En 2018, el realizador Nathaniel Khan estrenó un documental titulado The price of everything, un irregular film basado en el moderno dilema sobre el valor de las obras artísticas y de su precio en el mercado. La cuestión no es trivial en un panorama generalizado en el que las galerías, ferias y subastas llevan imponiendo sus reglas mercantiles desde hace más de medio siglo, conduciendo la deriva artística -históricamente sometida a uno u otro poder- a un callejón sin salida posible, sustituyendo a los museos, a los artistas y la Historia del Arte. Desde la Edad Media hasta el siglo XVII -momento del arranque capitalista-, los mececas del arte habían sido la aristocracia y el Papado. El arte clásico fue elitista por necesidad, por pura supervivencia, adaptándose a sistemas autárquicos y totalitarios, produciéndose un tipo de obras que, en líneas generales, evitaban la controversia y donde el artista funcionaba como un artífice. Hay un tema preestablecido, una mente preestablecida, unos valores fijados. En esos momentos, el arte es utilizado por el poder occidental como un respaldo moral de sus creencias, una lujosa propaganda de sus principios y de su existencia, ¿cómo eternizar si no es a través de la arquitectura, la escultura o el lienzo, de la escritura o el cancionero? En una sociedad de esclavos, el artista es un esclavo también, un ser que lucha por ascender, por abandonar el maldito círculo de la pobreza; así, Velázquez. Lean a Ortega. Hasta estos momentos se imita la vieja estrategia del imperio Egipcio, pasado por el filtro griego, condensado toscamente en el plagio romano. Ave César. Todo este tinglado establece un nivel de Alta Cultura destinada a la elite adinerada, culta y minoritaria, frente a otra masiva y analfabeta, consumidora de un arte popular compuesto por el folclore, los juglares, los refranes y el teatro. Digamos que, ante un arte estático, grandilocuente y eterno, convive otro lleno de fuerzas vivas, espontaneidad y cotidianidad efímera. Frente a un idealismo estetizante, palpitan un puñado de artes menores llenas de humanidad. Lo humano siempre ha sido la clave esencial de la génesis artística, su esencia motora, su única sustancia en cooperación con la ilusión. El sacrificio del artista como médium del espíritu humano que mueve al mundo, que transforma la civilización, que inventa una forma de comunicar al pasado con el futuro para crear presente, siempre ha tenido un sólo motivo y este ha sido el Arte. Una forma de supervivencia específica de lo humano; los demás animales no desperdician ni un sólo segundo en crear: la conservación de las especies tiene mayor peso. En cambio, el artista crea por una necesidad inútil, desconocida, vital. Un capricho necesario. Después de la Revolución Francesa, el artífice se convierte en creador y el sujeto individual comienza a forjarse. Llega la Ilustración, Kant y su puta madre. La Razón y la Burguesía se adueñan del mundo, a pesar de que el Antiguo Régimen resiste en sus fortalezas neoclásicas donde el Romanticismo, el Realismo y el Art Pompier serán las bifurcaciones definitivas que construirán el loco siglo XX. El arte pomposo mezclado con el floclore y la industrialización crean un sistema artesanal donde se producen objetos asequibles a un gran público henchido de gusto al estar empachado de novelas que le han dotado de un criterio suficiente como para envalentonarse a decidir qué es lo bello. Así nace el kitsch, un término alemán que designaba en su origen "recoger la basura de la calle". El término derivó hacia las nociones de lo cursi y del mal gusto, hasta designar aquello que los ignorantes confundían como arte, o sea, el no-arte. Así, la producción que comienza a mediados del siglo XIX y que entra en el XX con mucha fuerza, es un fenómeno de trivialización, de versionado, de plagio lowcost, de condensado, abreviatura o amplificación. Básicamente, de repetición, de copia, una práctica que será recuperada por artistas como Warhol o Lichtenstein, quienes transformarán un defecto educativo de la burguesía, en pepitas de oro a partir de lo sucedáneo. Cuando el Kitsch llega a tomar contacto con el Arte, no se produce una simbiosis o fusión, sino que sin ser advertido, se produce una fatal sustitución de lo falso por lo verdadero, fundándose los principios del actual arte contemporáneo o lo que por aquí nos gusta llamar, el devenir del aún inconcluso, arte de la modernidad. A partir de la artimaña publicitaria de Warhol y compañía, se