La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE


CHARDIN
(1699 - 1799) 

 


Chardin fue un pintor animista, un emancipador energético que aupó las formas y resucitó varias ideas perdidas desde el viejo Renacimiento. La primera fue asumir la telepatía molecular con los objetos, los cuáles le avisaban en medio de la noche con revelaciones y sueños simbólicos. Ni corto ni perezoso, se ponía las gafas y el turbante y empezaba a esbozar los pensamientos de los dioses de mármol, inventando odiseas y posturas nuevas, recostando entre libros y pinceles una escena original en la que el busto de una Atenea se muere a la orilla de un muestrario de óleo multicolor y donde las enciclopedias funcionan como acantilados y los papeles enrollados son enormes olas en medio de una tempestad invisible. Jean Siméon Chardin fue un paisajista al que se le permirió hacer miniaturas para glosar el cielo que existe entre lo humano y lo matérico, entre la fusta y el martillo, entre el tomate y la botella llena de guijarros. Poco después de morir, sus cuadros fueron olvidados hasta el siglo siguiente, estigmatizados por las apariencias burguesas y superficiales, cuando lo único que mostraba eran las lecciones de los grandes maestros del sur de Europa pero en un estilo que hoy podría llamarse minimal. Chardin reaparece en el siglo XXI como un precedente tanto de Morandi como de la metafísica de De Chirico, llenando las copas de vino a medias, pinchando ramas de laurel sobre el bizcocho... A Chardin le gustaban el azúcar, el aceite y los huevos y como si viviese en una cocina eterna, agrupó sus sentidos en torno a unas pocas formas que le fascinaban; unas galletas, unas cerezas, un salero... y luego las repetía sin parar, comiendo nueces o amontonando ciruelas, pues si uno se fija bien, la obra de Chardin anuncia con claridad tanto los sistemas montañosos de Cezanne, como las minucias gustonianas y el especial ambiente turneriano como las inversiones de Baselitz o la muralidad de Rothko. Convencido del poder del bodegón como síntesis de la pintura -como ya Zurbarán o Velázquez habían descubierto- Chardin mueve las fichas del tablero de una manera distinta a la concepción clásica, eligiendo caprichosamente momentos inapreciables de las naturalezas muertas -esos teatros del absurdo eterno y congelado-, resucitando con la luz, pequeñas palabras abstractas escondidas en la pulpa de las cosas o en el hueso de las teteras. Chardin cuelga elementos bocaabajo para abrir la percepción de la mirada para, al menos, duplicar la perspectica lineal aportando una nueva dimensión al espacio existente entre una cacerola y una jarra de porcelana, entre un azucarero y una copa de plata, entre un vivo y un muerto. 
Dicen que Chardin vivió dentro del museo del Louvre, en una estancia cedida por el rey francés Luis XV, circunstancia privilegiada para un hombre pobre y silencioso que partía partituras sobre la mesa para tomar pan con vino y escuchar la música de la botella vacía. Su vida fue una singularidad vanidosa, desarrollada en el anonimato de las academias, en la inmoralidad de los oscuros pasillos. Nadie podría saber qué ocurriría en el mundo si sólo existiesen los cuadros de Chardin: tal vez sólo se podría distinguir un membrillo maduro de uno verde, una perdíz muerta de un chuletón de ternera, una cereza de un albaricoque. Sería suficiente: el Universo podría durar otro parpadeo. El fash se vuelve a activar ante el gran ojo: Chardin inventó con sus pinceles el hecho fotográfico, mucho antes que Niepce, revelando la magia de lo aparente, la vida de los objetos: descubrió el extraordianrio dominó de la materia cayendo en cascada, cobrando sentidos inusuales, en gran medida, eróticos. El pintor parisino también fue un erotómano impredecible que pintaba falos como puerros y vaginas de oro en forma de cacerolas de cobre. La alquimia de las partículas funcionaba en su alambique mental como una fábrica de elucubraciones adversas que iban apareciendo en los colores con una sencilla vaguería, como no queriendo ser pintados, siempre a media luz, casi sin ganas, dejándose claveles en el primer plano del lienzo, inevitables de evitar, perfumando a la plástica con la toxicidad de lo sublime, con la locura de la ambrosía de la ilusión. Chardin paseaba por las galerías más desatendidas del Louvre y pasaba allí muchas horas observando los objetos de las vitrinas, los grabados de los arquitectos, los tapices, los vasos de agua, los cañones militares... despreciando los argumentos, los personajes, las genealogías; le interesaba lo insignificante, lo perecedero inmortalizable, lo mudo. El mundo debía ser reducido para ser resucitado en su esencia absoluta, debía callar para hablar, debía ser deshumanizado hasta el paroxismo hasta recuperar su dignidad. 
No se olvide que el mismo día en que nació Chardin, murió Racine o lo que es lo mismo: el día que nació el mundo de la ilusión, murió el de la pasión. Racine aportó al teatro la tragedia lírica y psicolócica que anunciaba el teatro moderno desde el clasicismo; por su parte, Chardin construyó un teatro de marionetas predecesor de las complejas construcciones ensorianas y por tanto, de toda la objetualidad contemporánea y la escultura de nuestros días, o sea, la desaparición de lo escultórico, devorado por la mirada plástica. Las lentes de Charden eran aspiradoras moleculares, succionadoras de ideas, ordenadoras inverosímiles de peras planetarias y cáscaras de limones, de cristales oscuros y pájaros invertidos que nos llevarán de Piranesi al Bosco, de Bacon a Duchamp. Chardin no lo sabía, pero desde lo más diminuto, consiguió poner en marcha un universo informalista de cestas y coles, compañeras de cajas de música, cuchillos negros y granadas abiertas por el excesivo calor del sol, envuelto en su turbante de prestidigitador, contando monedas como un loco, distraído de sus quehaceres, escribiendo una página trascendental de la historia del arte, una lección olvidada -aún olvidada en gran medida- que transpira futuro en cada una de sus misteriosas escenas donde no sólo brilla la parálisis, sino también los felinos asustados y erizados, al contemplar un grupo de ostras sexuales y vísceras de rayas... El instinto de Chardin es aún hoy un misterio sin resolver, al igual que lo siguen siendo sus botellas, sus ajos, sus jamones, sus almendras, sus castañas, sus nueces, sus sartenes, sus uvas, sus cucharas, sus enseres, sus botes de miel, sus pescados y sobretodo, la sensación ausente de sus imágenes, esa latencia que sugiere el enigma de quién ponía todo eso allí, de si el azar existía en sus ojos o el de si su cerebro padecía una enfermedad prodigiosa que le hacía ordenar el cosmos en un gramo de materia con un simple chasquido de dedos. No se conocen bien sus primeros pasos como artista y las biografías obvian u ocultan con flagrancia demasiadas cosas, enfatizando sólo sus miserias, al igual que ocurrió con Racine. Proteger la identidad tras un disfraz obliga a contraer una leyenda o el más injusto olvido; adentrarse en el misterio de la vida, es pintar una salchicha para que la carne vuelva a pensar hasta emitir un sentimiento indescifrable.