La más elevada, así como la más baja forma de crítica es una forma de autobiografía. OSCAR WILDE
 
 
 
-Segunda parte-
 
LUTERO LEYENDO VOINYCH
(A partir de un texto de Silvia Schwarzböck)
 
 

 
 
 
 
IV

Al morir Giorgius Barschius en 1665, el extraño códice pasa a manos de su mejor amigo, el rector de la Universidad Carolina de Praga, Johannes Marcus Marci, quien de inmediato se pone en contacto con Athanasius Kirchner mediante el envío de dos misivas donde pone al corriente al jesuita de todo lo concerniente al oscuro documento. La consecuencia de dicha correspondencia será la entrega del códice a Kirchner, quien lo estudiará hasta el día de su muerte -quince años después- sin poder traducir ni una sola palabra del texto, ni interpretar ninguna de sus imágenes.

 
 
V

En el caso de Silvia, las sensaciones fragmentarias de su texto serían definidas en su día por el intelectual marxista Giorgy Lukàcs como “índice oscuro de la fragmentación de la totalidad humana bajo el capitalismo”, traído a colación por el hecho de que la autora escribe desde la tradición de la vieja escuela de la literatura marxista, una rama ideológica que concibe gratuitamente al artista como productor, al público como consumidor y al arte como una consecuencia bursátil de ambos, la cuál, debe cambiar a los hombres para que sean mejores (iguales), lo que conduce al tema hacia una falsa premisa moral, entendiendo este concepto no como lo hace Novalis y que luego veremos, sino como un sistema de valores sobre los que el mundo debe juzgarse; aquí es donde Kant comienza a entrar en Marx. El Arte es amoral, acientífico, anárquico y arbitrario por definición; lo Bello pertenece al mundo de la irracionalidad y a nadie más (y mucho menos a economistas anglosajones como Adam Smith o Ricardo). Por tanto, toda pretensión logicista acaba noqueada en la lona; toda ideología, por muy congruente que pueda llegar a ser (sobre todo si toma forma de religión), siempre conllevará dogma, esclavitud y poder: caminos infructuosos para acceder al Arte. Ante lo cuál se puede añadir que a dichas perversidades no les interesa ni lo más mínimo llegar a otro lugar que no sea el mundo del arte, o sea, la escabechina confusional formada por instituciones, galerías, museos, teatros, cines, artistas, comisarios, editoriales, políticos y empresarios, pilares de aquello bautizado por los medios como cultura y por los intelectuales como alta cultura, formando ese abigarrado mundo ilusorio conocido como industria cultural. Así, cuando Silvia ataca a esta realidad socioeconómica y a sus nocivos efectos en el mundo del arte y en los pobres seres alienados que la consumen, no se da cuenta de que está haciendo una mera crítica cultural y la cultura, tal y como lo dijo hace muchos años Rafael Sánchez Ferlosio -recordado últimamente por Ignacio Echevarría- es un invento gubernamental, por lo tanto utilitario y pragmático, una herramienta de poder y no un tesoro, como venden la propaganda institucional y los medios. Silvia está siendo, sin quererlo, una culturista, una comentarista política que en el mejor de los casos ofrecería una falsa erudición o conocimiento incompleto sobre el tema propuesto, un tema muy gordo que debería ser abordado desde el flanco artístico, goethiano, más que por el psicológico-político, chomskiano. Silvia, en su texto, se sube al ring de las disputas por la alta cultura, disparando erudición y desarrollos teóricos que no acaban de noquear al asunto, ni al sistema, ni al lector, el cuál, agotado por su enorme carga de información, va palideciendo, debilitándose. Por muy anacrónico que pueda sonar, la lucha verdadera reside en el pasado, en el acto de regresar a lo que siempre ha existido y no de progresar hacia lo que nunca existirá. Regresar es un verbo humano, progresar, es un verbo industrial, sociológico. El Arte siempre ha estado delante de nosotros, pero el sistema a conseguido distraer a los protagonistas de la película con comodidades y chantajes esclavistas o lo que es lo mismo, con materialidades y cascadas de información inhumanas. El arte es un delirio necesario para la supervivencia de la especie: somos una raza espiritual. En cambio, la sociedad es un delirio antropológico devenido como sistema jerárquico, fundador de la idea del poder y de las costumbres como yugo, densificando paulatinamente a los grupos humanos para moldearlos con mayor facilidad, hasta matar la idea original de mundo. El sistema capitalista enseña que el hombre debe transformar la naturaleza para hacerla rentable y de forma utilitaria, humillarla a sus pies. Por el contrario, el Arte equivale a una resurrección del mundo donde se transforma la naturaleza en creación a través de la voluntad infinita del artista, un mundo espiritual donde el término Naturaleza se corresponde con el de Persona y donde el cambio es posible. Todo esto lo dijo ya Novalis en el primer Romanticismo, lo dijo él que sabía mucho más de casi todo que toda la filosofía y las ciencias posteriores.



VI

En 1912, el bibliófilo lituano y experto en libros antiguos Wilfrid M. Voynich compra al Collegio Romano treinta manuscristos antiguos entre los que se encuentra el misterioso códice de Kirchner, quien en 1680 había donado el extraño ejemplar a la biblioteca de la universidad jesuita. Al abrirlo, Voynich encuentra una carta grapada a la primera página: una de las misivas que el rector Marcus Marci le envió al erudito jesuita; en ella descubre el supuesto origen del códice, creado por Roger Bacon, un fraile franciscano del siglo XIII. La carta explica que el códice acaba en posesión de John Dee, un astrólogo de la corte de Isabel I de Inglaterra, el cuál lo vendió por 600 ducados al rey Rodolfo II de Bohemia, nieto del emperador Carlos V. El último propietario antes de llegar a manos de Georgius Barschius será Jacobus Sinapius, medico personal de Rodolfo II, alquimista y experto botánico. Según leyó Voynich en la carta, ninguno de los poseedores del libro pudo descifrarlo; él, después de dieciocho años obsesionado con traducirlo, tampoco conseguirá avances significativos.