A propósito de un artículo de Jorge Carrión
¿Qué tienen en común
con los tiburones en escabeche,
las tiendas de campaña bordadas
y los maniquíes desmembrados?
(N. Y., 1927)
ANTÓN LAMAZARES
(1954 - ?)
La jeta del beato
En escena: una estufa de hojalata, un círculo de fieltro, un hornillo en espiral, un tubo negro que se pierde en el techo, alambres retorcidos en las paredes, una campanilla, hojas afiladas, corchos, flautas, cachibaches de todo tipo. Blanco y negro. Sobre la mesa: botellas de licor, una taza, una caja de cerillas, cigarrillos, tres tomates y su mano apoyada en la esquina, sintiendo la madera. Un alfabeto mudo. Mirando fijamente a la cámara está él sentado, cerca de una delgada librería donde un caballo en miniatura se retuerce. Una alegoría del espíritu. Una maqueta del ser. En la ventana de madera cuelgan recortes de toros, de figuraciones, de rostros. La mirada de Lamazares es abstracta, como de escultura babilónica. Se parece físicamente a Málevich. Un buda. Un mundo estoico se acerca cuando su presencia aparace y se detiene. De infancia rural, su primera adolescencia sucede en un convento fransciscano en el que pasa más de un lustro. Cambia la narración y lo figurativo por el sol y el ensueño. Su mente se evapora. Sus cuadros son espejos, diagramas llenos de enigmas, de movimientos disueltos en la luz. Vive en Madrid, Nueva York, Berlin. Transmuta el espíritu en rayo para trasladar su emoción a otros pastos lejos del Paraíso, para sembrar oraciones voladoras en todos los lugares. Todo está en todo. Sorbe de todas las culturas calentando con sus dos manos el fluido de lo etéreo. Sus labios juegan con el humo. Se comunica con citas y juegos de palabras, dejando en suspensión los términos, el lenguaje. Prefiere la palabra alma a la palabra memoria, lo cuál, le hace platónico, alado. Artista.
En sus trabajos de los años 80' dibuja sobre cartones con bolígrafos de distintos colores construyendo un laberinto de informalismos ovoides y vertiginosos (Familia Rañestras, 1981) que en ocasiones concluyen en misteriosos dáimones, susurros de lo oculto. Los tonos orgánicos del fondo recuerdan a ciertas acuarelas de Emile Nolde, los trazos, al sublime radical de Twombly. En todo caso se podría hablar de Dubufet, de Michaux, de Basquiat, de Cézanne. La luz es el objeto del momento instintivo, el laberinto es la mente seducida por el deseo. La mano de Lamazares tiembla cuando regresa al instante de la pintura, cuando acaece el milagro y entrega su voluntad. La cuestión es dejar al cuadro vivo, con aire suficiente para que se haga inmortal. Pero aún hay muchas imágenes, demasiados seres nadando en el útero del artista. Nacen muchas presencias: Rosiña, Asunción, Jesús, Porcallos, Rafael, etc. que se irán convirtiendo en conjuntos cerrados de símbolos herméticos, vaciados a lo Modigliani, alargados a lo Giacometti, pero vivos como las esculturas de Brancusi. Tal vez lo mejor de Miró es trabajado por Lamazares de una manera taoísta, respetando cada vez más los espacios, dejando a los simulacros más aislados, más lejos. Como el caballo de su estantería, su pintura. Los formatos crecen y llegan a ser gigantescos, auténticos retratos de corte, si una corte estuviese compuesta de almas resucitadas, de cementerios alucinógenos, de visiones nuevas. Lamazares utiliza la idea del espacio vaciado de Velázquez, pero encontrando su verdadero interés en las grapas, en las arrugas del cartón, en los pliegos y en las formas erráticas de la materia, comprendiendo que estos no sólo forman parte del cuadro, sino que son el cuadro; así, genera no ya sólo pintura sino también objeto, un fetiche santo, casi una reliquia. Una superficie-matérica. Se acerca así a Rauschenberg, a Tàpies, a Jim Dine. La simplicidad filosófica franciscana se desarrolla con facilidad en sus manos pervertidas por la suavidad, convirtiendo todo lo que toca en una plegaria alegre, jugando con las fabulosas texturas del cartón, con la suturas irracionales, los agujeros y las muescas, elaborando asombrosas escenas supramitológicas que irán derivando hacia el camino de Millares, Lynch, Morris, Guston... subido en una barca roja sobre el mar amarillo de la imaginación, de la pintura como ejercicio espiritual. Lamazares encuentra en el elemento del cartón su oásis supremo, un lugar donde extender un reino completo de aventuras y anécdotas bíblicas, sexuales, iniciáticas, de siluetas, de paisajes barnizados, sellados en el tiempo, en la eternidad creada por lo Humano. A veces da por pensar si Lamazares es en verdad un pintor occidental y no persa o hitita. Cada vez que su obra avanza, se separa más de la trampa, de la figura, para correr en busca del encuentro de la contemplación, de la visión amplia del mundo, de su mundo recobrado. El paralepípedo es su molécula, su ladrillo; el barniz, su éter, su miel. Recuerda al Pollock de sus últimos trabajos, a un Bruce Nauman netamente pictórico, al Oteiza más poético. Lamazares acabará creando galaxias, camposantos, almacenes del mundo. Ha llegado a uno de los escalones de la sabiduría: ha generado un espacio personal y particular, ha hecho la vida más rica, más misteriosa. Él mismo es una Santa Compaña, una velocidad distinta de las cosas.
