Los juicios ilógicos conducen a una experiencia nueva. Sol Lewitt

 

 

 

¿EL ARTE O LA VIDA?

Lecciones de ecologismo 

 




Primero fue un Van Gogh y luego un Monet. Primero los girasoles y luego los montones de heno. Tomate y puré de patatas. Superglú para pegar las manos a la pared. Un chico y una chica (que no se diga). Londres y Potsdam, ¿cuál será la siguiente víctima? La cuestión de los atentados artísticos siempre ha sido la propaganda o la autopromoción, ya sea un acto ejecutado por interés profesional o por un simple ataque narcisista (¡estoy aquí, estoy aquí!). El año pasado, el vigilante de un museo ruso pintó varios pares de ojos con boli a los bustos desnudos de un cuadro de los años 30', valorado en un millón de euros; todo por simple aburrimiento. En 2012, una parroquiana maña restauró un Ecce Homo de 1930 a su gusto con pinturas del chino, convirtiéndolo en un monigote (quitándole dramatismo, eso sí es verdad) y hoy se exhibe en la iglesia del pueblo y cobra 3 euros para verlo. Convertir lo débil en fuerte, lo bello en rentable, lo inteligente en soez. Frivolidad existencial. Vivimos en una sociedad enferma, pero lo que es aún peor, vivimos en una sociedad analfabeta. Antes lo freak, lo vulgar, lo ridículo se entendía como tal; hoy es la ley, la vía del éxito. La vulgaridad vital ha llegado al extremo de instrumentalizar la inutilidad: el mundo del arte, hoy día, tiene una repercusión mínima en lo humano, por no decir ninguna. Los artistas son unos parias; hoy cualquier cosa es alabable si es rentable. La burguesía se sienta en su saloncito cada domingo a leer los semanales para fascinarse por el precio que cuesta un tríptico de Bacon o un retrato de Lucian Freud. Por no hablar de Hirst, Koons y compañía. Pero la cosa se queda ahí. Nadie se preocupa por la obra en sí misma, a nadie le quita el sueño hoy el misterio que esconde la pintura. Hoy nadie tiene vergüenza de no interesarse por obras ilustres o artistas intempestuosos, como si todo, de alguna manera, hubiera caducado y se hubiese igualado al olvido. Hoy, la religión suprema es la ciencia y la ciencia ha sustituido al arte y a la religión para ofrecer una nueva fe. Parte de esa creencia genera el ecologismo, un movimiento connatural a nuestra época, nacido en un mundo sobreexplotado y perverso donde el dios dinero, Plutón, es el único dios verdadero. Una especie de vengador tóxico autoindulgente. Existe un problema real en el sistema creado por el capitalismo tardío, un problema de contradicción en forma de bucle que se muerde la cola. Personajes mediáticos como Greta Thunberg sembraron la semilla de lo eco en las nuevas generaciones, así como Greenpeace lo había hecho desde los años 90' para sus respectivos. Una de las diferencias que llaman la atención de los activistas de hoy y los de antes, es el nivel de riesgo: ¿se puede comparar el jugarse la vida para detener un ballenero o impedir una prueba nuclear, a tirar una lata de tomate a un cuadro que, para colmo, está protegido por un cristal? El mensaje es diferente. La verdad que se quiere transmitir es distinta y además, ¿por qué el planteamiento-chantaje: la vida o el arte? Como se decía en España: "la pasta o la vida." Existe una confusión infantilizada, una resistencia sin consecuencia, un mundo sin sangre en las venas. Amebas. La realidad se ha simplificado en un parque infantil donde existen normas, incluso para los que se las saltan y movimientos sociales como el ecologismo paraecen, sin querer, encarnar viejos movimientos artísticos autodestructivos. Hoy el punk no existe, el rock&roll está envenenado, ¿qué queda? Música electrónica o reguetón. El mundo se polariza hasta extremos ionesquianos, pero en realidad, todo es filfa. Todo es una mala performance, una broma sin gracia que por primera vez en la Historia, puede ser muy rentable. El arte actual no tiene ninguna repercusión en la sociedad, por ello, los óleos impresionistas violentados por estas activistas no son exactamente lo que parecen: ellas vierten sus conservas sobre el valor monetario de esos objetos, pero hoy no se conoce la diferencia entre el coste y el valor de las cosas, entre el contenido y la forma, entre la vida y el arte, ¿qué es la Vida? ¿qué es el Arte? Parece que los nuevos ecologistas lo tienen muy claro y demasiado rápido pues, en cambio, la Filosofía y la Estética aún no han llegado solucionar ese par de cuestiones tras miles de años. Este tipo de atentados se justifican afirmando que el arte es un negocio superficial y que la vida es una estadística científica calculable y controlable. Lo uno ni lo otro. En este mundo de hipervelocidad e internet, lo tonto, lo ridículo y lo instantáneo es lo bueno, lo bonito y lo mejor. Una generación de neuróticos acelerados se acerca como una ola con la única idea del futuro entre sus cejas. El pasado se ha convertido en un tabú, en una obsolescencia creciente que en su ideología ni entra, ni debería entrar. Tienen miedo al pasado pues allí viven las soluciones del presente, pero enfrentarse a lo conplejo, a lo sublime y a la excelencia, no entra dentro de sus planes, por si a caso acaban pareciendo insignificantes o palurdos. El sistema actual les ha enseñado que deben adorar al futuro, pues allí nada se compara con nada y caben todos los deseos, utopías y chorradas que a uno se le pueda ocurrir para salvar el mundo, pues el porvenir nadie lo conoce ni nadie lo conocerá. Se trata de una falacia. El arte es atacado de forma gratuita porque hoy es inofensivo, un juego de niños. Hoy todo el mundo se cree un artista porque hace videos en tiktok; esa es la medida de nuestra era, terrible ¿verdad?. Da miedo pensar en que se apoderen del mundo los ostentadores del famoso cambio de paradigma. Pero parece que hay que luchar aunque sea con el arma de la estupidez. A ver qué tal nos va con estos nuevos ismos que tanto recuerdan a los años veinte del antiguo siglo y que ya nadie parece querer mirar, teniendo la sensación de que nunca existieron.












