ANTÓN LAMAZARES
(1954 - ?)
La jeta del beato
En escena: una estufa de hojalata, un círculo de fieltro, un hornillo en espiral, un tubo negro que se pierde en el techo, alambres retorcidos en las paredes, una campanilla, hojas afiladas, corchos, flautas, cachibaches de todo tipo. Blanco y negro. Sobre la mesa: botellas de licor, una taza, una caja de cerillas, cigarrillos, tres tomates y su mano apoyada en la esquina, sintiendo la madera. Un alfabeto mudo. Mirando fijamente a la cámara está él sentado, cerca de una delgada librería donde un caballo en miniatura se retuerce. Una alegoría del espíritu. Una maqueta del ser. En la ventana de madera cuelgan recortes de toros, de figuraciones, de rostros. La mirada de Lamazares es abstracta, como de escultura babilónica. Se parece físicamente a Málevich. Un buda. Un mundo estoico se acerca cuando su presencia aparace y se detiene. De infancia rural, su primera adolescencia sucede en un convento fransciscano en el que pasa más de un lustro. Cambia la narración y lo figurativo por el sol y el ensueño. Su mente se evapora. Sus cuadros son espejos, diagramas llenos de enigmas, de movimientos disueltos en la luz. Vive en Madrid, Nueva York, Berlin. Transmuta el espíritu en rayo para trasladar su emoción a otros pastos lejos del Paraíso, para sembrar oraciones voladoras en todos los lugares. Todo está en todo. Sorbe de todas las culturas calentando con sus dos manos el fluido de lo etéreo. Sus labios juegan con el humo. Se comunica con citas y juegos de palabras, dejando en suspensión los términos, el lenguaje. Prefiere la palabra alma a la palabra memoria, lo cuál, le hace platónico, alado. Artista.
En sus trabajos de los años 80' dibuja sobre cartones con bolígrafos de distintos colores construyendo un laberinto de informalismos ovoides y vertiginosos (Familia Rañestras, 1981) que en ocasiones concluyen en misteriosos dáimones, susurros de lo oculto. Los tonos orgánicos del fondo recuerdan a ciertas acuarelas de Emile Nolde, los trazos, al sublime radical de Twombly. En todo caso se podría hablar de Dubufet, de Michaux, de Basquiat, de Cézanne. La luz es el objeto del momento instintivo, el laberinto es la mente seducida por el deseo. La mano de Lamazares tiembla cuando regresa al instante de la pintura, cuando acaece el milagro y entrega su voluntad. La cuestión es dejar al cuadro vivo, con aire suficiente para que se haga inmortal. Pero aún hay muchas imágenes, demasiados seres nadando en el útero del artista. Nacen muchas presencias: Rosiña, Asunción, Jesús, Porcallos, Rafael, etc. que se irán convirtiendo en conjuntos cerrados de símbolos herméticos, vaciados a lo Modigliani, alargados a lo Giacometti, pero vivos como las esculturas de Brancusi. Tal vez lo mejor de Miró es trabajado por Lamazares de una manera taoísta, respetando cada vez más los espacios, dejando a los simulacros más aislados, más lejos. Como el caballo de su estantería, su pintura. Los formatos crecen y llegan a ser gigantescos, auténticos retratos de corte, si una corte estuviese compuesta de almas resucitadas, de cementerios alucinógenos, de visiones nuevas. Lamazares utiliza la idea del espacio vaciado de Velázquez, pero encontrando su verdadero interés en las grapas, en las arrugas del cartón, en los pliegos y en las formas erráticas de la materia, comprendiendo que estos no sólo forman parte del cuadro, sino que son el cuadro; así, genera no ya sólo pintura sino también objeto, un fetiche santo, casi una reliquia. Una superficie-matérica. Se acerca así a Rauschenberg, a Tàpies, a Jim Dine. La simplicidad filosófica franciscana se desarrolla con facilidad en sus manos pervertidas por la suavidad, convirtiendo todo lo que toca en una plegaria alegre, jugando con las fabulosas texturas del cartón, con la suturas irracionales, los agujeros y las muescas, elaborando asombrosas escenas supramitológicas que irán derivando hacia el camino de Millares, Lynch, Morris, Guston... subido en una barca roja sobre el mar amarillo de la imaginación, de la pintura como ejercicio espiritual. Lamazares encuentra en el elemento del cartón su oásis supremo, un lugar donde extender un reino completo de aventuras y anécdotas bíblicas, sexuales, iniciáticas, de siluetas, de paisajes barnizados, sellados en el tiempo, en la eternidad creada por lo Humano. A veces da por pensar si Lamazares es en verdad un pintor occidental y no persa o hitita. Cada vez que su obra avanza, se separa más de la trampa, de la figura, para correr en busca del encuentro de la contemplación, de la visión amplia del mundo, de su mundo recobrado. El paralepípedo es su molécula, su ladrillo; el barniz, su éter, su miel. Recuerda al Pollock de sus últimos trabajos, a un Bruce Nauman netamente pictórico, al Oteiza más poético. Lamazares acabará creando galaxias, camposantos, almacenes del mundo. Ha llegado a uno de los escalones de la sabiduría: ha generado un espacio personal y particular, ha hecho la vida más rica, más misteriosa. Él mismo es una Santa Compaña, una velocidad distinta de las cosas.
