LECCIONES DE ARTE MODERNO (IV)
(1945 - 1980)
Después de la guerra, las cajas vacías comienzan a acumularse, a oler a queso podrido y los pilotos suicidas supervivientes le cogen el gusto al micro y a las vitrinas. ¿Beauys o Warhol? ¿Mitomanía o misticismo? ¿Arte social o socialización del Arte? Vayamos por partes: después de convertir botelleros en Laocoontes, los artistas de posguerra comienzan a fijarse no ya en los objetos sino en el mundo como objeto. Carl André se obsesionará con los suelos, los bloques de madera, las divisiones imposibles y los textos mecanografiados, por otro lado, Sol Levitt inaugurará lo que hoy se conoce como instalaciones o esqueletos de estructuras. Minimal. Raspas de pescado. Esbozos. Ideas geométricas de una frialdad inaccesible frente a la hermosura de un bosque. Hasta 1973, Picasso seguirá siendo el artista más famoso de la Tierra y por eso, soñará por última vez con Argel y otros lugares parecidos que irán desapareciendo, pues el mundo, consumido por el Pop, el Ecologismo y las guerras de Género, irá diluyéndose en efectismos y ruinas mohosas donde sólo las ranas podrán asomarse. Beauys materializará sus delirios chamánicos en intervenciones memorables en medio del vacío, atravesando paredes, haciendo añicos el volúmen de lo estable, erosionando la suavidad hasta dejar la escena en un estado de standby lleno de carbón. Hay que desestabilizar. Dalí, Masson, Matta, Gorky, Tanguy o Mattise serán los últimos artistas que vivan la utopía plástica, la idealización de la podredumbre. El pinguino dialogará con el sombrero, lo anormal hará cola en medio del infinito, los arabescos se retorcerán y los últimos dioses se convertirán en satélites abandonados junto a la basura del porvenir. Pollock, Hofmann, Baziotes, Motherwell, Gottlieb, Kline y Rothko convertirán la superficie y la mancha en un lenguaje académico que conducirá a un callejón sin salida, a un contrasentido de círculos y geometrías tras las que se esconde un profundo escepticismo y un escapismo intelectual promovido por Clement Greenberg, el inventor del primer movimiento artístico puramente yanqui. Pese a todo, el espíritu se mantiene en vilo gracias a las sonrisas envenenadas de De Kooning montando en bicicleta, al lúcido reloj de Guston, a las grutas de Clifford Still y a las formas aéreas de Sam Francis. Mientras que Picasso inventa nuevos fusilamientos, Leger construye sus habituales tuberías tonales y Matisse se pasa al papel, pintores como John Bratby comienzan a mirar directamente al espejo del Arte, tal vez para recuperar el contacto de las dimensiones humanas perdidas en Braque, en Miró, en Bomberg, Auerbach o Kossoff. La tristeza y el pesimismo de Giacometti se mezclarán con la depravación de Bacon hasta destruir a Velázquez -el sagrado desrealismo- por la absurda obsesión de instaurar un irrealismo pretencioso que irá cobrando forma de cómic, de viñeta, como en los cuadros de Renato Guttuso o Bernard Buffet. A pesar de la deriva, aún aparecerán extraños románticos como Baltus y sus misteriosas casas de muñecas, las sombras de Bazaine, los extraños rostros de Fautrier, las células de Wols y los rayajos energéticos de Hartung. Todos los supervivientes de la guerra intentarán cerrar las puertas de sus palacios, sepultándose en sus ataúdes de creación: Tàpies en sus rombos de grisala, Millares en sus ristras de esparto o Michaux, imbuido en sueños alucinógenos de otro mundo. Asger John hará regresar los colores primarios más allá del pop, allá por mediados de los 60' y junto al deformista Karel Appel, los sentimientos turbulentos de Alechinsky y los delirios psicodélicos de Hunderwaser o Dubuffet, se dará por terminada la deconstrucción expresionista. El otro lado de la baraja se corta en ángulo recto: con Max Bill, Richard Lohse, las curiosidades de Josef Albers, los espacios absolutos de Newman o las composiciones académicas de Ad Reihardt, se llegará al átomo del lienzo cerebral y se comenzará a explotar la idea del arte decorativo; una idealización abstracta de las formas geométricas que intenta olvidar la realidad para centrarse en la autonomía del Arte, pero, ¿qué es el Arte en medio de los años 60'? Habría que preguntárselo a Jack Tworkov, a Ellsworth Kelly, a Al Held o a Jack Youngerman, pues ellos junto a Kenneth Nolan y al inigualable Morris Louis, sacarán a la plástica del callejón sin