 
 
LA LECHE DE LOS SUEÑOS
A propósito de un artículo de Jorge Carrión 
 
 
Bruno Munari

 
 
El objeto como espejo del sujeto
J. B.
 
 
Como es habitual, el articulista Jorge Carrión deleita a sus lectores con inteligentes y pedagógicos textos en el Washinton Post digital, abordando temas diversos como el conocimiento del cosmos, reflexiones sobre publicaciones literarias, política, sucesos o mundo artístico, de hecho, en ocasiones llega hasta el éxtasis de la autopromoción. Y no es extraño descubrir esto en un hombre que parece haberlo leído todo y por ende, saberlo todo. Más que un antropólogo o sociólogo -términos más afines a su singularidad- se le debería encajar en aquello de la futurología o tertulianismo. Opina de todo y sienta cátedra utilizando términos y conceptos bien vistos por los bienpensantes, esa raza especial de la humanidad que no falla nunca al expresarse y ve el futuro tan claro que en sus palabras, lo ideológico y lo real acaban casando. Pero una cosa es la retórica y otra la vida. Cuando uno lee demasiado, tiende a pensar en la posibilidad de imposibilidades, vamos, en ficcionalizar lo acontecido. De esto va, en teoría, cualquier bienal de arte, en el caso que nos ocupa, la número 59 de Venecia, donde se han vuelto a repetir los mismos clichés que se llevan imitando desde hace más de medio siglo, pero como si de una maldición se tratase, no hay crítico o columnista ilustre que se precie a hablar en plata, parapetándose en la supuesta diversidad cultural como escudo o excusa para explayarse en menudencias socioculturales. Al lío: Carrión ensalza la proeza conceptual de Ignasi Aballí, regodeándose en el vacío generado por una intervención artística cuanto menos cuestionable, basada en una minucia arquitectónica de muy poco calado, vamos, en una ocurrencia burguesa, ¿podemos hablar de lo humano ante manifestaciones de este tipo? Sigue siendo asombroso descubrir cómo cierta crítica sigue apabullada por tendencias casposas como el conceptual o el minimal. Lo curioso es ver cómo personas tan documentadas como Jorge Carrión siguen la bola oficialista que mantiene vivo el caché de un grupo de artistas nada despreciable a las alturas del partido. La cosa es que nombra a Bea Espejo, crítica profesional dedicada al proselitismo artístico y el pensamiento débil, como un factor positivo en su función como curadora o como se definía a estos asuntos hace no tanto tiempo, comisaria. Una de las misiones de la contemporaneidad es luchar contra las palabras ofensivas o poco inclusivas o simplemente no-cool -en un afán cientificista en busca del rigor perdido- y en eso Carrión es un experto y no en arte o en ciencia o en qué sé yo, sino en recopilar el léxico de última generación y enseñar a aplicarlo de manera natural. Más profesores y menos pedagogos. En realidad Carrión es una especie de lingüísta que ha intentado hacer de los textos un negocio, una forma de vida. Y lo ha conseguido. Chapó. La cuestión es que existe una ausencia de verdadera reflexión en sus textos, embadurnados de terminología milenial y tecnicismos varios. Nadie cuestiona su formidable capacidad de síntesis y claridad, virtudes obligadas para un divulgador de su talla; nadie duda de su amor por la literatura, su defensa de la librerías y su posición personal ante fenómenos destructivos como lo puede ser Amazon. Lo curioso es que tanto seso y tanta palabrería no den para darse cuenta de las esencias, nunca cuestión baladí: desde hace 60 años se ha comprobado cómo el arte conceptual es meramente un texto, aplicado o no en brevedad supina, y por tanto literatura, aunque se le siga llamando arte conceptual. El Arte y la Literatura son vasos comunicantes, hermanos gemelos, pero no idénticos. Siguiendo sus textos sobre temas artísticos no acaba de entenderse la definición de arte que Carrión defiende y sólo se le lee acerca de política, institución o maqueta de mundo. Diseño de mundo: es como si Carrión jugara a predicar un nuevo diseño de la mente a partir de estereotipos y corrientes ganadoras de opinión. Y eso no es trigo limpio. La escritura de Carrión es distante, es como un tutorial de los caros, tan transparente que en ocasiones se hace