En los años 90' se abre al papel amarillo, a las manchas sueltas como universos, como fuerzas vivas, como plantas creciendo a velocidades imperceptibles. Lamazares consigue llegar a lo invisible, al campo florido, al muro del arte. Como Rothko, el pintor de Lalín se desliza en la gran superficie hasta establecer un breve océano donde todo puede ser posible. Alterna el papel y el cartón que son dos caras de lo mismo para comunicarse con fantasmagorías, izando puentes de locura extrema que llegan al amor. Sus láminas conservan las huellas de un niño experimentando el hecho prodigioso de estar poseído por Paul Klee. La suavidad de sus manchas se hace aire y por fin el mundo es respirable, aromático. Lamazares recrea los sentidos de la Naturaleza a través del Tercer Ojo de lo santo, provocando en el público la operación de abrirse a lo desconocido, a lo sensible; también trabajará en ensamblajes de puertas de madera, componiendo enormes retablos tonales como notas musicales, como partituras extraterrestres (Manantial Rusia, 1989). La madera, el cartón, el papel: sus obras constituyen la consecución de un ciclo natural, de una Historia Natural, geológica.
Ya en el siglo XXI, Lamazares disfruta sobre pequeños formatos de madera de tono erótico, recreándose en breves cuentos árabes, secretos de intimidades lujuriosas a través del color y formas exóticas, polinésicas. Gauguin, Nan Golding, Juan de la Cruz, Santa Teresa, Helmut Newton y el erotismo de la Hélade confluyen misteriosamente en series llenas de felaciones, exhibiciones, besos negros y todo tipo de escenas sugeridas como sueños impregnados de LSD, de agua bendita. Si hay alguna religiosidad en Lamazares es la práctica de un santo paganismo, de un Casanova de lo telúrico, del héroe que considera la vida como una oportunidad de celebración, de descubrimiento, de pura emoción. La vitalidad de Lamazares se hace extrema en el nuevo siglo y se extiende también en enormes murales llenos de milagros como en su serie E Frai Frío no Lume (2008) o en 30 o 40 caballos en un armario de Zibolá (2010), obras que suelen ser interpretadas desde un supuesto bizantinismo paleocristiano, orientalista, de tosca complejidad. Toda la civilización Occidental nace en Oriente y Lamazares, al acercarse al origen de la cuestión, no puede ser otra cosa que taoísta, una forma de ser fundada en el espacio, en la desaparición del individuo, en su fusión con lo orgánico. Así como la Biblia es una novela, Lamazares es un pintor de iconos paganos, un aedo sin religión que lanza rayos por los dedos. Todo se envuelve en el ruido y la violencia, pero allí no lo encontraréis. Él ha vivido toda la historia de la pintura en una sola vida, ha conocido de cerca a sus maestros, viviendo en silencio, con los cuadros tumbados en el suelo esperando a que el barniz seque, silbando una canción, leyendo un poema, imaginando una escalera construida con un lenguaje que una la idea con el corazón, al mundo con lo humano.
