Lo Mórbido
Hay algo que se está desmoronando en el mundo del arte, un fenómeno que sigue derritiéndose poco a poco -como la monarquía-, dejando un sospechoso tufillo a podrido; se trata de un hacer concreto, alabado por la prensa especializada desde finales de los años 90', una dinámica que aún sigue insistiendo en camuflar su fracaso, su vaciedad de simulación. Un ejemplo es la última exposición de Nuria Fuster, (M)other and Another, en la galería santanderina Juan Silió. Esculturas flácidas, tickets quemados, superficies agujereadas, exoesqueletos alienígenas, antenas de televisión, toallas enrolladas, planchas y tentáculos que devienen manos horripilantes, componen un aquelarre de seres dignos del museo Madame Tussauds, sea de forma deliberada o no. Una pesadilla. La cuestión es que el imaginario de una serie de jóvenes artistas de tendencia -afines a la línea Thirdists de los 80'-, hiperalérgicos a la ilusión de lo humano, exitosos desde hace quince años y demasiado mimados por la prensa e instituciones -y cuyos campos semánticos se construían a partir de referencias exageradas de la historia del arte como pueden ser las de Beauys, Calder, Barceló o Koons-, han estirado tanto el chicle bailando en los confines de la indiferencia, que han perdido la posibilidad de la mirada original. Y no es que, en este caso, la intención de la obra de Fuster sea obviar lo humano, lo grave es que durante toda su trayectoria ha mareado de tal forma la perdiz, alejándose tanto de las esencias fundamentales del oficio -agarrándose sólo a las bien consideradas profesionales- que ahora, al desea sacar el hocico, lo que sale, aparece muerto o moribundo. Necrosado. Cancerígeno. Las formas fálicas de sus esculturas demuestran no ya que el dolor es un factor en la erogeneidad, sino que la insistencia perseverante del formalismo banal en el corpus de un artista, puede conducir a encerrarle en el psicodrama de su propia desaparición. Influencias como la de Peter Nadin, Sarah Charlesworth o Saint Clair Cemin, le hacen un flaco favor a Nuria Fuster, protagonista de un revival infame y perverso sin profundidad alguna, tan anodino como la serie de acuarelas colgada de los muros. Además, el ambiente lynchiano de la sala desprende una sensación manida, un déjà vú desagradable. Con todo el respeto, el conjunto presentado irradia un aura de Hotel Transilvania o mejor dicho, de un trasunto de la Familia Adams donde Cosa (aquella mano hiperactiva e inquietante) aparece como metáfora de un destino mórbido de enferma desilusión.