obsceno. Cuando la comunicación lo copa todo, desaparece la representación y comienza lo abstracto, lo etéreo, el valor de mercado y s eimpone el medio por encima del mensaje. Así Carrión destaca lo científico y tecnológico por encima de todo como si de ello dependiera el futuro de las artes, cuando ellas, son independientes y hermosamente marginales. Intentar incluir el arte en una categoría y analizarlo como a una gamba, sólo causa risa para el lector medianamente serio. La obsesión por la información, la pasión por ordenarla y comprenderla para averiguar algún enigma oculto en la confusión aplicada del presente, no sólo hace errar a Carrión y a periodistas como Bea Espejo, sino a creadores que acaban firmando como artistas obras sin emoción y por tanto, inútiles para el espíritu. Porque, asumiendo riesgos y poniendo naipes del revés, ¿de qué trata el arte y de qué trata una bienal? Son cosas diferentes aunque deberían ser análogas. Citando a Marina Garcés, Carrión plantea el tema de la importancia del Yo, de la falsedad de la autoría y de la alienación inconsciente: ¿a través de quién pensamos y hablamos? El artista es un médium, un puente, un canal a través del que fluye una ciencia, un conocimiento, una ideología, una idea, una forma, un sonido... el Yo sólo es un invento freudiano para establecer puntos de referencia; quien lea a Freud de forma literal, como el que lee el Pentateuco de forma literal, se equivoca y lo peor, malinterpreta un texto. Una autoría. Sin autor no hay obra, sin autor no hay cultura, sólo mercado. Sin Picasso no hay siglo XX. Sin Picasso no hay texto, no hay concepto. De nuevo llegamos al mismo punto de partida: el concepto, el texto, el mundo. Quiénes somos en esa maqueta de la existencia es cuestión inaplazable, otra cosa es que haya alguien que mueva nuestra ficha sin darnos cuenta o que quiera hacerlo, engañándonos. Vuelta a los sofistas. Aquí entramos en el lodo de la propaganda: Carrión escribe en un medio que aborda temas de poder, conflictos internacionales, EEUU, bla, bla, bla y sus artículos encajan porque carecen, como todo lo demás, de emoción, a pesar de aparentar lo contrario: entusiasmo, ingenio y rebeldía. Amante de lo virtual, defensor de la soberbia colectiva, de la filosofía del metaverso, de lo grupal, lo horizontal, lo curatorial y del artista responsable, ¿no es todo esto una incorrección y un insulto absoluto a los artistas en general y al arte en concreto?, ¿quién habla por la voz d Carrión, de quién es altavoz? Al tener voz puedes construir una razón potable, pero nunca una verdad. Tenemos un siglo por delante para entender esa diferencia que lo cambia todo. Con razón hay Obama, hay Trump, hay Biden; con verdad no los habría. Las torres volverían a caer. La sabiduría es inamovible: el Arte no es variable como la ciencia o la filosofía, las cuales cambian cada decenio. 
En cuanto a asuntos menores, la defensa de Carrión del arte latinoamericano se puede decir que está muy desfasado y llueve sobre mojado, intentando ser pionero, llegando muy tarde a una fiesta que empezó hace cincuenta años, cuando según él, Picasso lideró un modelo humano que se extingue, ¿se extingue o se cancela?, ¿quién tiene la resposabilidad en una sociedad donde muy pocas voces ordenan el cotarro? La ilusión colaborativa y participativa generada por el fenómeno internauta es un bodrio, una falacia, el opio del pueblo de hoy. Las bienales, ya sean la de Sau paulo, la Documenta de Kassel o la de Sidney serán lo que decidan sus dueños y sus comisarios que sean, pero hasta que no se deje de idolatrar al comisariado y de politizar las obras, una bienal sólo será una bienal y nunca una expresión artística. Mientras que no se entienda que el artista es un marginal por naturaleza y que no debe comulgar con ninguna normativa o tendencia, categoría o definición, el arte del siglo XXI estará perdido y olvidará sus referentes en este mundo postpandémido donde todo parece olvidarse con extraño beneplácito de la inteligencia cultural, como si al final, todo se tratase de eso, de borrar todo, de reiniciar el ordenador para generar una nueva idea de mundo ilustrado antes de la llegada de la Revelación Última.
 
