La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE


 
ALEX KATZ
(N. Y., 1927)
 
En el vacío de las apariencias
 


¿Qué son los cuadros de Alex Katz? Desde finales de los 50' comienza una transición pictórica de la idea de la superficie neutra y la incorporación de lo figurativo al vacío puro, construido conscientemente desde Malevich y desarrollado hasta sus últimas consecuencias por Kline, Newman, Rothko, Ad Reindhardt, Motherwell o Clifford Still entre otros. La llamada Pintura de Campo fue un estilo puramente norteamericano, muy promocionado -entre otros- por el ingenioso crítico y cabezota de Clement Greenberg, que se materializó con una intención innovadora, emancipadora. La cultura estadounidense necesitaba desligarse de la tradición europea y se atrevió a sumergirse en el callejón sin salida de la abstracción, a pesar de que pintores como Miró o los suprematistas rusos ya habían anunciado y superado ese camino hacía décadas. En ese momento de terrible posguerra europea, el continente americano goza de una comodidad y una salud excelentes: países como Uruguay y Argentina nadan en la abundancia y al mismo tiempo, EEUU comienza su política imperialista e impone su mantra eterno: el American Way of Life. En paralelo a los abstractos, aparece la línea pop con Warhol, Lichtenstein y Hamilton a la cabeza, una especie de abstracción popular, enmascarada mediante elementos infantiles, humorísticos o simplemente cotidianos. Esta línea es, de alguna manera, desde la que se puede entender el trabajo de Katz. El pintor niuyorkino nos muestra pinturas explícitas, cuasirrealistas, aisladas y frías, en general, de gran formato; contemplar sus piezas es como asistir a una estrategia perfecta urdida por una mentira prevista y publicitaria, una falsedad fascinante transmitida a través de la fuerza del color de lo falso. De alguna manera, al igual que los horripilantes bustos de Jaume Plensa, los casposos cuadros urbanísticos de Antonio López o la época decadente de Juan Uslé, la obra de Katz desvirtúa la percepción del espectador, aturdiendo al personal de manera más o menos eficaz hasta agotarlo, llevándole ante una pantalla de formas vacuas, de cromos gigantescos sin gracia. Si Alex Katz fue pionero en algo fue en darse cuenta de lo provechoso de la mina de lo vulgar, de la rentabilidad de lo aséptico, o lo que es lo mismo: urdir la idea de una pintura infrarrealista, naif y colorista sin que apenas se note, vendiéndola como pura decoración de revista de moda, como chapas, como pegatinas de recreo. Su plan fue infalible. Katz cae en la trampa del vender y del gustar; su obra es una especie de ambicioso supermercado, una especie de folleto informativo de avión donde se explica cómo ponerse una mascarilla o cómo agacharse tras el sillón antes de estriparse en medio del océano. El falso matiz parece ser su prerrogativa y el impacto instantáneo su único y mayor objetivo. Un cuadro de Katz no tiene ni más ni menos que lo que se percibe de él en la primera milésima; es un producto postmoderno que confiere al artista un estado flagrante de ignominia. Es vergonzoso. Aunque inicialmente podría clasificarse como artista pop, por las mismas razones se le podría tildar de kitsch o de la misma manera, como un muralista institucional, de oficina, ese tipo de artesanos ante cuyas obras el público se siente fuerte, impulsado por la simplicidad intencionada de Katz que llena el Superego y obliga a tirarse a la piscina de los juicios aleatorios. Katz es un decorador que brinda la oportunidad de comprobar en vivo cómo un tipo de arte deshumanizado se ha asentado en el presente; se trata de una obra tan limpia que fallece, tan explícita que es obscena, tan pobre que inunda el alma de tonos neutros hasta conseguir una calma de guardería o de tienda de muebles sueca. Su soberbia llega a momentos surealistas: realiza homenajes a Monet o a Newman, generando versiones infantilizadas de una torpeza tal que obligan a apartar la mirada. Terrible. La República de la insensibilidad. Lo peor de Katz es el mensaje neonihilista que lanza mediante sus clónicas figuras, ennobleciendo la más terrible cotidianeidad, endiosando el aburrimiento, el vacío existencial, la vaguedad de las apariencias y todo lo que pueda caber en una revista semanal de moda. Sus presencias parecen monigotes de plastilina de mirada perfilada, frívola. Sin duda, una obra compuesta de insubstancialidad que debería escurrirse directamente a la alcantarilla de la basura pestilente, hoy aún alentada por la mirada inexperta y confusa de ese público tan desesperado por tener algo qué decir, de sentir cosquillas en el cerebro al empoderarse mediante una débil opinión, sin temor de decir en alto, en medio de la sala, sin vergüenza ninguna, desde su cultura del Barrio de Salamanca: ¡Mira qué bonito!