La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE

 

 

 

LECCIONES DE ARTE MODERNO (IV)



(1945 - 1980)


Después de la guerra, las cajas vacías comienzan a acumularse, a oler a queso podrido y los pilotos suicidas supervivientes le cogen el gusto al micro y a las vitrinas. ¿Beauys o Warhol? ¿Mitomanía o misticismo? ¿Arte social o socialización del Arte? Vayamos por partes: después de convertir botelleros en Laocoontes, los artistas de posguerra comienzan a fijarse no ya en los objetos sino en el mundo como objeto. Carl André se obsesionará con los suelos, los bloques de madera, las divisiones imposibles y los textos mecanografiados, por otro lado, Sol Levitt inaugurará lo que hoy se conoce como instalaciones o esqueletos de estructuras. Minimal. Raspas de pescado. Esbozos. Ideas geométricas de una frialdad inaccesible frente a la hermosura de un bosque. Hasta 1973, Picasso seguirá siendo el artista más famoso de la Tierra y por eso, soñará por última vez con Argel y otros lugares parecidos que irán desapareciendo, pues el mundo, consumido por el Pop, el Ecologismo y las guerras de Género, irá diluyéndose en efectismos y ruinas mohosas donde sólo las ranas podrán asomarse. Beauys materializará sus delirios chamánicos en intervenciones memorables en medio del vacío, atravesando paredes, haciendo añicos el volúmen de lo estable, erosionando la suavidad hasta dejar la escena en un estado de standby lleno de carbón. Hay que desestabilizar. Dalí, Masson, Matta, Gorky, Tanguy o Mattise serán los últimos artistas que vivan la utopía plástica, la idealización de la podredumbre. El pinguino dialogará con el sombrero, lo anormal hará cola en medio del infinito, los arabescos se retorcerán y los últimos dioses se convertirán en satélites abandonados junto a la basura del porvenir. Pollock, Hofmann, Baziotes, Motherwell, Gottlieb, Kline y Rothko convertirán la superficie y la mancha en un lenguaje académico que conducirá a un callejón sin salida, a un contrasentido de círculos y geometrías tras las que se esconde un profundo escepticismo y un escapismo intelectual promovido por Clement Greenberg, el inventor del primer movimiento artístico puramente yanqui. Pese a todo, el espíritu se mantiene en vilo gracias a las sonrisas envenenadas de De Kooning montando en bicicleta, al lúcido reloj de Guston, a las grutas de Clifford Still y a las formas aéreas de Sam Francis. Mientras que Picasso inventa nuevos fusilamientos, Leger construye sus habituales tuberías tonales y Matisse se pasa al papel, pintores como John Bratby comienzan a mirar directamente al espejo del Arte, tal vez para recuperar el contacto de las dimensiones humanas perdidas en Braque, en Miró, en Bomberg, Auerbach o Kossoff. La tristeza y el pesimismo de Giacometti se mezclarán con la depravación de Bacon hasta destruir a Velázquez -el sagrado desrealismo- por la absurda obsesión de instaurar un irrealismo pretencioso que irá cobrando forma de cómic, de viñeta, como en los cuadros de Renato Guttuso o Bernard Buffet. A pesar de la deriva, aún aparecerán extraños románticos como Baltus y sus misteriosas casas de muñecas, las sombras de Bazaine, los extraños rostros de Fautrier, las células de Wols y los rayajos energéticos de Hartung. Todos los supervivientes de la guerra intentarán cerrar las puertas de sus palacios, sepultándose en sus ataúdes de creación: Tàpies en sus rombos de grisala, Millares en sus ristras de esparto o Michaux, imbuido en sueños alucinógenos de otro mundo. Asger John hará regresar los colores primarios más allá del pop, allá por mediados de los 60' y junto al deformista Karel Appel, los sentimientos turbulentos de Alechinsky y los delirios psicodélicos de Hunderwaser o Dubuffet, se dará por terminada la deconstrucción expresionista. El otro lado de la baraja se corta en ángulo recto: con Max Bill, Richard Lohse, las curiosidades de Josef Albers, los espacios absolutos de Newman o las composiciones académicas de Ad Reihardt, se llegará al átomo del lienzo cerebral y se comenzará a explotar la idea del arte decorativo; una idealización abstracta de las formas geométricas que intenta olvidar la realidad para centrarse en la autonomía del Arte, pero, ¿qué es el Arte en medio de los años 60'? Habría que preguntárselo a Jack Tworkov, a Ellsworth Kelly, a Al Held o a Jack Youngerman, pues ellos junto a Kenneth Nolan y al inigualable