La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE
 
 
-primera parte-
 
LUTERO LEYENDO VOINYCH
(A partir de un texto de Silvia Schwarzböck)



 
 
Lo real es lo que vuelve
Jaques Lacan



I

El único deber lícito de la crítica es el de aproximar el arte a lo humano, tendiendo un largo puente colgante entre lo impreciso y su contrario, un pasadizo subterráneo que, a sabiendas, quedará incompleto, mas acercará el alma mortal a ese lugar extático donde el pensamiento se pierde para embarcarse en un más allá, lugar núbil donde lo inútil se convierte en esencial, donde lo importante mutará en alimento de espíritu. Dicha afirmación, por esotérica o lírica que pueda parecer, encierra en su sentido el único e irreverente soplo que ha dado y dará aliento a toda civilización; la tirada de dados donde la existencia se juega los cuartos con la trascendencia. El pensamiento occidental vive una encrucijada sin par después de haber “sobrevivido” al manicomio del siglo XX: destructor de absolutos, aniquilador de esencias fundamentales, nido del vacío y la angustia. La centuria pasada es nada más y nada menos que la historia del triunfo de una desilusión, un desencanto que nunca fue aclarado de forma recta, una negación completa que se prolongó en el tiempo en forma de dilatado chicle, arrastrando sacos de traumas y versátiles ignorancias que apagaron las últimas llamas de la plenitud humana y dieron vía libre a insaciables sistemas de reorganización social y política que han conducido a la humanidad a un sombrío paroxismo, hasta el punto de provocarle una minusvalía total de sensaciones, sensibilidades e intuiciones, engañándola con falsas pasiones y afecciones banales (véanse los trabajos de Jeff Koons, Haim Steimbach, Jan Vercruysse, Robert Gober, Damien Hirst, Sherrie Levine o Cindy Sherman). La imaginación, entendida como poder metabólico del arte, ha perdido periódicamente su influjo al ser “convertida” en Naturaleza por la inercia de un sistema insensible y chantajista, desplazando como consecuencia la esfera del Arte, único medio para resucitar el espíritu o, en palabras mucho más contundentes, la verdad. Pero, ¿qué es la verdad en un mundo preñado de relativismo, pesimismo e ideología?, ¿qué lugar ocupan la religión, el pensamiento y el arte, únicos tres salvavidas del ser?, y si ocupan algún lugar, ¿por qué no logran revertir la distorsionada versión del presente a través de sus dones?
La crítica argentina Silvia Schwarzböck intenta solucionar esta compleja ecuación en un texto brillante repleto de erudición, intelectualidad e información, publicado a primeros de noviembre de este año. No hay duda de que el lector se enfrenta a un discurso apabullante y meticuloso, digerido y didáctico, el cuál se podría identificar como un sofisticado artefacto pedagógico. Sin duda se trata de un ejemplo de pensamiento crítico de altos vuelos y profundidad considerable, no sólo por su factura sino, sobre todo, por su ambición, pues la profesora argentina apunta el rifle tan alto que se enfrenta a un dilema donde convergen todos los rayos, un lugar donde la visión se ciega y sólo es posible tantear. Por lo tanto, la intención de esta breve intromisión en el diálogo de recepción de su propuesta, sólo es ejercer el sano oficio de la glosa, ante un aparente logro discursivo.

II

A mediados del siglo XVII, un modesto alquimista de Praga llamado Georgius Barschius envía una carta al famoso jesuita Athanasius Kirchner para informarle de que ha llegado a sus manos un códice indescifrable. Kirchner, traductor superdotado -entre otras muchas cosas- le pide a Barschius de forma entusiasta que le envíe el ejemplar para intentar desvelar su contenido; Barschius se niega en redondo.