VELÁZQUEZ
(1599 - 1660)
El humanista de lo efímero
De entre todos los índices de pintores, suelen sobresalir siempre varios nombres, unos pocos llenos de irradiación. Velázquez es uno de ellos: un sevillano de ascendencia portuguesa, inserto en los decadentes círculos de la baja nobleza, discípulo de Herrera y de Pacheco, casado con Juana, hija de su maestro. Su mirada era triste y prefería los perros a cualquier otro animal; recuérdese aquel retrato hermafrodita de Felipe Próspero, donde la mascota insignificante ocupa la trona sustituyendo a su dueño. Tal vez un chiste. También lo hizo en La túnica de José (1630), colocando a un chucho ladrando en una esquina del drama. Manet aprendería del truco para el gato de su Olimpia. El humor en la pintura es muy característico: siempre aparece en un cambio de paradigma. La rotación del iris se invierte. En el siglo XVII está iniciándose la era moderna que llega a nuestros días. Las miradas de las meninas se parecen a los ojos inventados por Van Eyck para el matrimonio Arnolfini, los ojos azules de Mariana de Austria inspirarán a Bacon para vestir a su terrorífico Inocencio X. Velázquez, que era un humanista, amaba la obra de Tiziano y Rafael, los cuadros de Ribera y Zurbarán, la sobriedad de Alonso Cano y Claudio Loreno, lo telúrico en Poussin, la obsesión de Van Dyck, los escritos de Gracián y Descartes, los cánones clásicos y la simplicidad de los bodegones, de Giotto, pero sobre todo, las tenebrosidad de Caravaggio. Invirtió mucho tiempo en viajar por España para visitar la pintura secuestrada en el Escorial o en Toledo. Por una carambola del destino y el enchufe de Olivares y Pacheco, Velázquez es nombrado pintor de corte por Felipe IV a los 24 años. Su arte de retratar lo inmóvil le ayuda en su escalada al prestigio. Si Goya fue un fotógrafo de calle, Velázquez fue uno de estudio, un artífice del silencio, de la intimidad. Su mano era guiada por una voluntad misteriosa y diabólica, dejando manchas al azar que difuminaban las figuras en el trato cercano, colores que al alejarse construían el mundo más allá de las apariencias, simulando lo real. Por ello, la pintura de Velázquez ni es barroca, ni es realista. Plasma osadías, culos, negros y floreros envueltos en terciopelo azul. Tempus fugit. La extraña irrealidad con la que juega, hace de él un artista único y heterodoxo donde lo histórico y lo mitológico acaban sintetizados en un cuervo con un pan en la boca. Conoce a Rubens que habita en palacio durante un año; es el único autorizado a conversar con él; absorbe la esencia flamenca. A los 30 años viaja a Italia: Génova, Venecia, Roma, Nápoles. Evoca a Miguel Ángel y a todo el Renacimiento; se limitará a observar sin grandilocuencias, concentrándose en perdidos jardines, en olvidadas ruinas, en figuras distantes. Inventa el Romanticismo. Hará muchas copias. Al volver a Madrid, su pintura se obsesionará con los enanos y los bufones, con la representación de personajes legendarios en cuerpos de mendigos, de escenas mitológicas mezcladas con escenas costumbristas. Velázquez comprende la pintura como una fusión de mundos, como un tiempo sin esfera donde todo confluye. Su mente es un agujero de gusano que hace conectarse al Universo, plegándolo, realizando viajes interestelares entre clases, culturas, siglos, tradiciones. Ciñéndose a cualquiera de sus detalles, el público puede encontrar un capítulo nuevo de la historia del Arte, superando a sus maestros, creando una nueva visión, estableciendo una mirada cínica entre el objeto y el sujeto, trascendiendo el afecto hasta destruir el efecto, ejerciendo el oficio que le fue adjudicado: ser el pintor más solitario del siglo XVII. Martínez del Mazo pintará el retrato de su familia con Velázquez al fondo, en miniatura, trabajando. Tal vez fue el pintor que menos cuadros terminó, el más rápido en acabarlos, el más lento en entregarlos. Podían pasar décadas hasta dar por finalizado un retrato, una escena de batalla. El tiempo era su aliado, pues vivió como un fantasma, entregado a los largos e infinitos pasillos del palacio real de Madrid, uno de los grandes museos privados del mundo antes de la Ilustración. Por eso Velázquez no fue un gran pintor por pintar sino por observar y esperar como un cazador aplastado en la tiniebla con el semblante triste. Conoció mucho y habló poco. Imaginó a Demócrito junto a un mapamundi esférico, a Marte fingiendo elegancia, a una vieja friendo huevos en una cueva, holgazanes, aguadores, almuerzos, huevos, truchas, monjas, adoraciones e imposiciones, retratos a lápiz al modo de Leonardo, borrachos, dioses, fraguas, caballos orondos, monarcas irascibles, prepotentes, retrasados, reinas bellísimas, infantes de porcelana, caballos blancos, condes soberbios, venados, perros durmiendo, lanzas, soldados, libros doblados, plumas, cartas, jarrones, vasijas, cómicos, reyes en el balcón, reflejados en el espejo, eremitas, hilanderas, mercurios, sibilas y barberos. Dicen que en su segundo viaje a Italia concibió a un hijo con una desconocida. Acabó retratando a un Papa y fue admitido en la Academia Romana, máxima institución para un pintor. A los 57 años termina Las Meninas, a los 60 se le nombra caballero de la Orden de Santiago y un año después muere. Sesenta y cuatro años después se escribe la primera biografía sobre su persona; pasada una década, el Alcázar del Palacio Real sufre un violento incendio y muchas de sus obras desaparecerán total o parcialmente.