Morris Louis, sacarán a la plástica del callejón sin salida para empujarla hacia el laberinto, ese sistema arquitectónico originario de la cultura egipcia, el cuál propone un juego implícito a la mente, una cuestión filosófica al ojo. Por eso la importancia de Frank Stella, Jeremy Moon, Tess Jara, John Walker o John Hoyland, fundamentales para entender el paso de la pintura a la escultura que se irá produciendo progresivamente, devolviendo las formas materiales al tablero de ajedrez del que las sacó Duchamp. Todo esto provocará una avalancha de cuestiones de Realidad que centrará la reflexión sobre la materia hasta hacerla concluir en una negación de la apariencia misma, frivolizando su valor: así, desde las repeticiones de Jasper Johns a las composiciones de Arman, se podría conectar un hilo invisible a través de las tripas de los eclipses de Cornell, las muñecas de Enrico Baj o las sucias camas de Rauschenberg. Bruce Conner y Edward Kienholz también ofrecerán sus canapés y salones, como si el artista entendiera que el alma humana necesitara un descanso después de la tragedia del absurdo. Así, Paul Thek creará su memorable "Muerte de un hippie", encerrando a su doble dentro de una pirámide rosada, anunciando la venida de los nuevos faraones, del sometimiento de la muerte a la estética salvaje. Yves Klein morirá pronto no sin antes inventar un color, una actitud y una forma de pintar con elementos tan extraordinarios como el fuego. Christo envolverá edificios y llenará los callejones de bidones para que el Arte no se equivoque de la misma manera; Manzoni lanzará sus chistes escatológicos, inaugurando el nuevo arte del amor pasajero, replicando a Duchamp, siendo más prosaico, pero también más humano: es el comienzo de la gran broma. Pistoletto y Raysse lo sencundarán a su estilo junto a Peter Blake, Peter Phillips o Derek Boshier, fundando una tendencia que ni siquiera el Arte pudo preveer: el reino de lo vacuo, del escepticismo alegre, del nihilismo transversal. Cuando todo pierde su valor, todo parece poder cumplirse. Simplificar la vida para hacerla más accesible: democratizar las ideas y crear para todos los públicos. Un error caústico. La nueva tábula rasa permite a David Hockney sacar el culo al aire y aplicar la enseñanza informalista de una manera equilibrada e infantil, instalándose en un realismo popular, casi fotográfico, de diario sentimental. Según Duchamp, la valía de un artista se mide en la distancia existente entre la vida personal y su obra. El pop nació del collage, de aquel cuadrito mínimo de Richard Hamilton (¿Qué hace que los hogares de hoy sean tan diferentes, tan atractivos?, 1956) que bendijo todas las combinaciones de materiales y formas imaginables, dando una sólida justificación a la ligereza. Así, Patrick Cauldfield, Anthony Donalson y Allen Jones regresarán a los lienzos para demostrarse que aun perdidos en el laberinto dorado, la vida podía seguir reproduciéndose. Los críticos empezaron a soñar con Walter Benjamin. Uno de los ejemplos más fascinantes de la pintura popular es el díptico de R. G. Kitaj en su Sinfonía con Francis Bacon: general de cálido deseo, (1968-1969). La profundidad regresa en clave lacaniana y el pop brilla de forma hermosa lejos de Warholl. Jim Dine o Sidney Nolan dejan muy atrás los grafismos de Lichtenstein o las serigrafías de la Fábrica; de hecho, un personaje como Dine, anticipa al todopoderoso Beauys, desarrollando psicodramas brutales llenos de máscaras, pizarras y mensajes -destacando la naturaleza incomunicativa del Arte-, en la línea de las duchas sangrientas de Stuart Brisley o las extremas excentricidades de Rudolf Schwarzkogler. El arte desplegado en la extranjera realidad produce un inmediato rechazo y marginación, siendo el artista recluido en el psiquiátrico: vuelta al impresionismo y a los textos de Deleuze-Guattari. Los ciclos del arte son en parte, como los cuadros del Op Art, lleno de deformaciones ópticas que marean al espíritu. Quizás por eso Calder inventa los móviles y por eso el gusto decorativo los acoge con los brazos abiertos, volviendo a la infancia mental y al cerebro balbuceante; de nuevo Lacan se erigirá como el único lenguaje posible para dirigir y explicar la paranoia social, la angustia existencial. En gran medida, toda la segunda mitad del siglo XX es producto de una alucinación psicoanalítica, o sea, literaria: por eso luego