Los juicios ilógicos conducen a una experiencia nueva. Sol Lewitt

Marzo 25



 
 
El trauma solar
Una exposición de Felipe Talo
en la catedral de Justo Gallego
 
 

Si volviésemos a la película sobre Picasso de 1956, realizada por el olvidado Clouzot -seguramente el gran cineasta de la segunda mitad de siglo XX-, descubriríamos el secreto que esconde la pintura: cruzado el umbral de lo inefable, instalados en el delirio del gesto, de la mano, las dimensiones se abren paso sobre la superficie y el artista se convierte en un genio de la lámpara de Aladino. En realidad, el artista de hoy -raza muy escasa a pesar de la invasión tormentosa de pintamonas profesionales- es más que nunca un personaje de Antoine Galland, el inventor de todo el trasunto de Las mil y una noches (A saber: ese libro donde se cortan cabezas, se habla con muertos, se beben hierbas, se habla del horror, de dátiles, de metamorfosis, de cajas mágicas, copas de bronce y negros de mármol; seres extraordinarios en definitiva). La cosa es que cuando un gran ingenio encuentra una veta, no puede dejarla. No la suelta. Le pasa como al cazador de olas gigantes: su destino es llegar hasta el final. Permanecer en el tubo. La cuestión es que para ello hay que remar mucho más de lo común y tener suerte, al menos hasta convertir a tus dedos en un psiquiátrico de colores, de formas, de ideas.


El misterio Talo es una cuestión contingente, algo incierto, que aparece y desaparece ante los ojos, que culebrea alrededor de la Belleza, vacilándola, acariciándola el culete. El erotismo que envuelve esta nueva exposición del artista barcelonés es de un grado sublime, muy bien acompasada por la arquitectura de un palacio utópico pero real, donde lo fluxus se normaliza como cotidiano, donde el trauma encuentra su sentido, su espacio y donde los sueños del artista encuentran una naturaleza gemela, ¿cuál será el destino de lo marginal de este siglo?, ¿qué será de todas las construcciones levantadas al margen de la ley?
 


El mundo es efímero, pero por un instante cobra forma de mil maneras simultáneas. Talo, como siempre ha hecho, despliega su mente por un agujerito en forma de pajita de titanio, escupiendo armonías, elaboraciones simbióticas, cloroformos y reconstrucciones del espíritu que harían desmayar al mismo Hegel (aquel que anunció nuestra liberación de la Naturaleza). Talo usa la pintura para contar una historia, por eso lo del sol, por eso lo del camino: tierra y fuego, rayos y centellas, pan e infrarrojo. Infancia y deseo, fantasía e inconsciencia. Represión, liberación a través de lo animal: lo simbólico. Todo es maleable, todo se funde, todo acompaña. La vida es darse. Entregarse. Todo se vuelve un escáner de los miedos y los pasados, de los torbellinos y los dolores convirtiéndose en biografías lunares llenas de recovecos, de genealogías ebrias y colores inesperados que cabalgan por paraísos filipinos.
La pintura es un oasis de horror que se vuelve placer, oro. Sol. Luz.
 


Lo oriental vuelve loco a Talo: por eso invoca a todos los demonios que conoce: los destroza, los estruja, los moldea, los vuelve arena, los colorea y recolorea: se rompe los sesos para que podamos ver sus alucinaciones sintácticas, que en realidad cuentan su propia historia de ser humano atrapado en una realidad obtusa que se ciega ante lo inmutable. Psicoanalizar la existencia a partir de un rayo de psiconeurosis, ¿de qué color debería ser? 
Todo lo que relata Talo es un cuento de Galland, un poema breve, una variación de espíritus y mujeres en pelotas, de mentes ultramontanas y deliciosas ninfas, de alfombras inmateriales que pisamos sin darnos cuenta, hasta que él lame con su pintura, friega, escarba y vomita hasta generar un movimiento que estremece, que atestigua una orgía diluida en la materia, como en los cuentos de Poe: ¿cuál es la finalidad esencial de mi existencia? (Lionizing, 1835)
 


Lo camí del sol es un verbena mística para emborracharse al menos varias noches, un lujo lleno de fantasmas que recoge gran parte del trabajo de Talo desde hace ya tiempo, sintetizando una estética naíf y sobrenatural convertida en fantástica por momentos, en un crisol de divanes freudianos repartidos por siglos, en tablillas mesopotámicas divididas en milenios. Todo está atrás, todo se nos viene encima. Todo va a acabar sucediendo. La pintura, el color, la memoria.

El arte de Talo siempre ha tenido algo de religioso, de sectario en el sentido narrativo-hipnótico, de discurso obsesivo-eterno. Pese a todo, siempre es disfrutable, debido a su alto grado de seducción, de maravilla, de microscopio arterial. Las moléculas, los átomos y las partículas se manifiestan ante los ojos y explotan como melodías de Satie, de Sun Ra, de Pitágoras (el fundador de lo musical). En el arte de Talo el acento romántico ha sido siempre un pilar; otros, lo cool de Lou Reed o lo paranoico-sublime de Martín Ramírez. Todos son cimientos escabrosos, apelotonados que van construyendo una magna obra que emerge como un ónfalos dentro de su calavera cuando todo cráneo es el mundo. Elohim.


En Talo se mezclan México, Europa y Melville. Un colegio inglés, un pueblo asturiano, la basílica de Padova, Torrejón de Velasco, las noches berlinesas, madrileñas y barcelonesas perdidas en una gota de absenta. Un viaje de España a Alemania con los ojos blancos atravesando los bosques. Sólo así se forman los artistas, sólo así nace una voz, un puente de la Conciencia. Un ejército de fantasmas.
Toda su obra es una novela familiar de láminas infinitas que saltan de una página a otra del mundo, de una dimensión a la siguiente, tal y como Picasso demuestra en la peli de Clouzot: una gallina puede ser un rostro, pero también un paisaje, una playa, un amanecer, un jarrón. Todo se transmuta y la magia se recrea en sí misma. Talo nos cuenta su vida en clave y cada fragmento es una escena real pasada por el tamiz de un esplendor que brilla a cada paso. Todas las exposiciones de Talo han sido la misma desde hace veinte años: un fulgor que no para y que emana de un imán llamado sol. 






Así, Lo camí del sol no es sólo un muestra plástica de la comedia de la vida, sino también una película de fotogramas inmensos y crepusculares, una serie interminable de lenguas de fuego, de explosiones, de garabatos, de bocetos (un storyboard del espíritu, de la perversión), de grafitis y esquemas psíquicos, una melodía de Schoneberg, un tratado de armonía silencioso; una mano que piensa en lo irracional para destruir los huesos y demoler estigmas bajo el palio de una catedral ultrasónica digna de ser una de las grandes maravillas de lo humano. De la voluntad. Todos los que han podido asistir a esta celebración de luz masónica podrán contar algún día que conocieron a Talo, un ser con cuernos de diablo y ojos de serpiente que -a modo de profeta plástico- acerca un cántico legendario, apareciendo y desvaneciéndose como un halo; algo que permanece en la memoria como un haz ultravioleta.