La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE


 
 
LA LECHE DE LOS SUEÑOS
A propósito de un artículo de Jorge Carrión 
 
 
Bruno Munari

 
 
El objeto como espejo del sujeto
J. B.
 
 
Como es habitual, el articulista Jorge Carrión deleita a sus lectores con inteligentes y pedagógicos textos en el Washinton Post digital, abordando temas diversos como el conocimiento del cosmos, reflexiones sobre publicaciones literarias, política, sucesos o mundo artístico, de hecho, en ocasiones llega hasta el éxtasis de la autopromoción. Y no es extraño descubrir esto en un hombre que parece haberlo leído todo y por ende, saberlo todo. Más que un antropólogo o sociólogo -términos más afines a su singularidad- se le debería encajar en aquello de la futurología o tertulianismo. Opina de todo y sienta cátedra utilizando términos y conceptos bien vistos por los bienpensantes, esa raza especial de la humanidad que no falla nunca al expresarse y ve el futuro tan claro que en sus palabras, lo ideológico y lo real acaban casando. Pero una cosa es la retórica y otra la vida. Cuando uno lee demasiado, tiende a pensar en la posibilidad de imposibilidades, vamos, en ficcionalizar lo acontecido. De esto va, en teoría, cualquier bienal de arte, en el caso que nos ocupa, la número 59 de Venecia, donde se han vuelto a repetir los mismos clichés que se llevan imitando desde hace más de medio siglo, pero como si de una maldición se tratase, no hay crítico o columnista ilustre que se precie a hablar en plata, parapetándose en la supuesta diversidad cultural como escudo o excusa para explayarse en menudencias socioculturales. Al lío: Carrión ensalza la proeza conceptual de Ignasi Aballí, regodeándose en el vacío generado por una intervención artística cuanto menos cuestionable, basada en una minucia arquitectónica de muy poco calado, vamos, en una ocurrencia burguesa, ¿podemos hablar de lo humano ante manifestaciones de este tipo? Sigue siendo asombroso descubrir cómo cierta crítica sigue apabullada por tendencias casposas como el conceptual o el minimal. Lo curioso es ver cómo personas tan documentadas como Jorge Carrión siguen la bola oficialista que mantiene vivo el caché de un grupo de artistas nada despreciable a las alturas del partido. La cosa es que nombra a Bea Espejo, crítica profesional dedicada al proselitismo artístico y el pensamiento débil, como un factor positivo en su función como curadora o como se definía a estos asuntos hace no tanto tiempo, comisaria. Una de las misiones de la contemporaneidad es luchar contra las palabras ofensivas o poco inclusivas o simplemente no-cool -en un afán cientificista en busca del rigor perdido- y en eso Carrión es un experto y no en arte o en ciencia o en qué sé yo, sino en recopilar el léxico de última generación y enseñar a aplicarlo de manera natural. Más profesores y menos pedagogos. En realidad Carrión es una especie de lingüísta que ha intentado hacer de los textos un negocio, una forma de vida. Y lo ha conseguido. Chapó. La cuestión es que existe una ausencia de verdadera reflexión en sus textos, embadurnados de terminología milenial y tecnicismos varios. Nadie cuestiona su formidable capacidad de síntesis y claridad, virtudes obligadas para un divulgador de su talla; nadie duda de su amor por la literatura, su defensa de la librerías y su posición personal ante fenómenos destructivos como lo puede ser Amazon. Lo curioso es que tanto seso y tanta palabrería no den para darse cuenta de las esencias, nunca cuestión baladí: desde hace 60 años se ha comprobado cómo el arte conceptual es meramente un texto, aplicado o no en brevedad supina, y por tanto literatura, aunque se le siga llamando arte conceptual. El Arte y la Literatura son vasos comunicantes, hermanos gemelos, pero no idénticos. Siguiendo sus textos sobre temas artísticos no acaba de entenderse la definición de arte que Carrión defiende y sólo se le lee acerca de política, institución o maqueta de mundo. Diseño de mundo: es como si Carrión jugara a predicar un nuevo diseño de la mente a partir de estereotipos y corrientes ganadoras de opinión. Y eso no es trigo limpio. La escritura de Carrión es distante, es como un tutorial de los caros, tan transparente