llegará el fenomenal Kosuth, aunque antes Tinguely, Takis y Liliane Lijn intentarán dar vida a las máquinas -industrialismo- para que inventen un nuevo lenguaje que ellos se ven impotentes de crear: los reflejos de Julio Le Parc o los cristales de Stephen Benton son los intentos escultóricos de la luz que mueren al apagar el interruptor. La electricidad interviene en el arte como un nuevo elemento transversal. Todas estas formas sordomudas y eléctricas están ya muy lejos de las lánguidos figuras de Giacometti o las robustas presencias de Germaine Richier; las curvas de Henry Moore o Barbara Hepworth se van solidificando en las figuras de Kenneth Armitage que tanto recuerdan al doble de Thek, ese eterno durmiente. El Arte siempre es igual, siempre es el mismo, pero duerme con los ojos abiertos, como si su esencia fuese en realidad un cuento de Dylan Thomas. Los murciélagos de Lydd Chadwick son idénticos a los jinetes de Marini o a la silla con verduras de Manzú; la Olimpia (1960-62) de Reuben Nakian parece el regreso de los fragmentos del templo de Apolo. Las construcciones de John Chamberlain o Mark di Suvero dibujan los nuevos dioses, seres hechos de metal reutilizado, aplastado y deformado que hablan por sí mismos: César, Stankiewicz o David Smith demuestran que la escultura existe más allá de Fidias y personajes fundamentales como Anthony Caro o Jorge Oteiza se yerguen junto a Phillip King, Robert Morris, Larry Bell, Robert Smithson o Richard Long para mostrar al mundo la organicidad de las formas y la carne del vacío que urde los laberintos. Colonizada la Realidad como se colonizó la Luna, para algunos, ya en los 70' sólo queda el resquicio de la hiperrealidad, o sea, la tautología de lo tautológico, la aproximación a lo mismo, a lo idéntico. Las calles de Richard Estes, los maniquíes de Duane Hanson, las caravanas de Ralpf Goings o las muchachas tumbadas (de nuevo el arte del descanso) de George Segal comparten podio con los enormes retratos de Chuck Close o las diabluras de John Davis. Reg Butler y John de Andrea traen a los museos el desnudo y con ello el eterno tabú de la intimidad, que se encargará de rematar el último Duchamp titulado Étant Donnés (1966), conocido como la cascada. Que entienda quien pueda entender. Como antes se anunciaba, el verdadero revulsivo en cuanto a la fenomenología de las apariencias es la aparición de un personaje llamado Kosuth, un pausado lector que interroga al arte a través de citas de Borges, etimologías y dimensiones paralelas. El laberinto sigue en marcha para que el ratón siga buscando la salida: Dennis Openheim, ayudado de un simple libro, realiza una de las mejores piezas de la segunda mitad del siglo XX: Postura de leer (1970). Llegados los 80', las nuevas figuraciones atacan en guerrilla a lo conceptual y lo académico -que nunca se termina del todo-, por eso Ed Paschke, Julian Schnabel, A.R. Penck, George Baselizt y sobre todo, Phillip Guston, se hacen tan importantes en la historia reciente del Arte, ya que marcarán con su anárquica visión llena de milagros, un nuevo rumbo que empujará las cosas al lienzo otra vez, fundando una nueva oportunidad al desarrollo del espíritu, alejándose de las bromas pesadas y escleróticas de gente como Robert Arneson, Nancy Graves, Brad Davis o Giulio Paolini. Por su lado, Francesco Clemente y Mimmo Paladino morirán en el lodo de la fatalidad, del final de una idea de Imperio, disolviéndose junto a la frialdad de Alice Aycock o a la obscenidad gratuita de Delman Howe. Judy Chicago es ya una decadencia irreversible de lo escultótico, Jon Borofsky, un mal sueño de cartón engendrado por el eructo de un museo. Personalidades como Anselm Kiefer naufragarán en el mundo figurativo y se encerrarán en sus propios fantasmas, espectros de una guerra hecha para olvidar. Telón de fondo. Zoom de fotosop. El arte del siglo XX es un tiovivo en el que se entra y se sale del espejo, viviendo un absurdo apocalipsis caprichoso e ilusorio (entendiendo la palabra en su acepción original de revelación) que seguirá sin manifiesto alguno, pues en general, el espíritu sigue moribundo, abandonado entre la basura, sintetizado en un cuadro del revés que se mira a sí mismo, esperando a que alguien lo rescate y lo meta en el maletero del coche para cambiar sus coordenadas y así poder pensar de manera distinta otra forma de existencia más allá de la abundancia.