III

En torno a la vieja cuestión construida alrededor de la falacia del poder catártico del arte sobre la humanidad, Silvia Schwarzböck se embarca en siete largos apartados y una breve conclusión, todo ello acompañado de desarrollos teóricos de formidable síntesis, tildados de ricas subjetividades que parecen apuntar hacia una dirección más o menos lógica, clara y realista, desvanecida en un quimérico desenlace benjaminiano, un tanto ajeno al juego propuesto en los abultados y laberínticos párrafos previos. Más allá de las ideas presentadas, el texto imanta de manera formidable en sus primeras páginas, cabalgando sobre los hombros de Adorno, Platón y Marx, pero en su decurso, el lector ya estimulado, va percibiendo una acumulación exagerada de datos, o mejor dicho, una conversión paulatina de pensamiento en ráfagas de sesuda información, hallándose la voluntad valiente y curiosa en medio de la construcción de una especie de cronología piramidal atravesada por una aguja de calceta que trincha al mismo tiempo -y de una sola puntada- el dilema del holocausto, el teatro del absurdo, el pesimismo, el modernismo, el psicoanálisis, la crítica kantiana y la adorniana, hasta llegar a un escueto final, definido con anterioridad como poco resolutivo y por qué no decirlo, pobre en demasía. ¿Cuestión de estrategia?, ¿cuestión de estilo? Esta manera inconexa y troceada (incompleta), casi esquizofrénica de administrar argumentos, parece responder a un horror vacui común en los tiempos que corren, un deseo obsesivo y barroco por desplegar información a raudales a modo de enorme mantel que, debido a sus dilatadas dimensiones, impide disfrutar de la bella madera que configura la mesa y que produce angustia, la angustia adorniana de emitir cuestiones sin respuesta como resultado de un pensamiento resentido. El resentimiento marxista que viene volando desde Lutero, ese hombre que hizo cosas peores que imponer la iconoclastia, tiene sus raíces en el problema judío de centroeuropa. La desconexión entre la idea y el hombre, entre su sentido y su contrasentido. Entonces, el lector comienza a preguntarse si la estrategia del texto se debe a un motivo deliberado o solo es un reflejo contundente del estado del arte contemporáneo, ese sutil experimento realizado a partir de cobayas humanas, perdidas en un laberinto de desesperación sin salida posible. Por un momento parece como si el mundo del arte, en el breve tramo del último medio siglo, hubiese perdido su propia conciencia, experimentando por experimentar, embebido en una superstición cínico-capitalista, envuelta de pragmatismo y una senilidad autoinfligida, idealizando el vacío (el silencio) como único dios verdadero, idolatrándole, significándole, empujando a la crítica a conspirar contra ella misma, buscando su autodestrucción, encontrando el placer en su dulce catalepsia, materializada en las obras artísticas; ¿qué fue antes, el huevo o la gallina?, ¿la intuición o el pensamiento?, ¿dónde está el museo, la obra, la eternidad? 
Sin duda, esto no es un error exclusivo de Silvia Schwarzböck, sino de una práctica generalizada del mundo académico y teórico, en una inercia colectiva en forma de enfermedad crónica, pues a partir del momento en el que la Teoría toma el mando del devenir artístico, parece que los críticos tienen razón, incluso cuando no la tienen. El Arte es anterior al hombre, a sus organizaciones sociales, a la Señora Ley y al Señor dinero; el Arte abre la puerta al ser para que vea aquello que la religión y el pensamiento sólo pueden expresar de forma abstracta, ilusoria, mental. Como bien decía Hegel, “el arte crea un abismo entre apariencia e ilusión”, para poder distinguir lo verdadero de lo falso, entre la forma sensible creada por el artista y la mera realidad. Perdida la esencia artística y el conocimiento de su mecanismo básico, el mundo de la creación actual se encuentra girando en un entorno ilusorio, moviéndose a modo de veleta, abocado a la virtualidad y al simulacro, cuando no a la frivolidad y a la asepsia: mundo de fantasmas y sombras chinescas. Nada que ver con el cine, cuando nace del Arte, claro. Los discursos actuales sobre el tema no cesan de filtrar la cuestión a través de ideologías, generando mensajes poliédricos disparados desde un abanico tan grande de perspectivas que nadie acaba por agarrar el bocado y todo se difumina en desarrollos infructuosos que no aclaran, sino que nublan aún más la vista, celebrando una confusión inútil y autocomplaciente parecida a la deriva de Adorno que acabó provocando la chispa de los estructuralismos que llenaron con sus juegos de lenguaje todo el cuarto final del siglo XX.
La cuestión es que la profesora Schwarzböck argumenta sus propias convicciones con síntesis históricas basadas en principios personales: en el apartado segundo relata todo el mito auschwitziano de la muerte del arte (o de su imposibilidad moral) y un elogio desmesurado hacia la figura de Beckett, encumbrándolo como el Aquiles mudo de la hecatombe de la civilización, como si no hubiese habido otros holocaustos; el colonialismo belga del siglo XIX protagonizado por Leopoldo II, bastaría como ejemplo. En el siguiente apartado, con gran habilidad, enfrenta la teoría adorniana de lo moderno frente al fracaso vanguardista, intentando convencer de que el viejo Adorno también era realista -sin mencionar a Nietzsche ni al Marqués de Sade-, pues lo que Silvia pretende poco a poco en su discurso, utilizando sus ilustrados conocimientos, es igualar todo, crear una tábula rasa y empezar de nuevo una idea de civilización que en cierta medida se le atraganta y repudia; y no le faltan razones. La cuestión es que su índole marxista le impide ver más allá de las cosas, de los objetos y nada se le revela como al poeta: cuando la Naturaleza es equivalente a una persona, las revelaciones percibidas por lo humano, le conectan a lo sagrado, a lo desconocido. El poeta, el artista, es aquel ser con la capacidad de conocer a través de dichas grietas. El más allá y el más acá: ese gran abismo. Se hace curioso observar que Silvia no cite a Baudrillard ni a Fourier, cotas de excelencia en ese tránsito utópico que va de las ideologías a las materiologías, y más curioso aún el hecho de que no mencione el contingente Warhol, madre del cordero de todas las decadencias de nuestro siglo. En Warhol sólo hay imagen, nada significa. Su obra (exceptuando la parte cinematográfica) sólo ofrece al público la superficie de las cosas, creando una figuración sin posibilidad de transfiguración; como Lutero -aquel hombre que creó una religión para los ejércitos- se sitúa en un lugar sin corazón para destruir al artista y crear una falsa vía paralela al arte: el pesimismo fetichista de la plusvalía -en terminología baudrilleriana-, por lo que se podría definir su actividad como un neomarxismo parteogenésico. Así, si el arte pop, inaugurado por Warhol -junto a los viejos Hamilton y Lichtenstein- caló en la cultura occidental replicando la realidad una y otra vez hasta anularla, hasta hacerla indiscernible, sustituyendo al artista por una máquina perversa, ¿quién alimentará ahora al espíritu?, ¿quién detendrá la perversa ola de insensibilidad que devora al mundo bajo el chantaje de la comodidad y la ley?, ¿nadie percibe que el sistema ha conseguido rentabilizar los deseos de los hombres enterrando lo inconsciente, adorando a un publicista kantiano con peluca color platino?