 






 


 
ALEX KATZ
(N. Y., 1927)
 
En el vacío de las apariencias
 


¿Qué son los cuadros de Alex Katz? Desde finales de los 50' comienza una transición pictórica de la idea de la superficie neutra y la incorporación de lo figurativo al vacío puro, construido conscientemente desde Malevich y desarrollado hasta sus últimas consecuencias por Kline, Newman, Rothko, Ad Reindhardt, Motherwell o Clifford Still entre otros. La llamada Pintura de Campo fue un estilo puramente norteamericano, muy promocionado -entre otros- por el ingenioso crítico y cabezota de Clement Greenberg, que se materializó con una intención innovadora, emancipadora. La cultura estadounidense necesitaba desligarse de la tradición europea y se atrevió a sumergirse en el callejón sin salida de la abstracción, a pesar de que pintores como Miró o los suprematistas rusos ya habían anunciado y superado ese camino hacía décadas. En ese momento de terrible posguerra europea, el continente americano goza de una comodidad y una salud excelentes: países como Uruguay y Argentina nadan en la abundancia y al mismo tiempo, EEUU comienza su política imperialista e impone su mantra eterno: el American Way of Life. En paralelo a los abstractos, aparece la línea pop con Warhol, Lichtenstein y Hamilton a la cabeza, una especie de abstracción popular, enmascarada mediante elementos infantiles, humorísticos o simplemente cotidianos. Esta línea es, de alguna manera, desde la que se puede entender el trabajo de Katz. El pintor niuyorkino nos muestra pinturas explícitas, cuasirrealistas, aisladas y frías, en general, de gran formato; contemplar sus piezas es como asistir a una estrategia perfecta urdida por una mentira prevista y publicitaria, una falsedad fascinante transmitida a través de la fuerza del color de lo falso. De alguna manera, al igual que los horripilantes bustos de Jaume Plensa, los casposos cuadros urbanísticos de Antonio López o la época decadente de Juan Uslé, la obra de Katz desvirtúa la percepción del espectador, aturdiendo al personal de manera más o menos eficaz hasta agotarlo, llevándole ante una pantalla de formas vacuas, de cromos gigantescos sin gracia. Si Alex Katz fue pionero en algo fue en darse cuenta de lo provechoso de la mina de lo vulgar, de la rentabilidad de lo aséptico, o lo que es lo mismo: urdir la idea de una pintura infrarrealista, naif y colorista sin que apenas se note, vendiéndola como pura decoración de revista de moda, como chapas, como pegatinas de recreo. Su plan fue infalible. Katz cae en la trampa del vender y del gustar; su obra es una especie de ambicioso supermercado, una especie de folleto informativo de avión donde se explica cómo ponerse una mascarilla o cómo agacharse tras el sillón antes de estriparse en medio del océano. El falso matiz parece ser su prerrogativa y el impacto instantáneo su único y mayor objetivo. Un cuadro de Katz no tiene ni más ni menos que lo que se percibe de él en la primera milésima; es un producto postmoderno que confiere al artista un estado flagrante de ignominia. Es vergonzoso. Aunque inicialmente podría clasificarse como artista pop, por las mismas razones se le podría tildar de kitsch o de la misma manera, como un muralista institucional, de oficina, ese tipo de artesanos ante cuyas obras el público se siente fuerte, impulsado por la simplicidad intencionada de Katz que llena el Superego y obliga a tirarse a la piscina de los juicios aleatorios. Katz es un decorador que brinda la oportunidad de comprobar en vivo cómo un tipo de arte deshumanizado se ha asentado en el presente; se trata de una obra tan limpia que fallece, tan explícita que es obscena, tan pobre que inunda el alma de tonos neutros hasta conseguir una calma de guardería o de tienda de muebles sueca. Su soberbia llega a momentos surealistas: realiza homenajes a Monet o a Newman, generando versiones infantilizadas de una torpeza tal que obligan a apartar la mirada. Terrible. La República de la insensibilidad. Lo peor de Katz es el mensaje neonihilista que lanza mediante sus clónicas figuras, ennobleciendo la más terrible cotidianeidad, endiosando el aburrimiento, el vacío existencial, la vaguedad de las apariencias y todo lo que pueda caber en una revista semanal de moda. Sus presencias parecen monigotes de plastilina de mirada perfilada, frívola. Sin duda, una obra compuesta de insubstancialidad que debería escurrirse directamente a la alcantarilla de la basura pestilente, hoy aún alentada por la mirada inexperta y confusa de ese público tan desesperado por tener algo qué decir, de sentir cosquillas en el cerebro al empoderarse mediante una débil opinión, sin temor de decir en alto, en medio de la sala, sin vergüenza ninguna, desde su cultura del Barrio de Salamanca: ¡Mira qué bonito!
 