 


John Bratby, R.A. (1928-1992)
Dayan asleep

 







 
 
LECCIONES DE ARTE MODERNO (III)






(1873 - 1945)
 

Pensemos en la importancia de las novelas de Roché, en los poemas de Tzara, en el perverso erotismo de Apollinaire, en la literatura-happening de Roussell o en el inhabitual lenguaje de Laforgue, y al mismo tiempo, contemplemos un relieve de la catedral de Santiago o una sensualidad de Renoir, quien a veces -muy pocas- encontraba el sentido sureño del demiurgo. El resultado es instantáneo: el paradigma ha cambiado. Al lanzarnos al pozo de la mente en forma de anatomías de carboncillo, es inevitable sentirse dentro de un juego de palabras inventado por un poeta destructor que prefiere lanzar todas las esculturas babilónicas al Sena o al Tajo antes que asumir una derrota estética. Leonardo y Miguel Ángel murieron de pena al no poder crear nada más bello que las pirámides nubias de Meroe; el siglo XIX agotó las últimas esperanzas de sublimar la existencia. El Tiempo se convirtió en un embudo a punto de encerrarse dentro de un museo en forma de cementerio hasta que alguien, por puro milagro, repensó la nueva página de la historia del Arte. Atrás quedarán los arabescos geométricos y las analogías, los huevos cósmicos y las calaveras de triceratops, diluyéndose en el viento con las tallas polinesias y los motivos vegetales del siglo XIII, junto a los frescos de Filippo Lippi y las iglesias románicas. Ya iniciado el siglo XX (la centuria del Delirio), el Arte se hacía consciente de sí mismo y cruzaba el espejo hacia la realidad, desnudándose, dibujando una sinuosa sonrisa vertical. El psicoanálisis, la industrialización, las utopías sociales y la desesperación existencial fueron un cóctel molotov que abrió muchas puertas en un mundo en el que aún se podía ser libre: frente a la idea vanguardista del monoarte omnímodo, Marcel Duchamp propuso un abanico de juegos mentales y una solución incierta que, de alguna manera, sustituirían el complejo del arte clásico hasta superar con creces toda oniromancia. El chico de Blainville se propuso invadir las arquitecturas sinfónicas de la India por simples artefatos eróticos y chistes objetuales de corte povera, derribando los modelos jónicos y dóricos por los de su propio cuerpo y sus amantes. El regreso de la relaciones emocionales. La distancia entre el artista y su obra. Se acabaron las composiciones rítmicas y las pinturas esculturales de Signorelli, se terminaron las representaciones narrativas de Massacio, Angelico o Rubens para dar paso al verdadero individuo y no a su fantasía. Hacer entender el Arte desde las cosquillas de la Inteligencia, desde la sonrisa de la sensibilidad; sólo un toque de atención, muy ligero, para que todo vuelva a marchar con fuerza renovada, ¿por qué tomar como referencia textos religiosos si una pequeña lámpara colgada del techo podía hacer trascender al artista? Ucello sale despavorido, Piero della Francesca huye, Rafael se desmaya y Tintoretto se tapa los ojos, ¿qué acaba de