La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE






El continente efímero

COMENTARIO SOBRE LA POSTPOESÍA
DE FERNÁNDEZ MALLO
 
 



La fe es la cocacola
por el castigo

Leopoldo María Panero

 
 
Decía Jean-Francois Reveil -por contraposición a Oriente- que el arte europeo se define por la necesidad de crear sin cesar formas nuevas, cosa curiosa en una raza como la humana en la que todo se acaba repitiendo y donde las capacidades son tan limitadas y escasas. Será cuestión de psicoanálisis. La cosa es que no parece haber solución y nunca llueve a gusto de todos: en toda época aparecen una serie de voces que no aceptan el flujo natural de la existencia y se resisten a formar parte de él, inventando sus propios argumentos o teorías que les facilitan una caprichosa evasión. En el año 2010, el escritor gallego Agustín Fernández Mallo publicó un ensayo acerca del problema de construir un nuevo paradigma poético. Inicialmente, este tipo de obras son necesarias y en ciertas ocasiones, inevitables: ahí estuvo ya Philip Sidney con su Defensa de la poesía o las baladas de Wordsworth, los textos de Hoffmansthal, Boileau, Platón, Cascales, Borges, Octavio Paz, Parra, Adorno, Goethe, Alfonso Reyes o Mario Praz para intentar desliar la madeja y arrancar un poco de sueño al tedio para hacer avanzar la cadena de lo imposible, de la poesía. La cuestión de lo poemático posee el inconveniente de copar todo el espectro del Arte, cosa ignífuga y bastante resbaladiza, llena de vericuetos y laberintos sin solución. Intentar teorizar sobre qué es aquello o definir qué es esto, se convierte en un ejercicio ontológico de lo más confuso, del que una política miserable y ególatra se acaba haciendo dueña y señora. Es muy importante para un artista saber dónde está y quién es. La cuestión de la identidad es esencial en el mundo de las creaciones, de lo expresado. El riesgo de adentrarse en la cueva de las clasificaciones y relatos historicistas es elevado. Fernández Mallo se adentra no para hacer ciencia sino para dar su opinión, para ofrecer su pensamiento crítico sobre un tema que le parece alarmante: la poesía española del último medio siglo. Su planteamiento parte de que el atraso cultural español y su fuerte tradición católica no han dejado abrir los ojos a los poetas peninsulares, provocando una parálisis de concepto y formato. Según el escritor gallego, no se entiende el tono de los nuevos tiempos y el panorama de los poetas españoles está caducado porque parece ser que no hablan de lo que está pasando que, en resumidas cuentas, para este afamado hombre de letras es, de forma abreviada, el mundo de los media y la cultura del dinero. Ansía lo nuevo como si fuera heroína. Quiere controlar el destino de la mente y por ende, -aunque él no lo conciba- del espíritu.
El ejercicio lector de su lujoso panfleto comienza siendo entretenido y curioso, pero muy pronto se comienza a torcer, traicionando las espectativas, haciendo un superficial recorrido por la música de la movida madrileña, por la mitificada leyenda de los artistas conceptuales norteamericanos de los setenta, por citas de Borges y un puñado de chascarrillos pseudocientíficos, recordando al lector su pasado de físico profesional. Pronto, lo que uno aprecia es la incomprensión del autor ante un fenómeno inasible, la actitud hiperracional de una mente acelerada viviendo una época acelerada. Mezclar la literatura con canciones indies, darle la misma importancia a performances que a conocimientos filosóficos, aplanar la cultura para tranquilizar a su alma... no es manera de ser serios ante un tema tan importante como la definición de lo poético. Fernández Mallo es un postmoderno de manual que se quedó dando vueltas como un electrón alrededor de la nostalgia de una época que no fue del todo popular, pero que él sigue intentando popularizar. Lo más triste de un  artista es cuando se le nota desesperado por intentar cambiar el mundo, escribiendo desde su apartamento de lujo. El mundo hace lo que quiere y tiene paciencia, no ciencia. Pese a lo cuál, -y a pesar de haber publicado hasta la fecha 6 poemarios, a parte de 6 novelas y 6 ensayos (¿cifra diabólica?)- el autor se afinca en la idea de la muerte de la poesía, en un mundo donde todo texto es para él ficción. Muerte y ficción. Derridá in the air. Cuando un artista insiste sobre la muerte de la disciplina que practica, a uno le da por pensar si será más bien una estrategia fatal para quitarse competidores de en medio y habitar su oficio muerto con mayor número de dividendos, vamos, con más hueco. Piensen en Cela y su decadencia. Así, Postpoesía se convierte en seguida en un flojo manual posmodernista, en la cruda justificación de un intento de -ismo demasiado vago y sulfuroso. Las páginas rebosan metáforas científicas, antropológicas, matemáticas... hasta el punto de sentir estar leyendo un bodrio sociológico en forma de refrito entre Baudrillard, Gorin, Steiner y Vattino. Un pequeño desastre. Como buen sociólogo no habla de literatura, no habla de arte: da la sensación de ser un tipo enterado, un gacho aficionado a leer prensa, ver la tele y fascinarse por todo lo industrial. Hablar de Historia sin creer en la Historia. No hay que olvidar que en su día ya intentó fundar una generación literaria basada en dulces industriales. Lo suyo es el chocolate. Lo transgénico. Lo simulado. El ensayo es un fantasma con ganas de comerse un sandwich de nocilla y no lo digo a la ligera, sino como la aseveración de una actitud win-win, proponga lo que proponga. Fernandez Mallo es un vencedor cultural desde sus inicios: no citaré aquí su enorme lista de premios ni