o
El reverso oscuro de lo idéntico
Lo Mórbido
Hay algo que se está desmoronando en el mundo del arte, un fenómeno que sigue derritiéndose poco a poco -como la monarquía-, dejando un sospechoso tufillo a podrido; se trata de un hacer concreto, alabado por la prensa especializada desde finales de los años 90', una dinámica que aún sigue insistiendo en camuflar su fracaso, su vaciedad de simulación. Un ejemplo es la última exposición de Nuria Fuster, (M)other and Another, en la galería santanderina Juan Silió. Esculturas flácidas, tickets quemados, superficies agujereadas, exoesqueletos alienígenas, antenas de televisión, toallas enrolladas, planchas y tentáculos que devienen manos horripilantes, componen un aquelarre de seres dignos del museo Madame Tussauds, sea de forma deliberada o no. Una pesadilla. La cuestión es que el imaginario de una serie de jóvenes artistas de tendencia -afines a la línea Thirdists de los 80'-, hiperalérgicos a la ilusión de lo humano, exitosos desde hace quince años y demasiado mimados por la prensa e instituciones -y cuyos campos semánticos se construían a partir de referencias exageradas de la historia del arte como pueden ser las de Beauys, Calder, Barceló o Koons-, han estirado tanto el chicle bailando en los confines de la indiferencia, que han perdido la posibilidad de la mirada original. Y no es que, en este caso, la intención de la obra de Fuster sea obviar lo humano, lo grave es que durante toda su trayectoria ha mareado de tal forma la perdiz, alejándose tanto de las esencias fundamentales del oficio -agarrándose sólo a las bien consideradas profesionales- que ahora, al desea sacar el hocico, lo que sale, aparece muerto o moribundo. Necrosado. Cancerígeno. Las formas fálicas de sus esculturas demuestran no ya que el dolor es un factor en la erogeneidad, sino que la insistencia perseverante del formalismo banal en el corpus de un artista, puede conducir a encerrarle en el psicodrama de su propia desaparición. Influencias como la de Peter Nadin, Sarah Charlesworth o Saint Clair Cemin, le hacen un flaco favor a Nuria Fuster, protagonista de un revival infame y perverso sin profundidad alguna, tan anodino como la serie de acuarelas colgada de los muros. Además, el ambiente lynchiano de la sala desprende una sensación manida, un déjà vú desagradable. Con todo el respeto, el conjunto presentado irradia un aura de Hotel Transilvania o mejor dicho, de un trasunto de la Familia Adams donde Cosa (aquella mano hiperactiva e inquietante) aparece como metáfora de un destino mórbido de enferma desilusión.