ocurrir? De repente ha aparecido una cascada, una luz gaseosa que dibuja a la hembra y al macho sobre la pared y que deja inconclusa la respuesta más difícil del arte, haciendo temblar a toda certeza. Ante la tendencia del artista como genio o superstar, Duchamp señala el destino a seguir: la clandestinidad. El arte del porvenir será secreto o no será, será furtivo o perecerá. La publicidad lleva a la repetición y ésta a la comercialización, a la culminación del capitalismo, de la economía circular, aunque para eso, aún queda un rato. Ahora nuestra mente se codea en la época de Alfred Jarry, una fase hipnótica del Romanticismo que se coló en el siglo XX con otros nombres, una época salvaje donde la meta del artista era lograr la libertad de crear la obra, no la obra en sí misma. Por fin, el contenido vence a la forma y se desarrolla la esperada cuarta dimensión, expandiendo la Realidad hacia un mundo de ideas irónicas y dudas relativas. Como los rostros de los Budas orientales, se desarrolla una forma agradable de indiferencia que se aleja de los enormes óleos de Daniel de Volterra y se acerca a los Caprichos de Goya y como no, a los cuadros dionisíacos de Picasso. La esencialidad prima en un escenario precario donde el pasado es operado en una camilla del presente como en los frescos de Giotto o en los lienzos de Rembrandt. El presente gana la batalla y se prefigura como los últimos cuadros de Tizianno: en una hermosa victoria. El Arte se corona como tema principal y la brevedad es la regla en un bombardeo continuo de obras y disciplinas que parecen nacer por generación espontánea. El torbellino es atroz, brutal, caótico. Delacroix intenta mirar hacia atrás, el Buda desea unir sus dedos suavemente, pero las musas de Poussin siguen roncando la modorra y el gusano avanza sobre la seda, tejiendo el tablero de ajedrez donde todas las posibilidades parecerán ser posibles, creando un horizonte de espectativas que más tarde o más temprano se comerá todo. En definitiva, el Arte siempre fue un sueño que acabó siendo una pesadilla innecesaria y el artista lo sabe, el ser que avanza en la oscuridad lo sabe, lo experimenta: el arte no es recomendable. Baudelaire sabía que todo pasaba por dar forma al instante, a lo efímero, al avión, al ángel de Samotracia: había que destruir lo retiniano para que el espíritu volviese a dar vueltas alrededor del objetivismo occidental, del equilibrio egipcio, del idealismo, del realismo, de las analogías y las alegorías hasta llegar a la monstruosidad armónica de lo profano donde los ídolos gritan llevando el misterio sobre sus cabezas, indicando el camino de lo sagrado en todas sus posturas, amamantando a las curvas y a los ciegos hasta reunir de nuevo al mundo en su tragedia, en su orgía amorosa de anfiteatro; de eso versó el arte de la primera mitad del siglo XX, un arte que luchó por dejar de ser dato histórico, fruto de época, para recuperar su alma, su eterna complejidad (para cualquier otra duda, contacten con el señor R. Mutt).
 
