Los juicios ilógicos conducen a una experiencia nueva. Sol Lewitt
 
 
 
El arte contemporáneo
 
 


Todo arte ha sido contemporáneo alguna vez; el de hoy será bautizado por otros para dejar paso a futuras escenas de creación pero, ¿dónde nació y por qué? En medio de la diatriba moderna, sucede la tragedia europea de la guerra y el exterminio de mitad de siglo XX, el cual rompe de cuajo el pacto humano. Por ello, el arte nuevo nace degenerado ya en los retratos de Wols y Fautrier, ya en los de Jorn, Dubuffet, Appel o Saura. Los colores se mezclan, se violentan; hacen su propia guerra. La pintura se suicida al tomar conciencia, se convierte en una filosofía que deja paso a las estructuras y las esculturas de mobiliario, se atraviesa el espejo y todo -incluso lo imaginario- parece volverse real (ver los cubos de Eva Hesse). La fama se convierte en un motivo, los objetos se apoderan del discurso y se convierten en tiranicidas; los restos, lo marginal y la comida se transforman en materia prima de museo. La obra comienza a perder valor y todo se divide en tres líneas: el concepto, la artesanía y lo geométrico. El arte contemporáneo se olvida de su lado paleolítico para comenzar directamente su andanza en el mundo del interés y el consumo, en definitiva: en el teatro de lo espectacular. La cuestión ya no es emocionar, resucitar o conmover, ahora se trata de asombrar, de confundir, de provocar. Las reglas cambian porque todo se convierte en un mercado de miserables: cuando lo cotidiano se vuelve totem o ídolo sólo queda la perversión y la lujuria, la gula y el aburrimiento. La corrupción, la mentira, el engaño. En gran medida, el arte contemporáneo pierde la alegría original del arte moderno derivado de la tragedia incomprensible e inacabable; ¿cuándo terminará la guerra? El hiperrrealismo, los letreros luminosos, los símbolos masones, el kitsch y el feismo lo inundan todo con sus tendencias tristes y frías exceptuando las obras de Baselizt, Penck, Maloney, Basquiat, Beuys, Calder, Walter de Maria, Claramunt, Hartung, Klein, Kounellis, Rauschenberg, Kippenberger, Serra, Tàpies, Twombly, Merz, Twombly o Motherwell.













 
 
 
 
¿Qué es el arte moderno?
 
 (1904 - 1990)
 
 
El arte moderno, a pesar de carecer de etimología concluyente, podría emparentarse con el hecho de un índice onomástico, o lo que es lo mismo, con la existencia -dentro de la cultura humana- de un asombroso termitero que comienza con un salvaje puntillismo y acaba en una imagen en negativo llena de palabras sin significado alguno. En el arte moderno se valora la ignorancia, el silencio, la muerte y sobre todo el miedo, el miedo invertido para disimularlo, asumiéndolo como una herramieta escrita en las paredes llenas de fotografías y escenas ideales, donde se pasa de la línea más sutil al efebo griego más carnal que uno se pueda imaginar. El instinto se desata y salpica a todas partes: sobre la alfombra, sobre los bailes, sobre los árboles rojos. El color se convierte en el protagonista, en el héroe de la mitología de la identidad, pues el arte moderno olvida todos los principios clásicos para sumergirse en la psicología y la seducción. Lo cool primigenio de los fauvistas y los expresionistas encuentra su análogo en las performans y en los cuadros de Schnabel, donde el realismo se rebela como una fosforecencia o en una geometría como en el caso de Buren. Los maravillosos mundos de Kirchner o Beckmann se diluyen en las excentricidades victorianas de Gilbert and George o en la austera silla de Kosuth. Las dimesiones se multiplican y los rayos de lava salen del pecho como fuegos artificiales: el arte moderno también tiene algo de celebración, de desnudo, de orgía, de fragmentación de la psique, de vuelo ultramundano con las piernas cruzadas, de columna tumbada e infinita. Carl André se acerca peligrosamente a Juan Gris cuando despieza la imaginación para volver a remontarla o a Robert Morris cuando elige piezas aumentadas de cuadros de Delaunay o Wadsworth, disminuyendo el ego del público siempre tan proclive a utilizar sus ojos de severo juez. El arte moderno cambia los ojos clásicos y rompe la vajilla para hundirse en una anarquía ordenada de neones o cuadros, de ilusiones, marionetas y collages que se van convirtiendo en vidrieras o en pasajeros de Hans Arp. Es un periodo en el que todo queda suspendido en un cuadro de Rothko o Still, bajo la sombra del botellero de Duchamp o la rana de Max Ernst. La fuente del arte moderno brota de arriba hacia abajo en forma de telaraña o líneas rectas donde el universo de Miró o Masson se mezcla con el de De Kooning o Ensor frente a una ventana abierta donde un cuadro representa el mismo paisaje que acaece; Magritte anuncia el porvenir. La copia vuelve loco al arte y el arte se extingue en un mercado de esclavos donde se venden cuadros de Malevich y figurillas de Vantongerloo a cambio de mamadas express. Sólo unos pocos: Picasso, Guston, Cézanne, Miró, Brancusi, Kirchner y unos cuantos fotógrafos como Man Ray, Helmut Newton o Vivian Mayer lograrán mantener la alegría creadora que llenará las páginas de Joyce, Eliot, Borges, Rulfo, Benet, Miller, Heminway o Celine. El miedo hace regresar a lo geométrico, a lo binario, al algoritmo: lo humano desaparece para dejar paso a los muebles, la arquitectura, el lenguaje: las palabras invaden el arte para denominarse a sí mismas dueñas y señoras de lo plástico. Así, el arte moderno se convierte en un insólito género literario, en un idioma versátil lleno de eslóganes, pezones, culos y paralelogramos que se van combinando sin ritmo fijo, sin dimensión propia, orbitando en una galaxia cada vez menos sensible, cada vez menos original. La historia de un exilio sin retorno, del naufragio del siglo XX.