sus privilegiagos contratos editoriales, que no son pocos ni triviales y que de hecho, no paran de crecer. Todo quisqui se alegra de ello. La cuestión es la contradicción o el capricho, la opinión ligera y el bluf. Fernandez Mallo se aferra al dogma posmoderno y lo ejecuta a raja tabla rechazando todo tipo de evidencias, industrializando la literatura -culo veo, culo quiero-. Tal vez el capitalismo ha llegado a una fase de alienación de conciencia en la cuál cada individuo cree en la realidad que sueña y como no sueña pues consume, cree en lo que consume a partir de las ganancias y entonces mea colonia, vomitando discursos sobre lo que mejor le convenga. La ganancia es la nueva mitología. No sé cuál es la razón pero le encanta hablar de las cámaras de burbujas de hidrógeno y del ilegible grupo Los planetas. Son sus coletillas preferidas, sus ases en la manga. Cita a Esteban Peicovih para hablar sobre el collage poético pero no nombra ni por asomo a Burroughs, pionero de dicho arte. Cita en demasiadas ocasiones a Borges, a Vicent y a Wittgenstein; ¿por qué repetirse tanto si él sólo busca lo nuevo? Se nota una urgencia caprichosa, un estilo apresurado sobre un tema que lleva milenios debatiéndose: los antiguos y los modernos, qué es lo moderno, qué es el tiempo, qué es la Historia, qué carajo es el Arte. Alaba a Newton y a Einstein, pero le parecen viejos Duchamp y Mallarmé. No menciona poetas latinoamericanos. No tiene ningún problema en matar a la poesía y en elevar al olimpo de las artes a la ciencia y a la cocina, de hecho, el icono estructural del ensayo es un huevo frito. Pretende ser como Warhol pero a lo castizo, o sea, siendo peninsular o arrabalero. Claro, Warhol era católico bizantino y Fernández Mallo es un snob de letra fina. Warhol fue un pintor desastroso y un brillante cineasta y el autor de Postpoesía, odia el cinematógrafo. Al menos, eso sugiere el texto. Cree que todo es un laboratorio (¿y cuando no lo fue?) y coloca el prefijo post a toda nueva ocurrencia que se le venga. Se viene rápido. Es precoz. Un escritor de éxito teorizando de cómo deberían ser las cosas, platonizando una especulación infantil. Sus párrafos acaban atacando a la tradición, ignorando en vez de interrogando. Para ser gallego, no domina del todo la duda. Es ingenioso pero le falta humorismo. Prefiere al artesano -como toda industria- al artista, desapegado, indisciplinado, improductivo. Fernández Mallo pretende ser una máquina de ideas y de libros, una panadería tipográfica donde se impriman sofísticas varias, ya que en la península también se careció de estructuralismo y por supuesto, de postestructuralismo. Ouyea. Fernández Mallo es un transhumanista decadente con un huevo frito hirviéndole en la mano. Sabe que miente pero sigue adelante: es como Bernie Madoff. No puede parar. Empuja hacia lo externo de las cosas cuando ésta época o mejor dicho, el individuo de esta época necesita explorar sus adentros más que nunca, desligado de su intimidad esencial. El mundo del silencio. Jacques Cousteau. Su lenguaje es capitalismo puro, un visión hiperrealista del entramado, una claudicación en forma de carrera exitosa como método de salvación. Sólo la fama y la exposición pueden liberar a lo humano. Un error. Dos errores. Una teoría del Todo. Desprecia lo chamánico y vincula la poesía con la visita a restaurantes o lavanderías. Practica un estilo naturalista como Zola; alguien que quiso vender un pobre costumbrismo con otro nombre. Confunde el símbolo y la metáfora, niega la historia, la sucesión, no cree en poemas que no tengan la palabra Chanel en sus versos. Sólo parece creer en las raves, en la música electrónica y las drogas de diseño. De hecho, llega a la puritana ocurrencia de plantear el hecho de comerse las dos píldoras de Matrix, de no elegir, ¿por qué nadie toma dicha opción? Tremendo menda. Como buen posmoderno evita el pensamiento compeljo y se afinca en la sobreinformación: sus textos son listas de referencias de manuales de cultura popera y palimpsestos de divulgación. Muy instructivo. Sugestivo. Su sueño parece ser la sustitución de La Odisea por un disco de Astrud. Todo nos parece una mierda (pero sabemos cero como cero sobre lo humano). Tabula rasa a punta de pistola. A punta pala. Apocalipsis. Le encanta. Su filosofía Beatle asombra a cada línea acercándose paradójicamente a la doctrina cristiana; Dios = Mercado. Es un foucoultiano que no ha leído un solo libro del psicólogo infinito. Ama los tecnicismos, cambia el sentido de las palabras para que encajen en sus discursos, sólo cree en el presente y la simultaneidad, le encantaría viajar sobre un átomo hasta destruir el Arte. Es un talibán empoderado. No entiende la oralidad (confunde el origen de la Literatura con el teatro), bastardea al cine, elimina el tiempo pero se arrodilla ante el Presente, cree y no cree; es ambiguo. Prohibe definir la postpoesía ya que sólo puede mostrarse, él que odia el misticismo, se entrega cuando le viene bien a lo esotérico. A pesar de que Fernández Mallo se jacta de lo transitorio, en dicho fenómeno -pese a quien le pese- anida lo eterno, lo bello, lo que no cambia. aunque todo fluya, todo es Uno. Él es un escritor renacentista, alguien que cree en el progreso como una ley, un ser sometido por una ambigüedad diseñada por un gadget. El artista atrapado en el triángulo del bienestar, la diversión y el consumo sólo es una vela entregada a la fama de las simulaciones. Sociología de la mala. Dualismo abstracto. La Postpoesía sería -en caso de existir- la caricatura de la revolución poética, un libelo repleto de sandeces copiado de una factura de teléfono.
Amén.