 

 




















 

 

 

LECCIONES DE ARTE MODERNO (II)




(1796 - 1925)


Bonaparte aparece en Arcole, con el pelo largo, pisando muertos en la provincia de Verona, reencarnado en una figura mítica que aún no entiende la geometría descriptiva que ha llevado al Arte a corromperse de tal manera que algunos han intentado imitar la vida para vencerle. Bonaparte observa a los jinetes correr sobre los caballos, ve huir un mundo de voluntad para ser sustituido por uno de spleen, el vacío que salta de Dante a Courbet como de Gros a Géricault. Las carreras burguesas dan vueltas y vueltas en la cabeza del emperador mientras las masacres de Quíos se suceden y dejan esclavizado al porvenir, a la sensibilidad, al valor. Dichos elementos se convierten en exóticas mujeres sentadas en el suelo de una sauna, esperando la llegada de la hechicera Medea, hija del monarca de la Cólquide, invocadora de Niké, sinónimo de la victoria. Pero en el Arte apenas se gana nada y por eso se perdió Constantinopla y por eso Andrómeda feneció víctima de sus cadenas. La segunda parte de la modernidad tiene que ver mucho con la aparición de varias mujeres: una de ellas fue George Sand, quien hablaba de Hamlet y de Rubens como si fuesen amigos íntimos, y de Wagner y Goethe como si Tintoreto hubiera sido inmortal y los carros del Sol aún volasen por encima de nuestras cabezas para derramar sus efluvios sobre las cabezas. Los desfiles nocturnos dieron paso al derramamiento de las panteras y de los tigres, y las batallas y genocidios se disiparon en el silencio de continentes desconocidos, lejos del espíritu romántico de Daumier, aquel que resucitó al Quijote. Los rostros se oscurecían por momentos y el siglo no parecía terminar nunca. El Arte era un niño entrando en un río asolado por barricadas. Los personajes de Daumier gritan desde la grada con sus caras desencajadas, describiendo a las bestias del futuro, lejos de las idealizaciones de Ingres; su alta definición adolecía excesivamente de realidad, ¿dónde quedaba el Arte en el retrato de Mademoiselle Rivière, o en los desnudos del baño turco o en la famosa Odalisca? Todo se acerca al hecho fotográfico hasta que llega Corot con su mundo vacío y sus esculturas mudas, con sus árboles curvados y sus bailes nínfeos. Por un momento todo regresa al círculo, al movimiento informe de lo ilimitado donde las cosechadoras seducen al voyeur y la Historia descansa bajo un árbol para pensarse a sí misma. Entonces, Courbet pinta un entierro, a un poeta maldito, a un mujer dormida y conjura una nueva belleza que Millet se encargará en transformar en ideología. Después de tanta tralla, habrá que desayunar, que ir al bar, a las manifestaciones, al parque. Manet hará trascender todo lo cotidiano hasta lanzar a Pissarro y Jongkind hacia el desierto de la metapintura donde el humo fluirá hasta la boca de Sisley y los mares de Monet, pasando por debajo de los puentes y los gorilas de cera. Monticelli y Seurat, en sus inicios, se moverán por lo informe hasta conocer a Degas, ese pintor obsesionado por Bonaparte y las carreras de caballos, ¿por qué pintar jinetes que no van a ningún lado? Las danzas orientales vuelven loco a Eugène Carrière, un artista que sólo quiere dormir acurrucado a los pies de una escultura de Rodin. El bronce, al final de la modernidad, ha empezado a pensar y se está conviertiendo en literatura. La colisión de las artes produce un seísmo brutal que tiende al disparate: Cézanne comienza a cuestionar la realidad y a mostrar una duda existencial que heredará Gauguin y Van Gogh, seres inmersos en la decadencia de una modernidad que les empuja hacia afuera, prisioneros de una ola que, mucho tiempo después, será leyenda, cuento de hadas de la Historia Oficial del Arte. El mundo se queda seco y por eso Renoir triunfará con sus muñecas de seda; sólo Vuillard, Valtat o Bonnard mantendrán la telaraña del Paraíso que poco después, Odilon Redon imaginará de una manera inversa. Aparece el negativo de la sensación, la oscuridad de los gatos, las pesadillas aladas en forma de grifos. Se ha llegado a un punto sin retorno: el Arte sólo sobrevivirá gracias a las playas y las anémonas de Matisse, a los cachivaches desordenados de Dunoyer y a un busto de Despiau. Paris se convierte en una obsesión para Marquet, para Rousseau, para Seurat, para Dufy. Los ángeles de piedra tendrán que soportar el peso de la locura y los sueños de Leda, los caballos desbocados y las bacantes ebrias. Todo se desploma para partirse en mil piezas donde las Venus morirán a los pies de Kokoschka y Ensor, los últimos y más poderosos dioses de la modernidad. Modigliani y Rivera cuchichean entre los muertos sus pobres sentimientos, mientras que Soutine anuncia las banalidades de Bacon y los torbellinos del expresionismo. Brancusi degolla a las esculturas y las hace dormir mil años; Picasso, levanta a la última ninfa en el templo de lo innombrable. Todo el mundo ha vuelto a dormir sin percatarse de que la Belleza toma otro rumbo y de que el Arte vuelve a ejercer una presión sobre la tinta que terminará cerca de Derain en forma de retrato, de bodegón, de misa solemne celebrada por Rouault.