instala un tipo de obra sucedánea, distraida, academicista, insensible, mecánica y falsa, en torno a la cuál se someten hordas de artistas ávidos de cash fresco. El kitsch es una imitación interesada de un fenómeno artístico, su hermano mentiroso, un producto que devalúa la cultura hasta dejarla irreconocible y disfuncional. Su lenguaje es el realismo y la tautología; su filosofía, lo viejo es malo, lo nuevo es bueno. Utiliza códigos de nivel tan bajo que se hace accesible de forma evidente, perdiendo la bendita ambigüedad del arte. Todo se hace fácil. Todo se hace dinero. Los artistas Pop se forran y establecen unos criterios que lanzarán al Kitsch hasta el infinito y más allá, copando todos los rincones reservados para el Arte. Hoy, cualquier feria, subasta y, se podría decir que casi toda galería, expone kitsch en vez de Arte. Ahí reside la confusión del público, de ahí su desencanto, su desapego ante la producción mundial de los artistas: la obra pierde su autenticidad y se centra en el efectismo, en la búsqueda de aceptación, de espectáculo, por lo cuál hoy, por ese mismo efecto, el usuario medio de las redes sociales se ha transformado sin querer, también, en un fenómeno kitsch. El público ya no puede diferenciar entre lo verdadero y lo falso, las obras de arte han perdido su capacidad para transmitir la tradición cultural; están vaciadas, desfloradas, desacralizadas. Sin cultura, la Estética no encuentra fundamento y sin estética no puede haber pensamiento de las formas y sin ello, no hay criterio. El Kitsch ha urdido la estrategia más perversa jamás inventada: no sólo ha suplantado al Arte sino que ha destruido toda posibilidad de crítica, con lo cuál, ha servido en bandeja al sistema especulativo la decisión de fijar qué es lo bueno y qué es lo malo, o mejor dicho, qué valor tiene o no tiene una obra. La tradición se ha roto y lo Kitsch crece como si fuera un rizoma, sofisticándose en sus versiones Camp, repitiéndose a sí mismo en el infinito, mutando en virtualidad infantilada, reguetón o programa televisivo. No importa mientras haya gente que lo compre y lo consuma. Una hamburguesa de McDonals es un fenómeno kitsch, al igual que lo es la nueva raza política de la ultraderecha o las últimas producciones de Jeff Koons. No existe lo humano, no existe la ilusión. Todo es igual porque todo es kitsch y lo kitsch es fácil de consumir, de entender, de aceptar. Sólo la fascinación y el dinero son necesarios. La eterna repetición de lo mismo. El alma burguesa lleva hipnotizada un siglo entero, creyendo poder aspirar a los placeres de la aristocracia, a un mundo mejor, a un mejor nivel de vida, a un mayor salario... cuando en realidad, sin saberlo, son parte del mundo más precario y masivo de la civilización. El Kitsch ha dominado el mundo y ha sustituido al Arte y a la Cultura. Personajes como Jeff Koons o Damien Hirst no son artistas sino marcas de moda, diseñadores de productos de lujo, marcas comerciales. Cui Ruzhuo, Jasper Johns, Banksy o David Hockney son en sentidos diversos, corderos de la misma madre. Así el Kitsch todopoderoso se regodea de todo y de todos, hinchándose hasta la barbarie, acabando con la calidad cultural, invadiendo de seudobjetos las estanterías, embaucando con sus clichés y vulgaridades, con sus estereotipos, connotaciones inconexas, con sus baratijas y fealdades, con su ensalzamiento de la vida cotidiana y su confianza absoluta en la potencia irónica de lo grotesco, leve, estúpido y lounge. El kitsch mantiene paralizado a lo humano en un vestíbulo lleno de relax y acompañamiento agradable. Drogodependencia. Vean la película de Nathaniel Khan y podrán comprobar la condescendencia de creadores kitsch como George Condo, Marylin Minter o Jeff Koons, indiferentes al fenómeno del Arte, centrados en la comercialidad y producción de sus obras, holgazaneando entre billetes y profecías de gurú, nadando entre lo hortera y lo triste, transformándose en portadas de Norman Rockwell, creando su "nueva cultura" ambiental de la Nada, respaldados por coleccionistas multimillonarios como Stefan Edlis -un superviviente vienés del holocausto nazi que se hizo rico en Norteamérica vendiendo plástico y coleccionando cuadros de Mondrian- o frívolas subastadoras de Shoteby's como Amy Cappellazzo. Un dessastre. Mundo anglosajón. A ver cómo salimos de ésta sin tener que poner la mirada que Robert Rauschenberg le lanzó en 1973 a Robert C. Scull, el miserable magnate que cambió el destino del mundo del Arte.