que en ocasiones se hace obsceno. Cuando la comunicación lo copa todo, desaparece la representación y comienza lo abstracto, lo etéreo, el valor de mercado y s eimpone el medio por encima del mensaje. Así Carrión destaca lo científico y tecnológico por encima de todo como si de ello dependiera el futuro de las artes, cuando ellas, son independientes y hermosamente marginales. Intentar incluir el arte en una categoría y analizarlo como a una gamba, sólo causa risa para el lector medianamente serio. La obsesión por la información, la pasión por ordenarla y comprenderla para averiguar algún enigma oculto en la confusión aplicada del presente, no sólo hace errar a Carrión y a periodistas como Bea Espejo, sino a creadores que acaban firmando como artistas obras sin emoción y por tanto, inútiles para el espíritu. Porque, asumiendo riesgos y poniendo naipes del revés, ¿de qué trata el arte y de qué trata una bienal? Son cosas diferentes aunque deberían ser análogas. Citando a Marina Garcés, Carrión plantea el tema de la importancia del Yo, de la falsedad de la autoría y de la alienación inconsciente: ¿a través de quién pensamos y hablamos? El artista es un médium, un puente, un canal a través del que fluye una ciencia, un conocimiento, una ideología, una idea, una forma, un sonido... el Yo sólo es un invento freudiano para establecer puntos de referencia; quien lea a Freud de forma literal, como el que lee el Pentateuco de forma literal, se equivoca y lo peor, malinterpreta un texto. Una autoría. Sin autor no hay obra, sin autor no hay cultura, sólo mercado. Sin Picasso no hay siglo XX. Sin Picasso no hay texto, no hay concepto. De nuevo llegamos al mismo punto de partida: el concepto, el texto, el mundo. Quiénes somos en esa maqueta de la existencia es cuestión inaplazable, otra cosa es que haya alguien que mueva nuestra ficha sin darnos cuenta o que quiera hacerlo, engañándonos. Vuelta a los sofistas. Aquí entramos en el lodo de la propaganda: Carrión escribe en un medio que aborda temas de poder, conflictos internacionales, EEUU, bla, bla, bla y sus artículos encajan porque carecen, como todo lo demás, de emoción, a pesar de aparentar lo contrario: entusiasmo, ingenio y rebeldía. Amante de lo virtual, defensor de la soberbia colectiva, de la filosofía del metaverso, de lo grupal, lo horizontal, lo curatorial y del artista responsable, ¿no es todo esto una incorrección y un insulto absoluto a los artistas en general y al arte en concreto?, ¿quién habla por la voz d Carrión, de quién es altavoz? Al tener voz puedes construir una razón potable, pero nunca una verdad. Tenemos un siglo por delante para entender esa diferencia que lo cambia todo. Con razón hay Obama, hay Trump, hay Biden; con verdad no los habría. Las torres volverían a caer. La sabiduría es inamovible: el Arte no es variable como la ciencia o la filosofía, las cuales cambian cada decenio. 
En cuanto a asuntos menores, la defensa de Carrión del arte latinoamericano se puede decir que está muy desfasado y llueve sobre mojado, intentando ser pionero, llegando muy tarde a una fiesta que empezó hace cincuenta años, cuando según él, Picasso lideró un modelo humano que se extingue, ¿se extingue o se cancela?, ¿quién tiene la resposabilidad en una sociedad donde muy pocas voces ordenan el cotarro? La ilusión colaborativa y participativa generada por el fenómeno internauta es un bodrio, una falacia, el opio del pueblo de hoy. Las bienales, ya sean la de Sau paulo, la Documenta de Kassel o la de Sidney serán lo que decidan sus dueños y sus comisarios que sean, pero hasta que no se deje de idolatrar al comisariado y de politizar las obras, una bienal sólo será una bienal y nunca una expresión artística. Mientras que no se entienda que el artista es un marginal por naturaleza y que no debe comulgar con ninguna normativa o tendencia, categoría o definición, el arte del siglo XXI estará perdido y olvidará sus referentes en este mundo postpandémido donde todo parece olvidarse con extraño beneplácito de la inteligencia cultural, como si al final, todo se tratase de eso, de borrar todo, de reiniciar el ordenador para generar una nueva idea de mundo ilustrado antes de la llegada de la Revelación Última.