DOS VIDEOS CIRCULARES
(1997 - 2008)
En 1997 Francis Alÿs realizó en Ciudad de México la que tal vez sea su pieza más sorprendente. Siempre ingenioso y agudo, el cine del belga cabalga entre lo prosaico y lo lírico, balancenado a su manera a la bestia de la belleza, distrayéndola entre lo políticamente correcto y lo ilegalmente precioso. Hay una fina línea pintada sobre el suelo de su obra que sostiene un mundo, una visión personal, una grieta a través de la que pasan objetos, duplicidades y rituales que se deshacen en sus manos, entre los dedos del artista, hasta convertirse en momentos privilegiados de existencia. La ironía juega un papel fundamental en su estética; su antiestética juega un papel fundamental en su mundo. Su estudio es la realidad y los elementos con los que construye están vivos, respiran. Como decía, en 1997 consigue registrar una de sus más complejas ideas, Cuentos patrióticos, en la que se propone guíar a un particular rebaño alrededor de una enorme columna obelística. Alÿs es un pastor de almas inocentes, un hipnotizador de seres que adopta el rol del famoso flautista de Hamelín de los Hermanos Grimm para conducirnos hacia el absurdo de la verdad. De nuevo, la literatura actúa como mecha fundacional de una escena contemporánea del Arte que muchos críticos y comentaristas pretenden autónoma e independiente, cuando en realidad, más que nunca en la historia de la creación humana, lo inventado en las páginas toma forma en la existencia de una manera inequívoca y contundente. Sin Literatura no habría Arte. Un mundo iletrado como el actual es la víctima perfecta de la vieja ilusión de la originalidad. Charles Wentinck, en su Historia de la pintura europea, ya avisaba en sus primeras páginas sobre una curiosa enfermedad europea: la novedad como criterio. Quizás la clarividencia del historiador soterre el verdadero sistema de dominó que alimenta al arte: un eterno plagio desde las pinturas de las vasijas orientales al cínico cine digital de Albert Serra. Todo un arco que corresponde a una civilización que ha pretendido, llevada por su instinto, trascender, hecho milagroso que en ocasiones se ha conquistado como en el caso de Cuentos patrióticos, un periplo emocional en forma de círculo donde el pastor acaba siendo la oveja y donde la masa se convierte en individuo por arte de magia: una metáfora existencial del complejo ciclo vital que a todos nos domina y del contradictorio papel del ser imbuido en dicho trasunto, mostrado de la manera más sencilla, graciosa y sagrada que uno pueda imaginarse.
Hay otra pieza de video, en este caso realizada en Rotterdam por el artista español Fernando Sánchez Castillo, titulada Pegasus Dance (una coreografía para vehículos con pistolas de agua) que sigue la estela de Alÿs en el sentido de hallar una belleza escondida en algo tan supérfluo como dos camiones antirevueltas dotados de cañones de agua. Si Alÿs jugaba sobre un círculo, una década después, Sánchez Castillo baila sobre dos circunferencias simétricas. Recuperando la pintura de Degás y el mundo del ballet clasico, el madrileño crea una coreografía maquinal que podría llevarnos al imaginario de artistas tan distintos como Duchamp, Viking Eggeling o Jean Tinguely. Jugando con la repetición de la duplicidad, o sea, llevando el arte geométrico a las formas vivas, el español consigue un verso poderoso que se mueve con gracia y asombro, haciendo perder la consciencia natural al espectador, transportándole a una transferencia semántica donde las cosas dejan de ser lo que son para adoptar otros roles, como también lo hace en su caso Alÿs. De una vulgar maniobra de entrenamiento se pasa a una especie de celebración pirotécnica, a una asunción acuática y bautismal que se va convirtiendo en un ritual de apareamiento digno de aves selváticas o dinosaurios extinguidos. Así, la metamorfosis se va haciendo efectiva, coordinándose por la seducción mutua de los camiones, ejecutada a partir del diálogo establecido a través de los chorros en forma de morse líquido, de lluvia difusa, de chorro cruzado. La blancura del agua se hace hermosa, los movimientos se replican y el sol sale para glorificar el momento luminoso que Sánchez Castillo logra haciendo volar a pesadas máquinas de carga, convirtiendo a objetos violentos y represores en seres estéticos que observan desde una playa, cómo otras máquinas, distintas a ellas, también celebran con agua el hecho de existir, el milagro de la realidad.