salida para empujarla hacia el laberinto, ese sistema arquitectónico originario de la cultura egipcia, el cuál propone un juego implícito a la mente, una cuestión filosófica al ojo. Por eso la importancia de Frank Stella, Jeremy Moon, Tess Jara, John Walker o John Hoyland, fundamentales para entender el paso de la pintura a la escultura que se irá produciendo progresivamente, devolviendo las formas materiales al tablero de ajedrez del que las sacó Duchamp. Todo esto provocará una avalancha de cuestiones de Realidad que centrará la reflexión sobre la materia hasta hacerla concluir en una negación de la apariencia misma, frivolizando su valor: así, desde las repeticiones de Jasper Johns a las composiciones de Arman, se podría conectar un hilo invisible a través de las tripas de los eclipses de Cornell, las muñecas de Enrico Baj o las sucias camas de Rauschenberg. Bruce Conner y Edward Kienholz también ofrecerán sus canapés y salones, como si el artista entendiera que el alma humana necesitara un descanso después de la tragedia del absurdo. Así, Paul Thek creará su memorable "Muerte de un hippie", encerrando a su doble dentro de una pirámide rosada, anunciando la venida de los nuevos faraones, del sometimiento de la muerte a la estética salvaje. Yves Klein morirá pronto no sin antes inventar un color, una actitud y una forma de pintar con elementos tan extraordinarios como el fuego. Christo envolverá edificios y llenará los callejones de bidones para que el Arte no se equivoque de la misma manera; Manzoni lanzará sus chistes escatológicos, inaugurando el nuevo arte del amor pasajero, replicando a Duchamp, siendo más prosaico, pero también más humano: es el comienzo de la gran broma. Pistoletto y Raysse lo sencundarán a su estilo junto a Peter Blake, Peter Phillips o Derek Boshier, fundando una tendencia que ni siquiera el Arte pudo preveer: el reino de lo vacuo, del escepticismo alegre, del nihilismo transversal. Cuando todo pierde su valor, todo parece poder cumplirse. Simplificar la vida para hacerla más accesible: democratizar las ideas y crear para todos los públicos. Un error caústico. La nueva tábula rasa permite a David Hockney sacar el culo al aire y aplicar la enseñanza informalista de una manera equilibrada e infantil, instalándose en un realismo popular, casi fotográfico, de diario sentimental. Según Duchamp, la valía de un artista se mide en la distancia existente entre la vida personal y su obra. El pop nació del collage, de aquel cuadrito mínimo de Richard Hamilton (¿Qué hace que los hogares de hoy sean tan diferentes, tan atractivos?, 1956) que bendijo todas las combinaciones de materiales y formas imaginables, dando una sólida justificación a la ligereza. Así, Patrick Cauldfield, Anthony Donalson y Allen Jones regresarán a los lienzos para demostrarse que aun perdidos en el laberinto dorado, la vida podía seguir reproduciéndose. Los críticos empezaron a soñar con Walter Benjamin. Uno de los ejemplos más fascinantes de la pintura popular es el díptico de R. G. Kitaj en su Sinfonía con Francis Bacon: general de cálido deseo, (1968-1969). La profundidad regresa en clave lacaniana y el pop brilla de forma hermosa lejos de Warholl. Jim Dine o Sidney Nolan dejan muy atrás los grafismos de Lichtenstein o las serigrafías de la Fábrica; de hecho, un personaje como Dine, anticipa al todopoderoso Beauys, desarrollando psicodramas brutales llenos de máscaras, pizarras y mensajes -destacando la naturaleza incomunicativa del Arte-, en la línea de las duchas sangrientas de Stuart Brisley o las extremas excentricidades de Rudolf Schwarzkogler. El arte desplegado en la extranjera realidad produce un inmediato rechazo y marginación, siendo el artista recluido en el psiquiátrico: vuelta al impresionismo y a los textos de Deleuze-Guattari. Los ciclos del arte son en parte, como los cuadros del Op Art, lleno de deformaciones ópticas que marean al espíritu. Quizás por eso Calder inventa los móviles y por eso el gusto decorativo los acoge con los brazos abiertos, volviendo a la infancia mental y al cerebro balbuceante; de nuevo Lacan se erigirá como el único lenguaje posible para dirigir y explicar la paranoia social, la angustia existencial. En gran medida, toda la segunda mitad del siglo XX es producto de una alucinación psicoanalítica, o sea, literaria: por eso luego llegará el fenomenal Kosuth, aunque