 

 

 

LA PINTURA CHINA MEDIEVAL

 


 

Una de las tradiciones más antiguas de todos los tiempos posibles es la oriental y en concreto, la china, una corriente hermética iniciada a partir de la armonización mental de monjes ebrios hasta la locura tirados por el suelo. El alcohol de los imperios milenarios no sólo conducía a la evasión sino a la santa alucinación, al despaego de lo real, a la serenidad del poeta fascinado al observar el paisaje nublado de una zona pesquera habitada por árboles torcidos o montañas imposibles. Cada cima es un castillo de tierra elevado de la manera más delicada, sugerido por una humedad milagrosa o un corzo escondido. Los animales, poseidos por los versos sublimes de la distancia entre las hojas, caminan en la oscuridad o en la hora de la primera mañana buscando un sorbo de agua, almendros en flor: líneas oscuras que descienden hasta un río. Las legendarias pinturas rupestres están muy cerca de estos sutiles trazos de los que nace sin querer una roca, una caña de bambú o un eremita solitario. La pintura china es la plástica sagrada de los hechizados, de aquellos que descubres a los pájaros colgados de las ramas, picando semillas, mojándose el cogote, sonriendo al lado de la flor o gritando en un cesto de mimbre sin acabar. Es una tradición copada de visiones incompletas y abstractas de lo concreto, de lo mágico, de la reflexión opaca de un mono al amanecer. Sus seres preferidos son manchas con hojas que florecen, poetas descalzos y serenos a los que les llueven poemas bajo el pecho liso y sobre los pequeños ojos, son guerreros rapados bailando con bestias, admirando dioses de múltiples brazos, de nidos de perlas, de conchas marinas montadas en pavos reales con sus mil ojos abiertos. No hay duda que ciertos dioses tocaron con su varita a los pintores chinos de alargadas orejas y los condenaron a vagar contando con sus dedos los días restantes, enloqueciendo, suspirando, viajando con su mente a otros universos plagados de líneas impares, de fondos rasos de seda y uñas largas que nunca se ensucian. Los ríos etílicos corren silenciosos entre flores y caballos, atravesando valles, cataratas y toscos puentes de madera que no llevan a ningún sitio. El laberinto está exento de muros y la pintura lo sabe: hay algo en lo diminuto, hay algo bello en lo infrecuente, en el trazo, en la grulla, en la diosa sobre el agua, en la pareja de monos abrazándose sobre una rama imitando a una araña. El poeta chino se queda turulato mirando los matojos de alteas rosas, los muros del invierno y del verano, las ramas de las palomas brotando cerca de los lotos, de los monos solitarios, de los caballos de la lluvia, de las uvas, de los cráneos, del vacío.