Picasso, Pan
(1881-1973)
Pablo Picasso está condenado por doce letras, vive encerrado en un par de tropos que en ocasiones le trasmutan las manos en pan cocido. Por eso pinta. El pan tiene mucho que ver con la pintura. Hornear ideas, vestir como un marinero. El pan y el mar y el número 12. Murió a los 92 años lo cuál suma 11, una falta de coincidencia que muchos achacan a una verdad soterrada: en realidad vivió un año más, pero ¿qué hizo durante aquel descuento existencial? Nada. Cerró los ojos y pensó en lo que había hecho. Se imaginó en 1906 como si fuese un indígena de ojos negros. Al mirarse al espejo vio lo contrario: un español que viviría como un francés. Visualiza una montaña y se promete que en medio siglo la convertirá en un hombre lleno de colores, sentado, ensimismado en el vacío. Luego se vuelve hacia el otro lado y una intensa luz lo ilumina: se imagina con bigote, joven, valiente. Sueña con Hércules bailando en una rave aunque él aún no sabe qué es una rave. Se inventa retratos de sí mismo que nunca podrán ser él; pinta a sus padres serios, dormidos, cansados, a última hora de la noche. Parecen vampiros. Alguien quiere chuparle la sangre. Su hermana hace la comunión; él está obsesionado con los pies desnudos de su hermana. Alguien se muere en la cama. Alguien posa en amarillo: Petrus Manach. Alguien se besa en el puerto, alguien mete mano a otro alguien en una esquina. El club, iluminado de velas está a reventar. Las mujeres bailan y los hombres hacen el payaso. Al fondo, los arlequines beben absenta en medio del spleen. Uno de ellos se obsesiona con una mujer azul; esa mujer, siendo niña, amaestró a una paloma.
La bohemia, poco a poco, se hace real en las ciudades; cuanta más miseria, más dandys. Las caras de las bailarinas van afilándose y el pintor cada vez tiene más frío. El cuadro se oscurece hasta helarse. Se produce una visita, un estremecimiento ebrio y la muerte le llega al joven Casagemas hasta el punto que la mitología se convierte en un prostíbulo. Las manos vuelven al pan, a la masa entre muslos y los peces se alimentan del cáliz de las musas, acercándose directamente a las fuentes. El frío es tremendo y los personajes se quedan petrificados: la pintura se vuelve escultura, mármol. Los ojos tienden a enceguecerse y la sífilis ataca los nervios. Los arlequines se hacen cada vez más frugales y todas las miradas van fuera del plato. Los cuerpos se alargan, las manos acogen cuervos malignos. Aparecen monos sabios y familias fantásticas llenas de tristeza. Lo masculino sólo puede salvarse por el color para calentar la escena y hacerse nómada. Hay que marchar. La realidad se ha estancado en un sueño. La comedia se hace tragedia y los arlequines se vuelven negros. Hay que desnudarse y seguir hacia delante.
El nudismo es una salida de la desesperación, la mujer, un objeto de constante deseo. Las mujeres empiezan a levantar el sobaco y la magia de lo exótico abrirá una enorme grieta en torno a 1907. Los paisajes se confunden con los rostros y las reinas piensan o duermen. No se sabe. La aristocracia es pintura. De pronto, todo se fragmenta y se crea un estilo para vender cuadros. Se utilizan nuevos formatos y los periódicos y las bandejas se hacen lienzos. Las esculturas se hacen de hojalata, de cristal, de piedra. Hay partituras, cartón y música. La madera se pervierte y la cerámica se hace oblonga. Se repite a sí misma. El arte pop ya está inventado, pero nadie lo explota aún. Sólo es un experimento. Las dimensiones se solapan, los viejos cuadros se dejan incompletos y Olga se queda a medio hacer. Nunca se lo perdonará. Picasso juguetea con el teatro porque el dinero está en la escena: diseña disfraces, decorados, pinta escenas dramáticas. Hace dibujos a los ricos. Pinta casas, hace collages antes de los collages. Pero algo le hace volver al pueblo, al descanso de los campesinos, a las escenas de playa, a la estructura griega, a la lectura de cartas, a los retratos burgueses. Pinta a su hijo sobre un burro. Le pinta dibujando y se acuerda de su infancia. Picasso no tuvo infancia: fue un monito de feria, como Mozart. Pinta arlequines, músicos y bodegones del estudio. Diseña un monumento para Apollinaire; le ayuda su amigo Julio González. Diseña collages y marca el destino de Tàpies; estamos en 1926. Sus dedos de pan anticipan el mundo, pero nadie sabe nada del mundo. Nadie piensa el mundo. Imagina nadadores, acróbatas, figuras y niños. A veces llega a terminar óleos que preludian a George Condo. Terrible. Piensa en desnudos femeninos de las formas más evasivas, llegando a inventar mujeres con palos y bolas. Crucifixiones, caballos, silenos y tauromaquias en la que el animal se levanta sobre sus patas traseras y mira al horizonte: la bestia sólo quiere amor. Se acabaron los caballos y las fantasías. El horror traerá la felicidad al arte. Perdida la infancia sólo queda el heroísmo. El monstruo es la vía para salir del laberinto.
El estudio se convierte en el tema principal donde todo sucede. Los lloros, los desnudos, las guerras; todo ocurre bajo techo, en la soledad del trabajo, del oficio. Salir a pescar en la noche, retratar nuevas infancias, mirar a los pescadores, homenajear un jersey, reivindicar los collages y las batallas, las formas y la épica. Pintar todo es la misión, no dejarse nada. Coger al borrego en brazos. Convertir la bicicleta en un monstruo. Hacer magia. Decorar platos, vasijas, tallar babuínos y homenajear a viejos maestros.
Estamos en 1950. El Greco, Coubert... las mujeres se disfrazan y todas tienen la cara de Jaqueline. Los estudios son cada vez más bellos y las esculturas se levantan. La mitología vuelve al desnudo y resucita Manet. Es el añoo 1963: en la recta final, el pan se acuerda de Velázquez, de Rembrandt. El juego formal llega a su sublimación: una mujer mea en medio de la playa. Sólo quedan los mosqueteros, algunas suites, una cabeza de bronce en una fuente y un sol de mimbre.
Es el año 1973.
El pan se ha quedado congelado, el viaje llega a su fin.
Queda el año secreto y vacío en el que recuerda todo esto, en el que todo se reúne en un punto y estalla hacia el futuro de las estrellas.
En un siglo nadie se acordará de esto, pero la aventura ha sido cojonuda.
Vivir es la obra, no la panadería.