antes Tinguely, Takis y Liliane Lijn intentarán dar vida a las máquinas -industrialismo- para que inventen un nuevo lenguaje que ellos se ven impotentes de crear: los reflejos de Julio Le Parc o los cristales de Stephen Benton son los intentos escultóricos de la luz que mueren al apagar el interruptor. La electricidad interviene en el arte como un nuevo elemento transversal. Todas estas formas sordomudas y eléctricas están ya muy lejos de las lánguidos figuras de Giacometti o las robustas presencias de Germaine Richier; las curvas de Henry Moore o Barbara Hepworth se van solidificando en las figuras de Kenneth Armitage que tanto recuerdan al doble de Thek, ese eterno durmiente. El Arte siempre es igual, siempre es el mismo, pero duerme con los ojos abiertos, como si su esencia fuese en realidad un cuento de Dylan Thomas. Los murciélagos de Lydd Chadwick son idénticos a los jinetes de Marini o a la silla con verduras de Manzú; la Olimpia (1960-62) de Reuben Nakian parece el regreso de los fragmentos del templo de Apolo. Las construcciones de John Chamberlain o Mark di Suvero dibujan los nuevos dioses, seres hechos de metal reutilizado, aplastado y deformado que hablan por sí mismos: César, Stankiewicz o David Smith demuestran que la escultura existe más allá de Fidias y personajes fundamentales como Anthony Caro o Jorge Oteiza se yerguen junto a Phillip King, Robert Morris, Larry Bell, Robert Smithson o Richard Long para mostrar al mundo la organicidad de las formas y la carne del vacío que urde los laberintos. Colonizada la Realidad como se colonizó la Luna, para algunos, ya en los 70' sólo queda el resquicio de la hiperrealidad, o sea, la tautología de lo tautológico, la aproximación a lo mismo, a lo idéntico. Las calles de Richard Estes, los maniquíes de Duane Hanson, las caravanas de Ralpf Goings o las muchachas tumbadas (de nuevo el arte del descanso) de George Segal comparten podio con los enormes retratos de Chuck Close o las diabluras de John Davis. Reg Butler y John de Andrea traen a los museos el desnudo y con ello el eterno tabú de la intimidad, que se encargará de rematar el último Duchamp titulado Étant Donnés (1966), conocido como la cascada. Que entienda quien pueda entender. Como antes se anunciaba, el verdadero revulsivo en cuanto a la fenomenología de las apariencias es la aparición de un personaje llamado Kosuth, un pausado lector que interroga al arte a través de citas de Borges, etimologías y dimensiones paralelas. El laberinto sigue en marcha para que el ratón siga buscando la salida: Dennis Openheim, ayudado de un simple libro, realiza una de las mejores piezas de la segunda mitad del siglo XX: Postura de leer (1970). Llegados los 80', las nuevas figuraciones atacan en guerrilla a lo conceptual y lo académico -que nunca se termina del todo-, por eso Ed Paschke, Julian Schnabel, A.R. Penck, George Baselizt y sobre todo, Phillip Guston, se hacen tan importantes en la historia reciente del Arte, ya que marcarán con su anárquica visión llena de milagros, un nuevo rumbo que empujará las cosas al lienzo otra vez, fundando una nueva oportunidad al desarrollo del espíritu, alejándose de las bromas pesadas y escleróticas de gente como Robert Arneson, Nancy Graves, Brad Davis o Giulio Paolini. Por su lado, Francesco Clemente y Mimmo Paladino morirán en el lodo de la fatalidad, del final de una idea de Imperio, disolviéndose junto a la frialdad de Alice Aycock o a la obscenidad gratuita de Delman Howe. Judy Chicago es ya una decadencia irreversible de lo escultótico, Jon Borofsky, un mal sueño de cartón engendrado por el eructo de un museo. Personalidades como Anselm Kiefer naufragarán en el mundo figurativo y se encerrarán en sus propios fantasmas, espectros de una guerra hecha para olvidar. Telón de fondo. Zoom de fotosop. El arte del siglo XX es un tiovivo en el que se entra y se sale del espejo, viviendo un absurdo apocalipsis caprichoso e ilusorio (entendiendo la palabra en su acepción original de revelación) que seguirá sin manifiesto alguno, pues en general, el espíritu sigue moribundo, abandonado entre la basura, sintetizado en un cuadro del revés que se mira a sí mismo, esperando a que alguien lo rescate y lo meta en el maletero del coche para cambiar sus coordenadas y así poder pensar de manera distinta otra forma de existencia más allá de la abundancia.
Dayan asleep