En los años 90' se abre al papel amarillo, a las manchas sueltas como universos, como fuerzas vivas, como plantas creciendo a velocidades imperceptibles. Lamazares consigue llegar a lo invisible, al campo florido, al muro del arte. Como Rothko, el pintor de Lalín se desliza en la gran superficie hasta establecer un breve océano donde todo puede ser posible. Alterna el papel y el cartón que son dos caras de lo mismo para comunicarse con fantasmagorías, izando puentes de locura extrema que llegan al amor. Sus láminas conservan las huellas de un niño experimentando el hecho prodigioso de estar poseído por Paul Klee. La suavidad de sus manchas se hace aire y por fin el mundo es respirable, aromático. Lamazares recrea los sentidos de la Naturaleza a través del Tercer Ojo de lo santo, provocando en el público la operación de abrirse a lo desconocido, a lo sensible; también trabajará en ensamblajes de puertas de madera, componiendo enormes retablos tonales como notas musicales, como partituras extraterrestres (Manantial Rusia, 1989). La madera, el cartón, el papel: sus obras constituyen la consecución de un ciclo natural, de una Historia Natural, geológica.
Ya en el siglo XXI, Lamazares disfruta sobre pequeños formatos de madera de tono erótico, recreándose en breves cuentos árabes, secretos de intimidades lujuriosas a través del color y formas exóticas, polinésicas. Gauguin, Nan Golding, Juan de la Cruz, Santa Teresa, Helmut Newton y el erotismo de la Hélade confluyen misteriosamente en series llenas de felaciones, exhibiciones, besos negros y todo tipo de escenas sugeridas como sueños impregnados de LSD, de agua bendita. Si hay alguna religiosidad en Lamazares es la práctica de un santo paganismo, de un Casanova de lo telúrico, del héroe que considera la vida como una oportunidad de celebración, de descubrimiento, de pura emoción. La vitalidad de Lamazares se hace extrema en el nuevo siglo y se extiende también en enormes murales llenos de milagros como en su serie E Frai Frío no Lume (2008) o en 30 o 40 caballos en un armario de Zibolá (2010), obras que suelen ser interpretadas desde un supuesto bizantinismo paleocristiano, orientalista, de tosca complejidad. Toda la civilización Occidental nace en Oriente y Lamazares, al acercarse al origen de la cuestión, no puede ser otra cosa que taoísta, una forma de ser fundada en el espacio, en la desaparición del individuo, en su fusión con lo orgánico. Así como la Biblia es una novela, Lamazares es un pintor de iconos paganos, un aedo sin religión que lanza rayos por los dedos. Todo se envuelve en el ruido y la violencia, pero allí no lo encontraréis. Él ha vivido toda la historia de la pintura en una sola vida, ha conocido de cerca a sus maestros, viviendo en silencio, con los cuadros tumbados en el suelo esperando a que el barniz seque, silbando una canción, leyendo un poema, imaginando una escalera construida con un lenguaje que una la idea con el corazón, al mundo con lo humano.