LECCIONES DE ARTE MODERNO (IV)
(1945 - 1980)
Después de la guerra, las cajas vacías comienzan a acumularse, a oler a queso podrido y los pilotos suicidas supervivientes le cogen el gusto al micro y a las vitrinas. ¿Beauys o Warhol? ¿Mitomanía o misticismo? ¿Arte social o socialización del Arte? Vayamos por partes: después de convertir botelleros en Laocoontes, los artistas de posguerra comienzan a fijarse no ya en los objetos sino en el mundo como objeto. Carl André se obsesionará con los suelos, los bloques de madera, las divisiones imposibles y los textos mecanografiados, por otro lado, Sol Levitt inaugurará lo que hoy se conoce como instalaciones o esqueletos de estructuras. Minimal. Raspas de pescado. Esbozos. Ideas geométricas de una frialdad inaccesible frente a la hermosura de un bosque. Hasta 1973, Picasso seguirá siendo el artista más famoso de la Tierra y por eso, soñará por última vez con Argel y otros lugares parecidos que irán desapareciendo, pues el mundo, consumido por el Pop, el Ecologismo y las guerras de Género, irá diluyéndose en efectismos y ruinas mohosas donde sólo las ranas podrán asomarse. Beauys materializará sus delirios chamánicos en intervenciones memorables en medio del vacío, atravesando paredes, haciendo añicos el volúmen de lo estable, erosionando la suavidad hasta dejar la escena en un estado de standby lleno de carbón. Hay que desestabilizar. Dalí, Masson, Matta, Gorky, Tanguy o Mattise serán los últimos artistas que vivan la utopía plástica, la idealización de la podredumbre. El pinguino dialogará con el sombrero, lo anormal hará cola en medio del infinito, los arabescos se retorcerán y los últimos dioses se convertirán en satélites abandonados junto a la basura del porvenir. Pollock, Hofmann, Baziotes, Motherwell, Gottlieb, Kline y Rothko convertirán la superficie y la mancha en un lenguaje académico que conducirá a un callejón sin salida, a un contrasentido de círculos y geometrías tras las que se esconde un profundo escepticismo y un escapismo intelectual promovido por Clement Greenberg, el inventor del primer movimiento artístico puramente yanqui. Pese a todo, el espíritu se mantiene en vilo gracias a las sonrisas envenenadas de De Kooning montando en bicicleta, al lúcido reloj de Guston, a las grutas de Clifford Still y a las formas aéreas de Sam Francis. Mientras que Picasso inventa nuevos fusilamientos, Leger construye sus habituales tuberías tonales y Matisse se pasa al papel, pintores como John Bratby comienzan a mirar directamente al espejo del Arte, tal vez para recuperar el contacto de las dimensiones humanas perdidas en Braque, en Miró, en Bomberg, Auerbach o Kossoff. La tristeza y el pesimismo de Giacometti se mezclarán con la depravación de Bacon hasta destruir a Velázquez -el sagrado desrealismo- por la absurda obsesión de instaurar un irrealismo pretencioso que irá cobrando forma de cómic, de viñeta, como en los cuadros de Renato Guttuso o Bernard Buffet. A pesar de la deriva, aún aparecerán extraños románticos como Baltus y sus misteriosas casas de muñecas, las sombras de Bazaine, los extraños rostros de Fautrier, las células de Wols y los rayajos energéticos de Hartung. Todos los supervivientes de la guerra intentarán cerrar las puertas de sus palacios, sepultándose en sus ataúdes de creación: Tàpies en sus rombos de grisala, Millares en sus ristras de esparto o Michaux, imbuido en sueños alucinógenos de otro mundo. Asger John hará regresar los colores primarios más allá del pop, allá por mediados de los 60' y junto al deformista Karel Appel, los sentimientos turbulentos de Alechinsky y los delirios psicodélicos de Hunderwaser o Dubuffet, se dará por terminada la deconstrucción expresionista. El otro lado de la baraja se corta en ángulo recto: con Max Bill, Richard Lohse, las curiosidades de Josef Albers, los espacios absolutos de Newman o las composiciones académicas de Ad Reihardt, se llegará al átomo del lienzo cerebral y se comenzará a explotar la idea del arte decorativo; una idealización abstracta de las formas geométricas que intenta olvidar la realidad para centrarse en la autonomía del Arte, pero, ¿qué es el Arte en medio de los años 60'? Habría que preguntárselo a Jack Tworkov, a Ellsworth Kelly, a Al Held o a Jack Youngerman, pues ellos junto a Kenneth Nolan y al inigualable Morris Louis, sacarán a la plástica del callejón sin