy Chicago es ya una decadencia irreversible de lo escultótico, Jon Borofsky, un mal sueño de cartón engendrado por el eructo de un museo. Personalidades como Anselm Kiefer naufragarán en el mundo figurativo y se encerrarán en sus propios fantasmas, espectros de una guerra hecha para olvidar. Telón de fondo. Zoom de fotosop. El arte del siglo XX es un tiovivo en el que se entra y se sale del espejo, viviendo un absurdo apocalipsis caprichoso e ilusorio (entendiendo la palabra en su acepción original de revelación) que seguirá sin manifiesto alguno, pues en general, el espíritu sigue moribundo, abandonado entre la basura, sintetizado en un cuadro del revés que se mira a sí mismo, esperando a que alguien lo rescate y lo meta en el maletero del coche para cambiar sus coordenadas y así poder pensar de manera distinta otra forma de existencia más allá de la abundancia.

 


John Bratby, R.A. (1928-1992)
Dayan asleep