La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE



El Rauschenberg de la March
Observación sobre una exposición campy





Antes de América. Fuentes originarias en la cultura moderna podría haber sido una gran exposición y aunque en ciertos niveles lo es, deja una sensación de burda acumulación, un ansia adolescente por demostrar, por mostrar, ¿cuál es el fin de una exposición hoy? Se trata de una responsabilidad enorme donde el rigor, la intuición y el desarrollo de una visión original sobre cómo hacer ver, se exigen como esenciales. En Antes de América... se nota la vibra positiva de un entusiasmo y una ambición sana, quizá sobrepasadas por una inercia inocente. Es muy fácil notar cuando una muestra toca demasiados palos, donde todo se diluye en discursos heterogéneos, intentado abarcar mundos dispares, realidades múltiples. Quién sabe. La exposición es confusa porque la torpe distribución de las piezas las dota de un valor uniforme, igualándolas, eliminando las jerarquías estéticas. Es muy del siglo XXI intentar romper los cánones y sistemas de poder entre los objetos y seres artísticos, lo cuál, en cierto sentido es un experimento interesante para rescatar ideas, obras o artistas devaluados por el viejo arte moderno o por el lejano arte clásico. Eso es una cosa. Pero entrar en una sala y no poder distinguir una enorme estatua de piedra de Henri Moore entre un cambalache de estructuras cheesy y vainas kitsch descontextualizadas, es otra. Es muy del siglo XXI quererlo todo, intentar acceder a todas las posibilidades, acumular, acumular, acumular, ¿también es así lo precolombino? Dicho lo cuál, Antes de América... (al menos la primera planta de la sede madrileña) se convierte para el público en una especie de wunderkammer o cuarto de las maravillas, vamos, en el origen de los primeros museos inventado por los alemanes, pero un poco a lo loco. Porque, ¿qué era un museo en el siglo XIX?, ¿para qué servía? 
 
 

La sensación de atropello tosco, de mezcla arbitraria, de historiografía carca, de antropología rancia y de etnología feucha se da en cierta manera, creando espacios demasiado cerrados, demasiado aislados, solos, perdidos en una constelación de cientos de obras que no parecen poder hablar entre ellas, como si los hilos conductores no estuvieran bien distribuidos. La cultura revisionista es importante pero no es absoluta ni intocable. Las relecturas y reinterpretaciones en medio del mundo post, o sea, el mundo de hoy que dentro de un siglo alguien bautizará con un nombre que nosotros no conoceremos, o se miden al milímetro o acaban siendo un desastre de rastrillo. A pesar de todo, de la inestabilidad y desequilibrio expositivo, es sorprendente encontrar obras de Richard Long o Lichtenstein, Newman o Man Ray, eso sí, escondidas, casi ocultas entre un dispensario de pintura y escultura exhibida tal como lo hacen en ciertos centros culturales de barrio, sin dejar que las obras respiren y se ganen su propio espacio. Vamos, al pairo.
 

Entre otras cosas, gracias a esta dispar exposición también entendemos que el pintor contemporáneo Humberto Poblete (quien no figura en esta muestra) hace pintura de los 50', que Man Ray es seguramente el artista más misterioso y polivalente del siglo XX y de que la pintura collage de Rauschenberg -tal vez la más gratuita de toda la exposición en cuanto a su presencia- sigue siendo una auténtica maravilla. Tal vez, cribando y seleccionando más finamente, abriendo espacios y canales de aire, se podría apreciar el arte del tapiz ejercido por Regina Gomide o Alejandro Puente, así como las piezas de Michael Heizer. Pero hay demasiado. Se ha pecado de la abundancia. Se ha pecado del pecado. Hasta tal punto lo digo, que el folleto informativo de la exposición es tan exiguo y breve, tan poca cosa, que uno, antes de entrar o echándole un ojo de vuelta a casa, no sabe muy bien si corresponde a la realidad vivida. Una mórbida exposición ilustrada con un folleto ineficaz, casi esquemático.
Tal vez este es el contraste que ejemplifica el gran error de la muestra: desequilibrio, poco tiento.

A lo largo de la visita, se traslucen varios discursos, varias mentes expositivas. Además, los discursos no parecen del todo sólidos, coherentes. Se hacen demasiado generales, abstractos, flojos. El público no puede atender a tantos puntos de vista sin enloquecer o aturdirse. De otra manera lo ancestral, lo indígena, el juego de pelota, los mitos sanguinarios, los simulacros culturales, la arqueología, la enciclopedia, el primitivismo, la geometría, lo inuit, lo precolombino, la vanguardia y el paradigma amerindio se hubiera hecho más comprensible dentro de su inefabilidad y hubiera respondido a esos cinco mil años de tradición que unen a América y Europa de una manera más firme, más placentera, pero tendremos que esperar a otra oportunidad para tomar el remo decorado por un alma anónima y entender qué le conecta al hermoso mural de Robert Rauschenberg que milagrosamente se exhibe hoy en la fundación Juan March de Madrid, brillando por puro derecho.