salida para empujarla hacia el laberinto, ese sistema arquitectónico originario de la cultura egipcia, el cuál propone un juego implícito a la mente, una cuestión filosófica al ojo. Por eso la importancia de Frank Stella, Jeremy Moon, Tess Jara, John Walker o John Hoyland, fundamentales para entender el paso de la pintura a la escultura que se irá produciendo progresivamente, devolviendo las formas materiales al tablero de ajedrez del que las sacó Duchamp. Todo esto provocará una avalancha de cuestiones de Realidad que centrará la reflexión sobre la materia hasta hacerla concluir en una negación de la apariencia misma, frivolizando su valor: así, desde las repeticiones de Jasper Johns a las composiciones de Arman, se podría conectar un hilo invisible a través de las tripas de los eclipses de Cornell, las muñecas de Enrico Baj o las sucias camas de Rauschenberg. Bruce Conner y Edward Kienholz también ofrecerán sus canapés y salones, como si el artista entendiera que el alma humana necesitara un descanso después de la tragedia del absurdo. Así, Paul Thek creará su memorable "Muerte de un hippie", encerrando a su doble dentro de una pirámide rosada, anunciando la venida de los nuevos faraones, del sometimiento de la muerte a la estética salvaje. Yves Klein morirá pronto no sin antes inventar un color, una actitud y una forma de pintar con elementos tan extraordinarios como el fuego. Christo envolverá edificios y llenará los callejones de bidones para que el Arte no se equivoque de la misma manera; Manzoni lanzará sus chistes escatológicos, inaugurando el nuevo arte del amor pasajero, replicando a Duchamp, siendo más prosaico, pero también más humano: es el comienzo de la gran broma. Pistoletto y Raysse lo sencundarán a su estilo junto a Peter Blake, Peter Phillips o Derek Boshier, fundando una tendencia que ni siquiera el Arte pudo preveer: el reino de lo vacuo, del escepticismo alegre, del nihilismo transversal. Cuando todo pierde su valor, todo parece poder cumplirse. Simplificar la vida para hacerla más accesible: democratizar las ideas y crear para todos los públicos. Un error caústico. La nueva tábula rasa permite a David Hockney sacar el culo al aire y aplicar la enseñanza informalista de una manera equilibrada e infantil, instalándose en un realismo popular, casi fotográfico, de diario sentimental. Según Duchamp, la valía de un artista se mide en la distancia existente entre la vida personal y su obra. El pop nació del collage, de aquel cuadrito mínimo de Richard Hamilton (¿Qué hace que los hogares de hoy sean tan diferentes, tan atractivos?, 1956) que bendijo todas las combinaciones de materiales y formas imaginables, dando una sólida justificación a la ligereza. Así, Patrick Cauldfield, Anthony Donalson y Allen Jones regresarán a los lienzos para demostrarse que aun perdidos en el laberinto dorado, la vida podía seguir reproduciéndose. Los críticos empezaron a soñar con Walter Benjamin. Uno de los ejemplos más fascinantes de la pintura popular es el díptico de R. G. Kitaj en su Sinfonía con Francis Bacon: general de cálido deseo, (1968-1969). La profundidad regresa en clave lacaniana y el pop brilla de forma hermosa lejos de Warholl. Jim Dine o Sidney Nolan dejan muy atrás los grafismos de Lichtenstein o las serigrafías de la Fábrica; de hecho, un personaje como Dine, anticipa al todopoderoso Beauys, desarrollando psicodramas brutales llenos de máscaras, pizarras y mensajes -destacando la naturaleza incomunicativa del Arte-, en la línea de las duchas sangrientas de Stuart Brisley o las extremas excentricidades de Rudolf Schwarzkogler. El arte desplegado en la extranjera realidad produce un inmediato rechazo y marginación, siendo el artista recluido en el psiquiátrico: vuelta al impresionismo y a los textos de Deleuze-Guattari. Los ciclos del arte son en parte, como los cuadros del Op Art, lleno de deformaciones ópticas que marean al espíritu. Quizás por eso Calder inventa los móviles y por eso el gusto decorativo los acoge con los brazos abiertos, volviendo a la infancia mental y al cerebro balbuceante; de nuevo Lacan se erigirá como el único lenguaje posible para dirigir y explicar la paranoia social, la angustia existencial. En gran medida, toda la segunda mitad del siglo XX es producto de una alucinación psicoanalítica, o sea, literaria: por eso luego llegará el fenomenal Kosuth, aunque