 
 

 

 

 Lo Mórbido



Hay algo que se está desmoronando en el mundo del arte, un fenómeno que sigue derritiéndose poco a poco -como la monarquía-, dejando un sospechoso tufillo a podrido; se trata de un hacer concreto, alabado por la prensa especializada desde finales de los años 90', una dinámica que aún sigue insistiendo en camuflar su fracaso, su vaciedad de simulación. Un ejemplo es la última exposición de Nuria Fuster, (M)other and Another, en la galería santanderina Juan Silió. Esculturas flácidas, tickets quemados, superficies agujereadas, exoesqueletos alienígenas, antenas de televisión, toallas enrolladas, planchas y tentáculos que devienen manos horripilantes, componen un aquelarre de seres dignos del museo Madame Tussauds, sea de forma deliberada o no. Una pesadilla. La cuestión es que el imaginario de una serie de jóvenes artistas de tendencia -afines a la línea Thirdists de los 80'-, hiperalérgicos a la ilusión de lo humano, exitosos desde hace quince años y demasiado mimados por la prensa e instituciones -y cuyos campos semánticos se construían a partir de referencias exageradas de la historia del arte como pueden ser las de Beauys, Calder, Barceló o Koons-, han estirado tanto el chicle bailando en los confines de la indiferencia, que han perdido la posibilidad de la mirada original. Y no es que, en este caso, la intención de la obra de Fuster sea obviar lo humano, lo grave es que durante toda su trayectoria ha mareado de tal forma la perdiz, alejándose tanto de las esencias fundamentales del oficio -agarrándose sólo a las bien consideradas profesionales- que ahora, al desea sacar el hocico, lo que sale, aparece muerto o moribundo. Necrosado. Cancerígeno. Las formas fálicas de sus esculturas demuestran no ya que el dolor es un factor en la erogeneidad, sino que la insistencia perseverante del formalismo banal en el corpus de un artista, puede conducir a encerrarle en el psicodrama de su propia desaparición. Influencias como la de Peter Nadin, Sarah Charlesworth o Saint Clair Cemin, le hacen un flaco favor a Nuria Fuster, protagonista de un revival infame y perverso sin profundidad alguna, tan anodino como la serie de acuarelas colgada de los muros. Además, el ambiente lynchiano de la sala desprende una sensación manida, un déjà vú desagradable. Con todo el respeto, el conjunto presentado irradia un aura de Hotel Transilvania o mejor dicho, de un trasunto de la Familia Adams donde Cosa (aquella mano hiperactiva e inquietante) aparece como metáfora de un destino mórbido de enferma desilusión.