 
 
 
 
 
 
 
 
LECCIONES DE ARTE MODERNO (I)
 
 
 

 
 
 (1635 -1872)
 
 
La historia del Arte, en su estadio inmediato de premodernidad, aparece como un párrafo en cursiva, con la apariencia de una ciudad portuaria llena de geometrías  entrópicas. En la Danza de Rubens, los hombres intentan sacar un beso de las mujeres, doncellas que cogen a niños en brazos y que portan sombreros de plumas, mientras sus senos se descuidan ante un verso naturalista de Rousseau. Diderot, Buffon y Newton son las tres gracias con el pandero al aire, una culata estética que instaura un nuevo modo de ver las esferas, mientras los demonios pigmeos son amamantados por una pesadilla ebria que sólo puede pensar en el amor. Cerca esta Dionisio, medio perturbado, muy pensativo, esperando con cierta preocupación el nacimiento de Venus y todo lo que eso conyevará. El papel  se vuelve borroso, la mesa se llena de comida para un banquete y alguien bomita en el patio de atrás. En medio de dicho Barroco, Enrique IV entra en Paris envuelto en una brutal orgía donde los perros de la corte tienen la última palabra. Guau. Las cacerías se hacen terribles cuando habla el jabalí y uno de los tres músicos hace sonar la flauta: Lamarck, Harvey y Jordaens le piden a Van Dyck que tome la inciativa desde su eterna juventud, haciendo una nueva cirugía al bastidor que autorretrata al mundo. Philliphe de Champaigne, David Teniers, Van Eyck y Van Der Meulen quedan en el molino para hablar de Descartes: han descubierto la profunda mentira que encierra su verdad. La civilización moderna comienza a despertar con los personajes de Frans Hals, con los paisajes de Van Goyen, con aquel árbol de Rembrandt cuyo tronco esconde un tigre. Con él cae la noche y las tumbas se abren, los bocetos se dibujan sin mirar y las autopsias miran al Renacimiento. El Arte moderno es abierto en canal para observar a Bethsabée, a los barcos de Van de Velde y a las borracheras de Jan Steen. En El Lector, pieter de Hooch profetiza el futuro mientras los bebedores de Vermeer disfrutan del delirio de la técnica, compitiendo con las apariencias superreales. A lo largo de un camino sin fin, Hobbema hace crecer los árboles hasta llegar a Toledo, donde Sánchez Coello retrata infantas y El Greco inaugura el expresionismo abstracto. Durante el entierro del Conde Orgaz todos hablan de un desconocido, de un dios que azota al materialismo para salvar las visiones de San Antonio. Todo el irracionalismo ya está en marcha a pesar de Rivera, de Herrera e incluso de Zurbarán, hasta que la llegada de Velázquez se hace inevitable. Ha llegado el dios y el zoom de los rostros a los que les crece el cabello se pone en marcha a través de los monstruos y las infantas austríacas. Carreño de Miranda divisa desde la ventana del castillo al dios Apolo emergiendo del estanque para ver a los muertos de Jacques Callot. Han ahorcado a todos bajo el árbol; los franceses son terribles incluso para imaginar la utilidad de un bosque. Poussin y Lorrain no acaban de entender el secreto de Patmos y hasta que Georges de la Tour no enciende las velas, la habitación permanece fría y seca. Los prisioneros y los acordeonistas leen por fin la carta de los tiempos: Le sueur y Guillaume Coustou se mueren de miedo, mientras sólo Girardon hace vibrar a las ninfas. Si Voltaire levantase la cabeza acabaría con Watteu de una sola mirada, sin embargo, estaría orgulloso de Boucher y su atrevimiento. Chardin reinventa la arquitectura en sus bodegones, David ve morir a Marat: el mundo está a punto de explotar. En Tívoli, los jardines son tan bellos que Guardi los obvia para centrarse en los canales habitados por los seres perversos imaginados por Pietro Longhi. La máscara se hace dueña del Arte hasta la llegada de Piranesi, el inventor de los laberintos y por supuesto de Goya, el fundador definitivo de la pintura moderna al introducir el humor en la masacre, la belleza en la fealdad; Goya desarrollará el chiste del absurdo que nunca podrá entender Constable, Hogart o Reynolds, ¿existió la modernidad en Inglaterra? Turner hace un último intento, pero Whistler le supera: Thomas Carlyle espera sentado el nacimiento de una nueva época.