antes Tinguely, Takis y Liliane Lijn intentarán dar vida a las máquinas -industrialismo- para que inventen un nuevo lenguaje que ellos se ven impotentes de crear: los reflejos de Julio Le Parc o los cristales de Stephen Benton son los intentos escultóricos de la luz que mueren al apagar el interruptor. La electricidad interviene en el arte como un nuevo elemento transversal. Todas estas formas sordomudas y eléctricas están ya muy lejos de las lánguidos figuras de Giacometti o las robustas presencias de Germaine Richier; las curvas de Henry Moore o Barbara Hepworth se van solidificando en las figuras de Kenneth Armitage que tanto recuerdan al doble de Thek, ese eterno durmiente. El Arte siempre es igual, siempre es el mismo, pero duerme con los ojos abiertos, como si su esencia fuese en realidad un cuento de Dylan Thomas. Los murciélagos de Lydd Chadwick son idénticos a los jinetes de Marini o a la silla con verduras de Manzú; la Olimpia (1960-62) de Reuben Nakian parece el regreso de los fragmentos del templo de Apolo. Las construcciones de John Chamberlain o Mark di Suvero dibujan los nuevos dioses, seres hechos de metal reutilizado, aplastado y deformado que hablan por sí mismos: César, Stankiewicz o David Smith demuestran que la escultura existe más allá de Fidias y personajes fundamentales como Anthony Caro o Jorge Oteiza se yerguen junto a Phillip King, Robert Morris, Larry Bell, Robert Smithson o Richard Long para mostrar al mundo la organicidad de las formas y la carne del vacío que urde los laberintos. Colonizada la Realidad como se colonizó la Luna, para algunos, ya en los 70' sólo queda el resquicio de la hiperrealidad, o sea, la tautología de lo tautológico, la aproximación a lo mismo, a lo idéntico. Las calles de Richard Estes, los maniquíes de Duane Hanson, las caravanas de Ralpf Goings o las muchachas tumbadas (de nuevo el arte del descanso) de George Segal comparten podio con los enormes retratos de Chuck Close o las diabluras de John Davis. Reg Butler y John de Andrea traen a los museos el desnudo y con ello el eterno tabú de la intimidad, que se encargará de rematar el último Duchamp titulado Étant Donnés (1966), conocido como la cascada. Que entienda quien pueda entender. Como antes se anunciaba, el verdadero revulsivo en cuanto a la fenomenología de las apariencias es la aparición de un personaje llamado Kosuth, un pausado lector que interroga al arte a través de citas de Borges, etimologías y dimensiones paralelas. El laberinto sigue en marcha para que el ratón siga buscando la salida: Dennis Openheim, ayudado de un simple libro, realiza una de las mejores piezas de la segunda mitad del siglo XX: Postura de leer (1970). Llegados los 80', las nuevas figuraciones atacan en guerrilla a lo conceptual y lo académico -que nunca se termina del todo-, por eso Ed Paschke, Julian Schnabel, A.R. Penck, George Baselizt y sobre todo, Phillip Guston, se hacen tan importantes en la historia reciente del Arte, ya que marcarán con su anárquica visión llena de milagros, un nuevo rumbo que empujará las cosas al lienzo otra vez, fundando una nueva oportunidad al desarrollo del espíritu, alejándose de las bromas pesadas y escleróticas de gente como Robert Arneson, Nancy Graves, Brad Davis o Giulio Paolini. Por su lado, Francesco Clemente y Mimmo Paladino morirán en el lodo de la fatalidad, del final de una idea de Imperio, disolviéndose junto a la frialdad de Alice Aycock o a la obscenidad gratuita de Delman Howe. Judy Chicago es ya una decadencia irreversible de lo escultótico, Jon Borofsky, un mal sueño de cartón engendrado por el eructo de un museo. Personalidades como Anselm Kiefer naufragarán en el mundo figurativo y se encerrarán en sus propios fantasmas, espectros de una guerra hecha para olvidar. Telón de fondo. Zoom de fotosop. El arte del siglo XX es un tiovivo en el que se entra y se sale del espejo, viviendo un absurdo apocalipsis caprichoso e ilusorio (entendiendo la palabra en su acepción original de revelación) que seguirá sin manifiesto alguno, pues en general, el espíritu sigue moribundo, abandonado entre la basura, sintetizado en un cuadro del revés que se mira a sí mismo, esperando a que alguien lo rescate y lo meta en el maletero del coche para cambiar sus coordenadas y así poder pensar de manera distinta otra forma de existencia más allá de la abundancia.
Dayan asleep